Carles Puigdemont es, entre otras muchas cosas, el indiscutible mejor activo electoral de Junts. Lo demostró en las primeras elecciones tras la aplicación del 155, cuando logró remontar en las encuestas a ERC y mantener el liderazgo entre los independentistas, y también después, en las elecciones europeas de 2019. Pero en las últimas catalanas, cuando era público que él no aspiraba a la presidencia, su partido cayó. Desde que accedió al puesto de eurodiputado, el expresident ha preferido mantenerse en el escaño que más le blinda judicialmente y centrado en la batalla legal europea, uno de los campos que mejor se le dan, pero que le dejan apartado del foco político del día a día en Catalunya.
Así había sido durante los últimos meses, hasta que inesperadamente fue detenido en Cerdeña. Carles Puigdemont abandonó este lunes el juzgado de Sassari con el mismo gesto sonriente con el que salió en libertad de la prisión de Neumünster en abril de 2018. El naufragio de la nueva ofensiva del magistrado Pablo Llarena ha vuelto a colocar al líder independentista en el centro de todas las miradas y ha dado alas a la estrategia de su formación, tanto en su postura respecto a la negociación con el Estado, de la que se han descartado, como en su articulación orgánica a través del Consell per la República.
Puigdemont vuelve a ser, a ojos de sus partidarios, un político capaz de burlar a la cúpula judicial española, lo cual solo puede ser reconocido y aplaudido incluso por los independentistas que apoyan otra estrategia, como el propio president, Pere Aragonès. Los mensajes emitidos por Puigdemont en los días previos a su declaración en Sassari son explícitos en esta línea. El día del aniversario del 1 de octubre el expresident colgó un vídeo en el que aseguraba: “Podemos derrotar a un Estado todopoderoso. No es una quimera, es una realidad. Ya lo hemos hecho. Debemos tomar conciencia de nuestra fuerza. El Estado es consciente. Y lo teme. Volvamos a hacerlo”.
Un día después anunciaba que acudiría a declarar a Cerdeña “con los deberes hechos”, y después de haber presentado su candidatura para ser votado en las elecciones a la asamblea del Consell per la República, la entidad privada a través de la que actúa internacionalmente aunque nunca ha acabado de arrancar. El proceso de selección se celebrará, tras varios retrasos, los tres últimos días de octubre y en este momento se están presentando las candidaturas. Este es sin duda un buen momento para volver a aparecer en las portadas de los diarios y dar entrevistas. “¡Queda un pequeño empujón para llegar a los primeros 100.000 inscritos!”, animaba a los suyos a sumarse a la entidad.
Pero además, la nueva victoria en terreno europeo de Puigdemont coincide con un periodo en el que su partido había ido quedándose desplazado de los acontecimientos, en medio de una negociación con el Gobierno que lidera ERC con entusiasmo y de la que ellos no participan pero, también, abrazados a una posición pragmática desde el Govern.
La “confrontación” y las llamadas a “derrotar al Estado” de su líder en Bruselas no han sido un obstáculo para que, en Madrid, el vicepresident, Jordi Puigneró, llegase a un acuerdo en agosto con el Ministerio de Transportes para la ampliación del aeropuerto de El Prat. O para que Junts y el PSC votasen juntos algunas resoluciones en el último pleno. Junts incluso se resiste a borrarse de la negociación para los Presupuestos Generales del Estado porque no quieren dejarle el protagonismo enteramente a ERC ni, mucho menos, a un PDeCAT aún vivo en el Congreso y al que aspiran a dejar sin terreno.
“Hay que volver a perfilar ideológicamente el partido y el espacio político”, resumía una fuente de Junts la semana pasada para explicar una apuesta más escorada hacia las posturas liberales. Con ellas quieren volver a seducir a un electorado “de orden”, preocupado por las cuestiones económicas, crítico con el Estado pero de postulados nacionalistas moderados y al que no le gustan nada los acuerdos ni con la CUP ni con los Comuns. Uno de los elementos más icónicos del giro que ha dado el partido en los últimos meses fue el enfado con los anticapitalistas por haber registrado una resolución para convocar un nuevo referéndum, que en el partido consideraban que ponía en riesgo penal a la presidenta de la Cámara, Laura Borràs. Algo impensable en cualquier periodo anterior.
A eso se suma cierta crisis de liderazgos en Junts. El vicepresident, cabeza del partido dentro del Ejecutivo, ha estado eclipsado por Aragonès, quien ocupa la presidencia por primera vez para ERC y se ha empañado en dar muestras de cambio de tercio. Tampoco la presidenta del Parlament tiene una visibilidad exagerada desde una institución que no aspira a tener ni mucho menos el protagonismo político y judicial que tuvo en la legislatura pasada. El hombre con más peso en el aparato del partido, Jordi Sànchez, tampoco no ocupa ni quiere ocupar un liderazgo político.
El reparto de papeles interno, unido al obligado paso atrás por los resultados electorales, ha acabado aguando el esperado recambio generacional tras Puigdemont.
Es en este contexto cuando la política catalana –y en parte la española– ha vuelto a estar centrada en las andanzas del eurodiputado y su equipo más próximo. Puigdemont y los suyos continúan convencidos de que el procés no puede tener continuidad solo en lo que haga el Govern, que debe centrarse en la gestión del día a día, ni mucho menos en una mesa de diálogo en la que ven a la parte independentista con las manos atadas. La tesis que el eurodiputado defiende, por ejemplo en el documento 'Preparem-nos' del año pasado, es que la acción internacional desde el punto de vista jurídico puede deslegitimar al Estado fuera de sus fronteras, lo que acabaría haciendo posible doblarle el brazo desde la confrontación y movilización masiva en Catalunya.
Por eso, según su razonamiento, sus victorias judiciales son vitales no solo para sí mismo o para su partido, sino para el conjunto del movimiento independentista. Pero, más allá de las estrategias a largo plazo, la primera consecuencia del episodio de Puigdemont en Cerdeña ocurrió en el campo local. El pasado viernes el Parlament aprobó una resolución en la que denunciaba la “persecución política sistemática” contra Puigdemont. Entre otros puntos, el pleno reconocía “la tarea del president Puigdemont al frente del Consell per la República, legitimando la institución”. Era la primera vez que la Cámara aprobaba un texto así. Una primera victoria que el expresident se apuntaba no en terreno internacional sino en el mucho más prosaico escenario de competición interna por la hegemonía independentista.