La imposición de un recargo económico a las bebidas azucaradas es una buena noticia. Venga de España, venga de Catalunya, venga de donde venga es una buena noticia. Ha de contemplars, sin embargo, como una medida más en la lucha contra la obesidad y no como una medida, digamos, definitiva.
Que la obesidad es hoy el problema de salud pública más prevalente no ofrece la menor duda. Es un fenómeno, de hecho, ya una enfermedad, que no respeta edad, sexo o procedencia geográfica. Es el resultado de lo que denominamos balance positivo de energía (calorías), a saber: que ingerimos más calorías de las que gastamos y esta diferencia entre entradas y salidas se almacena en nuestro organismo en forma de grasa. El por qué ingerimos más calorías de las necesarias tienen que ver con nuestros apetitos, deseos y placeres, más que con necesidades básicas. Ciertos alimentos, generalmente los más ricos desde el punto de vista calórico, proporcionan tal satisfacción que su consumo prolongado puede llegar a la adicción.
Disponemos ya de evidencia empírica obtenida en animales de experimentación que prueban que ciertos alimentos pueden activar circuitos neuronales similares a los que se activan con el consumo de drogas. Por otro lado, el del gasto calórico, los hábitos sedentarios no propician que “limpiemos” nuestros excesos de ingesta mediante ejercicio físico. En condiciones normales, tal balance positivo solo es saludable en el crecimiento o en el embarazo, por poner los dos ejemplos más claros, pero en ausencia de una buena excusa fisiológica el balance positivo de energía no anuncia nada bueno.
Una vez instaurada, la obesidad es difícil de revertir. Todos sabemos lo duro que es ponerse a régimen para perder peso. Es más, si la obesidad se descontrola y acaba siendo mórbida cuando se duplica o triplica el que debería ser el peso normal, la solución pasa a menudo por el quirófano donde el cirujano destruye la anatomía normal del aparato digestivo y, en cierto sentido, construye una enfermedad para combatir con mayor o menor eficacia otra.
Es preciso responsabilizar más al ciudadano sobre su propia salud, máxime en un sistema sanitario público como el nuestro, pagado entre todos y que se basa en la solidaridad. Y si la solidaridad y el derecho a una atención sanitaria gratuita son la cara de una moneda, la cruz, obligatoriamente, es la responsabilidad de cada uno de nosotros de no abusar. Nos hemos de querer más a nosotros mismos, declaraba este domingo una adicta al alcohol en una entrevista publicada en un rotativo barcelonés.
Por estos motivos, el impuesto sobre las bebidas azucaradas no debería ser una medida aislada sino formar parte de un plan estructurado para fomentar la educación alimentaria e informar de los riesgos que entraña el exceso de peso y el sedentarismo. Los medios están disponibles. La información también. Sin ir más lejos, la Generalitat dispone de un web sobre educación alimentaria y de un plan (PAAS, Promoció de la salut mitjançant l’alimentació saludable i l’activitat física) modélicos que es preciso intensificar en los medios; pero además hay que ir más allá e intervenir legalmente. A fin de cuentas parece lógico invertir más en medidas preventivas audaces para proteger la salud de la población y menos en soluciones farmacológicas y quirúrgicas que no dejan de ser un caro parche.
En Latinoamérica, donde la obesidad ha adquirido ya carácter endémico, se han tomado algunas iniciativas legislativas interesantes que van más allá de la adopción de medidas aisladas. Chile, por ejemplo, país que padece una de las tasas más altas de obesidad e hipertensión, ha legislado duramente contra la comida “chatarra” que obliga no solo a detallar los ingredientes de un producto alimentario sino a anunciar en el envase que se trata de un producto “alto en azúcar” o “alto en grasas saturadas” y a exhibir, si es el caso, uno o más distintivos negros para alertar al personal de su asociación con la obesidad y sus consecuencias. Prohíbe asimismo la venta de productos hipercalóricos en las escuelas y su publicidad televisiva en horario infantil. Castigados los huevos sorpresa, las hamburguesas americanas, los cereales enriquecidos y, por descontado, las bebidas azucaradas. Se eliminan de los envases, dibujos o logos que pudieran reclamar la atención del consumidor, especialmente de los más jóvenes.
Mientras escribo esto, en menos de diez minutos han anunciado en la televisión consecutivamente los huevos sorpresa, la hamburguesa doble con bacon y un refresco azucarado. Y sin contrapeso. Así pues, manos a la obra.
La imposición de un recargo económico a las bebidas azucaradas es una buena noticia. Venga de España, venga de Catalunya, venga de donde venga es una buena noticia. Ha de contemplars, sin embargo, como una medida más en la lucha contra la obesidad y no como una medida, digamos, definitiva.
Que la obesidad es hoy el problema de salud pública más prevalente no ofrece la menor duda. Es un fenómeno, de hecho, ya una enfermedad, que no respeta edad, sexo o procedencia geográfica. Es el resultado de lo que denominamos balance positivo de energía (calorías), a saber: que ingerimos más calorías de las que gastamos y esta diferencia entre entradas y salidas se almacena en nuestro organismo en forma de grasa. El por qué ingerimos más calorías de las necesarias tienen que ver con nuestros apetitos, deseos y placeres, más que con necesidades básicas. Ciertos alimentos, generalmente los más ricos desde el punto de vista calórico, proporcionan tal satisfacción que su consumo prolongado puede llegar a la adicción.