Las elecciones del pasado 27 de septiembre demostraron algo con toda su claridad: La denominada “minoría silenciosa”, en realidad, era una minoría tranquila, consciente de su fuerza. No decimos nada, pero cuando tenemos que votar, votamos lo que votamos. Y basta y sobra. El voto del Baix Llobregat, por ejemplo, actuó con toda la contundencia. Es decir, a la hora de hablar, se habla con los votos.
El soberanismo llena de gente la calle, pero los números son los que son. Los resultados ya los conocemos: el soberanismo gana, de entrada, en escaños, pero no en votos. El unionismo, por su parte, pierde en escaños, pero atención, también pierde en votos porque cuentan a su favor todo lo que no es Juntos el Sí y la CUP. Eso es mentira. Hasta el punto de que si sitúas “Cataluña Sí que es Pot” en un lugar neutral (es obligado porque están a favor del derecho a decidir e incluyen muchos votantes que, ni de lejos, son antiinidependència), resultaría que el soberanismo gana en escaños y también en votos.
Da igual, lo que quisiera poner sobre la mesa es que, más que nunca, a raíz de las elecciones se ha vuelto a cuestionar la ley electoral catalana, que premia especialmente las circunscripciones menos pobladas. Particularmente, creo que, ya sea en una república catalana independiente como si es en una autonomía del Reino de España, esto se debe cambiar, aunque perjudique a alguien. Ya hace mucho que se habla y no hay manera de ponerse de acuerdo. Los tiempos han cambiado y la tendencia del mundo actual es hacia el país-ciudad. Las diferencias entre el campo y la ciudad, hablando en términos generales, están, evidentemente, pero no son tan grandes como años atrás.
Por otra parte, los diputados de las comarcas más despobladas y rurales votan exactamente lo mismo que sus compañeros ya que la disciplina de partido es de hierro. Los diputados tienen valor cuantitativo, no cualitativo. Por tanto, una de dos, o se hace una ley con listas más o menos abiertas (y por tanto, al menos, sabes que el representante votado defenderá de verdad los intereses de sus electores) o continuas con listas cerradas, donde es el partido quien hace y deshace. En este caso, sin embargo, parece evidente que es urgente hacer una ley nueva. No soy partidario de “un hombre, un voto” porque hay que proteger a las minorías (en este caso, las minorías territoriales) pero sí de aplicar una corrección al desfase que, hoy en día, vista la evolución política, cultural, social y económica del territorio, provoca la actual ley electoral, donde conseguir un diputado en Barcelona cuesta prácticamente el doble de votos que en otros lugares. Corregir la ley electoral es una tarea pendiente, que ya es urgente.
Las elecciones del pasado 27 de septiembre demostraron algo con toda su claridad: La denominada “minoría silenciosa”, en realidad, era una minoría tranquila, consciente de su fuerza. No decimos nada, pero cuando tenemos que votar, votamos lo que votamos. Y basta y sobra. El voto del Baix Llobregat, por ejemplo, actuó con toda la contundencia. Es decir, a la hora de hablar, se habla con los votos.
El soberanismo llena de gente la calle, pero los números son los que son. Los resultados ya los conocemos: el soberanismo gana, de entrada, en escaños, pero no en votos. El unionismo, por su parte, pierde en escaños, pero atención, también pierde en votos porque cuentan a su favor todo lo que no es Juntos el Sí y la CUP. Eso es mentira. Hasta el punto de que si sitúas “Cataluña Sí que es Pot” en un lugar neutral (es obligado porque están a favor del derecho a decidir e incluyen muchos votantes que, ni de lejos, son antiinidependència), resultaría que el soberanismo gana en escaños y también en votos.