Hay muchos libros buenos y solo algunos que merezcan el calificativo de imprescindible para entender los entresijos del poder de la España surgida de la Transición. 'El hijo del chófer' (Tusquets y Edicions 62) es una de esas excepciones. Por muchos motivos, pero el principal es porque su autor, Jordi Amat, relata con una crudeza impresionante las miserias de las luchas entre políticos, banqueros y medios en Catalunya a través de la vida de Alfons Quintà (Figueres,1943 - Barcelona, 2016), un periodista que lo fue todo y lo perdió todo porque se creyó Dios y no lo era, una personalidad oscura que trasladó sus obsesiones a los artículos, su despotismo a las redacciones en las que trabajó, y su misoginia a las relaciones que mantuvo. Un hombre atormentado que ayuda a entender la Catalunya de hoy en día y su ecosistema mediático.
El padre de Quintà era el chófer de Josep Pla y de ahí el título del libro. El escritor ampurdanés no sabía conducir y Josep Quintà se convirtió en una de las personas de su máxima confianza. Era un comerciante del textil que se integró en el particular Camelot de Pla, un círculo reducido en el que figuraban nombres como el historiador Jaume Vicens Vives o el empresario Manuel Ortínez, y que con los años acabarán formando parte de la privilegiada agenda del futuro periodista. Alfons Quintà es en esos momentos un niño que gasta bromas poco habituales a sus compañeros de clase, que ya tiene problemas para relacionarse con otros niños y que pronto descubrirá y no perdonará las infidelidades de su padre. Las amistades de su progenitor, entre ellas la del president Josep Tarradellas, se transformarán en sus fuentes cuando se convierta en un importante cronista y las pondrá a prueba sin límites, hasta el extremo de acabar chantajeando al propio Pla.
El 24 de abril de 1980, Jordi Pujol es investido president de la Generalitat. Empieza la era del pujolismo, un movimiento que superaba las siglas de Convergència y que en su base tenía Banca Catalana, una entidad al servicio de un proyecto político. En la pugna entre Tarradellas y Pujol, Quintà tomó partido por el primero y aprovechó las fuentes que tenía en el consejo de administración del banco para publicar una de las exclusivas de su carrera: un artículo en El País en el que detallaba las dificultades económicas del grupo bancario de Pujol, el político banquero o el banquero político que hacía solo una semana que se había convertido en el presidente de la Generalitat. El tiempo le daría la razón.
Pujol es una de las obsesiones de Quintà y Quintà una de las de Pujol hasta el punto de que el entonces president le responsabiliza de la muerte de su padre, Florenci Pujol, quien fallece de un infarto en plena polémica por las irregularidades de Banca Catalana. En una mesa del restaurante madrileño Zalacaín, Jesús Polanco, Juan Luis Cebrián, el todopoderoso director de El País, directivos de la entidad bancaria, entre ellos, el cuñado de Pujol, Francesc Cabana, así como Francisco Fernández Ordóñez, que actúa como hombre puente, analizan los artículos de Quintà. Es una carpeta con textos en los que la buena información se mezcla con la venganza. La reconstrucción que Amat hace de las relaciones entre Cebrián y el cronista del diario en Barcelona es una de las aportaciones más interesantes del libro. Tiempo después, tras una reunión entre Felipe González y el president en la Moncloa que sirve para reconducir las comunicaciones entre ambos, El País acabará declarando una tregua a Pujol, que pasa a ser tratado como un hombre de Estado y aliado del Gobierno socialista. Se trunca también el sueño de Quintà de convertirse en el delegado de la edición catalana del periódico.
Si esta historia fuese de ficción, uno de los mejores giros sería convertir a Quintà y Pujol en aliados. La realidad mejoró cualquier guion y el president encargó al periodista que tanto le había atacado el diseño de una televisión autonómica a semejanza de las grandes cadenas internacionales. “No solo tienen que ver esta televisión porque es catalana sino a pesar de que sea en catalán”. Pujol no quería una televisión de porrón y folclore sino una estructura de Estado. Y lo logró. Se recurrió a profesionales de prestigio como Rosa María Calaf para crear una televisión moderna. Pero ella y muchos más saltaron pronto del barco. Entre otros motivos, porque el carácter de Quintà hacía imposible trabajar con él. La tiranía fue su tumba profesional y en junio del 84 le obligaron a dejar la dirección de TV-3.
La leyenda de Quintà siguió aunque él optase por desaparecer. Licenciado en Derecho que nunca había ejercido decidió refugiarse como juez suplente. Pero Convergència, o mejor dicho, Lluís Prenafeta (alguien que encarnó el pujolismo casi tanto como Pujol), vuelve a necesitarlo y él vuelve a decirle que sí. Se trata de crear un The New York Times en Barcelona. Se llamará El Observador, un nuevo proyecto en el que no se escatima dinero ni talento. Otra vez lo que falla es el carácter de Quintà y unos sueños de grandeza que se convierten en pesadilla. El rotativo que quería vender 80.000 ejemplares diarios nunca pasó de 20.000.
En su descenso particular al infierno que él mismo había creado desde que era un niño que escuchaba a Pla, y previo paso por el Avui, el periodista cae aceleradamente hasta que en el arranque del procés se convierte en un referente de los sectores más duros del antiindependentismo. Escribió en El Mundo y sus ataques a la gestión del Govern de Artur Mas, a veces con informaciones solventes sobre sus recortes en el ámbito sanitario y otros con meros rumores sin confirmar, fueron recompensados con una plaza en las tertulias de Intereconomía. Mientras tanto, fuera del plasma, Quintà cae y cae. El periodista está enfermo. Su última pareja, que también había huido, regresa para cuidarlo. En su vida ha comprobado que nadie vuelve a su lado y, según describe Amat, intenta disimular su pulsión enfermiza de venganza sin conseguirlo. A ella tampoco le perdona que en su momento se fuese y acaba disparándole con la misma escopeta que utilizará minutos después para suicidarse. Es así como Quintà logra que la única persona dispuesta a ayudarlo no lo deje solo antes de morir.