El ‘espectáculo' –utilizando el término empleado por la vicepresidenta del Govern, Neus Munté– que estamos viviendo los últimos días, con los registros en las sedes de Convergencia Democrática, domicilios de la familia Pujol y empresas vinculadas a financiadores del partido, nos lo podríamos haber ahorrado, seguramente, si la justicia hubiera actuado de forma diferente hace 30 años cuando se inhibió en la querella por el caso Banca Catalana.
En octubre de 1984, el magistrado Ignacio de Lecea tomó declaración al entonces presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, en su domicilio oficial, en la casa dels Canonges, por su papel en la quiebra de aquella entidad bancaria. Medio año antes, Pujol, tras ser reelegido presidente, había salido al balcón de la plaza de Sant Jaume y había lanzado una frase para el recuerdo. “Dejadme que os diga una cosa, que es la última vez que la digo pero quiero que quede clara: ¡el Gobierno de Madrid, el Gobierno central concretamente, ha hecho una jugada indigna. Y a partir de ahora, cuando se hable de ética, de moral y de juego limpio, podremos hablar nosotros, pero no ellos!”, gritó.
Dos años más tarde, el Pleno de la Audiencia Nacional se pronunció contra su procesamiento. 33 jueces sobre 41 consideraron que no había motivos para ello. Ni estos jueces, ni los 8 que creían que se le debía procesar, ni los periodistas que informaban del caso, ni ningún político catalán sospechaba que Jordi Pujol -el mismo Jordi Pujol que otorgaba la exclusividad a la hora de dar lecciones de ética- tenía una fortuna no declarada escondida en el extranjero.
Algunos medios de comunicación sí iban denunciando los negocios que los hijos del presidente hacían con la administración que él presidía y con otras gobernadas por su partido. Pocos. Parecía que publicar o hacerse eco de estas denuncias era hacer el juego a los anti-catalanistas. Algún periodista que pedía explicaciones sobre los contratos de la Generalidad o de ayuntamientos convergentes con miembros de la estirpe Pujol había escuchado la respuesta indignada de algún funcionario o dirigente de CDC: “¿Es que los hijos de Pujol tienen que marcharse de Cataluña para poder trabajar?”. La propia Marta Ferrusola lo comentó en más de una ocasión.
Por los pasillos de la política catalana circulaba el rumor de que Jordi Pujol nombró a un secretario de la Presidencia y le encargó que evitara que sus hijos hicieran negocios turbios con la Generalitat. La historia terminaba con la renuncia del secretario a poner trabas al afán negociador de los jóvenes Pujol, sobre todo del primogénito.
La justicia no pudo detener la carrera política de Jordi Pujol a pesar de su responsabilidad en la crisis y el oscuro final de Banca Catalana. Él mismo no supo o quiso detener el incremento patrimonial de sus hijos gracias a la relación privilegiada que tenían con la administración pública catalana. Y la bola fue creciendo. Un buen día de verano de 2014, el ya ex-presidente se descolgó por sorpresa confesando su fortuna oculta en el extranjero. Lo hizo cuando la justicia acorralaba a su familia, tras destaparse que habían regularizado millones de euros que tenían en cuentas andorranas. ¿Cómo se había acumulado esa fortuna? ¿De dónde habían salido tanto dinero? El ex-presidente explicó, sin documentarlo, que era un legado de su padre que nunca había encontrado el momento de regularizar. Después de hacer exhibicionismo de ética en mayo de 1984 era muy difícil encontrar ese momento, claro.
Nunca es buen momento para según qué cosas. Para registrar domicilios de la familia Pujol, tampoco. Muchos, como la vicepresidenta del Gobierno catalán, ven al Gobierno del PP detrás de las espectaculares acciones judiciales de estos días. Artur Mas se debe aguantar las ganas de salir al balcón de la plaza de Sant Jaume y acusar a Mariano Rajoy de estar detrás de una nueva jugada indigna. La historia se repite.
“¡Somos una nación, somos un pueblo, y con un pueblo no se juega!”, dijo también Pujol aquella tarde de 1984.
Si Jordi Pujol hubiera sido apartado de la política por su actuación en el caso Banca Catalana, si hubiera renunciado hace treinta años tras reconocer que había escondido el dinero en el extranjero, si sus hijos no hubieran tenido carta blanca para hacer negocios amparados en el apellido y el partido, ¿habríamos llegado a 2015 con un proceso independentista en marcha y una presidenta del Parlamento lanzando vivas a la República Catalana? Quizás sí. Pero seguro que a la cabeza de este movimiento no estaría un presidente, el actual, que se reunía clandestinamente días atrás con Jordi Pujol en casa de un empresario que fue incluido, también, en la querella de Banca Catalana, Joan Martí Mercadal.
Treinta años después aún no se ha hecho borrón y cuenta nueva.