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El blog Opinions pretende ser un espacio de reflexión, de opinión y de debate. Una mirada con vocación de reflejar la pluralidad de la sociedad catalana y también con la voluntad de explicar Cataluña al resto de España.

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¿Qué nos ha ocurrido?

La manifestación del 11-S, en la Gran Via de Barcelona. / Edu Bayer

Josep Carles Rius

¿Qué ha ocurrido en Catalunya para que una parte posiblemente mayoritaria de su sociedad haya decidido reclamar la independencia? Esta pregunta se la formulan en las cancillerías europeas, en la prensa internacional y, por supuesto, en el conjunto de España. Pero donde surge con más intensidad esta pregunta es entre los propios catalanes. ¿Qué nos ha ocurrido? Y es una pregunta colectiva porque se la plantean tanto aquellos que defendían la independencia en minoría durante décadas, como quienes la han abrazado a última hora o los que creen que el futuro está, aún, en lograr un mejor encaje en España.

La respuesta es mucho más compleja de lo que se desprende tanto de los eslóganes como de los titulares y, posiblemente, nos falte mucha perspectiva en el tiempo para entender por qué la historia se aceleró en Catalunya a principios del siglo XXI. Pero necesitamos preguntas y respuestas lo más objetivas posibles para racionalizar un debate cargado de sentimientos.

Del catalanismo al independentismo

Y la primera pregunta está en calibrar las verdaderas dimensiones de la reivindicación independentista. La sociedad catalana es especialmente plural y diversa, pero desde la recuperación de la democracia ha tejido consensos amplios que, de alguna forma, han marcado en cada momento la hegemonía política del país. Primero fue la Assemblea de Catalunya y las reivindicaciones de “Llibertat, amnistia i Estatut d'autonomia”. La transición dio respuesta a estas demandas y abrió la larga etapa del catalanismo político, con Jordi Pujol y Pasqual Maragall como sus dos grandes intérpretes. El catalanismo, en todas sus versiones, constituyó el segundo gran consenso de la democracia en Catalunya.

El catalanismo tenía como principal objetivo el autogobierno, pero tenía también la vocación de participar en el progreso de España y la voluntad de proyectarse al mundo. Los Juegos Olímpicos de Barcelona 92 fueron el momento culminante de esta triple aspiración y Catalunya contó en aquella ocasión con la plena sintonía del conjunto de España. Fue, posiblemente, el último gran proyecto compartido. A partir de aquí, los sentimientos de incomprensión y de una cierta decadencia fueron creciendo entre la sociedad catalana, temores acelerados durante la segunda legislatura de José María Aznar. Ante este sentimiento de frustración, el catalanismo quiso reescribir su relación con España y se embarcó en el interminable proceso de redactar un nuevo Estatut. Era su último intento.

Portazo al Estatut

El portazo del Tribunal Constitucional a un Estatut que había superado un escrupuloso proceso democrático (aprobación en el Parlament, el Congreso, El Senado y en referéndum) significó un verdadero cataclismo en Catalunya. El Estatut significaba para la mayoría de los catalanes el mínimo denominador común de sus aspiraciones nacionales, el sueño de encontrar un encaje en España. El veto dejaba sin argumentos a quienes defendían el vínculo con España, empezando por el President José Montilla, símbolo de la transversalidad del catalanismo. Y al mismo tiempo, los independentistas se sentían reforzados en sus argumentos.

A partir de aquí, CiU esgrime que el único pacto posible es el económico y plantea el pacto fiscal; el PSC queda a la deriva y se hunde en todas las elecciones y el independentismo inicia un profundo camino alentado desde la base, con las consultas populares y la movilización de la sociedad civil. La vía oficial, liderada por Artur Mas, apuesta por el concierto económico, pero la corriente de fondo, impulsada o no desde el Govern, va mucho más allá. Así se visualiza en la manifestación de la Diada. La movilización es en favor de la independencia. Nadie reclama el pacto fiscal, ni, por supuesto, las bases de Convergència ni la mayoría de sus líderes.

Los agravios

La crisis ha jugado un papel decisivo en la eclosión del independentismo, pero lo que está en cuestión no puede explicarse sólo por las balanzas fiscales. Es verdad que ha calado la idea de que los recortes son culpa del déficit fiscal, de los 16.000 millones de euros que según los datos del Govern salen de Catalunya y no vuelven, pero por encima de las cifras existe un cierto sentimiento de humillación. Durante 30 años, Catalunya ha contribuido solidariamente al desarrollo del conjunto de España, como el resto de las comunidades más ricas y como era de justicia. Sin embargo, una mayoría siente que esta contribución no ha sido reconocida; que la crisis ahoga a amplias capas de la población; que aquí los servicios públicos sufren recortes más duros; que el cuarto mundo, la pobreza, no deja de crecer entre los siete millones y medio de catalanes.

Y, por si fuera poco, después de tantos años de solidaridad, Catalunya se siente ahogada, sin fuelle y obligada a pedir ayuda –un rescate- de las arcas del Estado. Una petición que muchos consideran humillante, especialmente cuando se convierte en un arma dialéctica por parte de la caverna mediática. Entre las razones que han llevado a esta situación puede existir también una deficiente gestión económica por parte de los gobiernos de la Generalitat, pero en la opinión pública se impone la idea del agravio, del expolio. Si no, no se explica que el 80 por ciento de los catalanes (entre ellos los líderes sindicales y empresariales) apoyaran el pacto fiscal.

El otro gran agravio que siente una buena parte de los catalanes atañe al núcleo central de su identidad, la lengua. Las campañas mediáticas y sentencias contra la inmersión lingüística provocan una fuerte indignación que cala hondo en los sentimientos. La enseñanza en catalán forma parte de los consensos básicos en Catalunya y la mayoría considera que es uno de los grandes patrimonios del país, ya que ha cohesionado a la sociedad y ha evitado dos comunidades lingüísticas. La obsesión por crear un problema de convivencia entre el catalán y el castellano provoca una profunda herida entre una población que vive en plena normalidad el uso de los dos idiomas.

¿Aún estamos a tiempo?

Y llegados a este punto, la gran pregunta es si el independentismo ha relevado al catalanismo en la hegemonía política. Si ha desaparecido la voluntad mayoritaria de entendimiento con España que defendía el catalanismo. La pregunta sólo tiene una respuesta radicalmente democrática: está en las urnas. En unas elecciones con programas claros por parte de todos los partidos. Y, después, en un referéndum. Cualquier otra vía significaría prolongar una fatiga que ya resulta insoportable. Es la hora de las propuestas y del debate. En Catalunya y en España.

El independentismo tiene un mensaje diáfano: “Catalunya lo ha intentado, pero ya no puede más y necesita ser un Estado propio para garantizar su futuro como nación”. El debate, pues, se circunscribe en el cómo y el cuándo. No hay más. Es un proyecto político que transforma la frustración en esperanza, mientras que el resto de alternativas políticas viven tiempos de impotencia y resignación. Un proyecto defendido sin matices por ERC y por pequeños partidos independentistas y sobre el que CiU deberá de definirse con claridad para desmentir a quienes acusan a la coalición de lanzar cortinas de humo para ocultar recortes o incómodas citas ante la justicia.

En el otro extremo, están los esfuerzos de recentralización del PP, el último en educación, y de buena parte de la opinión publicada en Madrid, reforzada ahora por una TVE entregada a la causa. Y en medio, los restos del naufragio catalanista y de los últimos defensores del federalismo que aún mantienen el sueño (¿la quimera?) de crear una “nación de naciones” en la que Catalunya se sienta plenamente reconocida en su identidad. Pero para que esto aún sea posible, España debe de recorrer un largo trecho y nada indica que los grandes partidos y las instituciones (de la Monarquía a la Justicia) estén dispuestos a afrontar la segunda transición que alumbre un nuevo Estado en el que Catalunya, Euskadi, Galicia e, incluso, Andalucía encuentren su lugar.

La gran miopía de los sectores más avanzados de la sociedad española ha sido el de no tender la mano a esta Catalunya que durante tantos años ha intentado implicarse en la regeneración de España. El magnífico artículo de Isaac Rosa (“Catalunya, no nos dejes solos”) es un grito contra este desencuentro. Un reflejo de quienes se sienten solos a ambas orillas del rio Ebro. Porque quizá ya es demasiado tarde y si en Catalunya, tierra de amplios consensos, ahora la hegemonía está en el independentismo, habrá nacido una fuerza imparable.

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