La portada de mañana
Acceder
Sánchez rearma la mayoría de Gobierno el día que Feijóo pide una moción de censura
Miguel esprinta para reabrir su inmobiliaria en Catarroja, Nacho cierra su panadería
Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Pol Pareja

27 de febrero de 2021 21:41 h

0

Martí (22 años) solo conoce a unos amigos de su edad que se hayan podido independizar: ocuparon un piso. Todos los trabajos que ha tenido Joan (19 años) han sido sin contrato. Laura (18 años) teme acabar viviendo una guerra o no tener pensión de jubilación. Sandra (19 años) no trabaja desde los preparativos del Mobile World Congress hace un año. Marc (21 años) ha asumido que para tener un empleo de ingeniero tendrá que irse a Alemania. Son todos miembros de la llamada generación Z, nacidos después de 1996, y todos tienen una cosa en común: hablan de un pesimismo –algunos prefieren llamarle resignación– que impregna a buena parte de su generación.

“La incertidumbre en el futuro y la asunción de una inestabilidad permanente forman parte de todo mi círculo de amigos”, explica Laura Xiu, nacida en 2002 y vecina de Caldes de Montbui (Barcelona). “Tendemos a ser pesimistas”.

Han crecido en un entorno digital. Algunos de sus padres ya nacieron en democracia. Se les ha preparado y protegido y ahora piden turno en una sociedad en la que no hay oportunidades después de dos profundas crisis en apenas una década. Según una encuesta reciente, los miembros de la generación Z o centennials son los que han sufrido un mayor impacto en su salud emocional por la pandemia: más del 78% se siente desanimado o pesimista frente al 64% de la media nacional.

En una etapa en la que lo último que quieres es estar en el domicilio con tus padres, muchos destacan lo duro que está siendo para ellos haberse quedado sin sus principales espacios de socialización. Algunas amistades se han enfriado, también muchas relaciones afectivas. Sus procesos educativos se interrumpieron o se maquillaron con clases online. Otros perdieron un empleo que ya era precario antes de la llegada del virus.

“Muchas amistades no se han reconstruido tras el confinamiento”, señala Joan Pradell, 19 años, estudiante de un grado superior de escultura y residente en Vilassar de Mar (Barcelona). Pradell estaba empezando el pasado marzo una relación que se interrumpió con el estado de alarma. “Yo me he alejado de todo el mundo”, admite.

El carrusel de datos que ilustran las condiciones de esta generación habla por sí solo. La tasa de paro de los jóvenes de entre 15 y 24 años es del 41% –la más alta de toda la UE– frente a la media del 14% de la OCDE. Se calcula que 244.000 jóvenes de esta edad han perdido el empleo por la pandemia, la franja más afectada de toda la sociedad. Nueve de cada diez de sus contratos ya eran temporales antes del coronavirus. El 95% de ellos vive con sus padres y no sabe cuándo se podrá independizar.

“La uberización de la economía ha llevado a la consolidación de trabajos precarios, parciales, marginales y temporales para esta generación”, analiza Carles Feixa, catedrático en antropología social de la Universitat Pompeu Fabra y antiguo asesor de políticas de juventud en la ONU. “No es tanto una falta de futuro sino directamente la falta de presente”.

En el horizonte, además, acechan el cambio climático y la robotización. Hasta tres de las entrevistadas para este reportaje señalan el miedo a que las máquinas les quiten el trabajo en un futuro no muy lejano. “Habrá que estudiar para lograr un trabajo porque se está mecanizando todo”, apunta Vanessa Medina, 16 años, vecina del distrito de Nou Barris de Barcelona y estudiante de cuarto de ESO.

La misma encuesta citada anteriormente revela que los centennials son la generación con más preocupaciones sociales. De todos los encuestados, eran los más preocupados por el cambio climático, por reducir las desigualdades sociales y por lograr la igualdad de género.

Unas perspectivas a la baja

Martí Odriozola (Barcelona, 1998) se considera una excepción en su círculo. Este licenciado en periodismo, que está acabando ahora una segunda carrera en Ciencias Políticas, está a las puertas de conseguir un contrato indefinido. “Creo que he tenido un golpe de suerte”, admite.

De repente, se ve con 22 años y pronto tendrá capacidad para irse de casa. Es todo tan repentino, inusual e inesperado que no sabe ni cuándo ni dónde se irá. “De golpe parece que tendré una estabilidad con la que no contaba”, señala. “Yo soy un privilegiado pero en mi entorno hay un punto de resignación, de que todo va a costar mucho”, remacha.

La misma resignación con la que Marc Obermaier (La Garriga, Barcelona, 2000) tiene asumido que se irá del país cuando acabe su carrera de Ingeniería Industrial. Su madre es médica; su padre, gerente de una empresa. Él tiene claro que aquí no tendrá opciones. “Preferiría quedarme en Catalunya”, apunta en conversación telefónica. “Aquí lo tengo todo: mis amigos, mi gente… lo único que no tengo son oportunidades”.

Sobrevuela encima de la mayoría de estos jóvenes una máxima que parece inapelable: vivirán peor que sus padres. Todo será más difícil, peor pagado y menos sólido. Todo requerirá un esfuerzo aún mayor, especialmente tras la pandemia. Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT) la crisis del coronavirus “creará más obstáculos” para los jóvenes en el mercado de trabajo. “La falta de puestos vacantes conducirá a unas transiciones más largas de la escuela al trabajo”, señala la entidad en un reciente informe.

Vanessa, la chica de Nou Barris, es una de las principales excepciones entre los consultados. Hija de una cocinera de un hotel, vive en un humilde piso del barrio de Vilapiscina con su madre, su abuela y su hermana. Sueña con ir a la universidad y ella sí cree que vivirá mejor que sus antecesores. “Tanto yo como mis amigas pensamos en el futuro de una manera positiva”, explica desde su domicilio. “Creemos que podremos estudiar y tendremos muchas más oportunidades”.

Pradell, el estudiante de Vilassar de Mar, reconoce la desazón en su entorno pero también se niega a pensar que vivirá peor que sus padres (su madre es administrativa y su padre tiene una enfermedad que le impide trabajar). “O te buscas las cosas en la vida o te comerás una mierda”, señala durante la entrevista. “Aspiro a tener una casa, comida, vacaciones y un poco de tiempo libre, tampoco quiero un Lamborghini”. Cree que hasta los 30 no podrá vivir solo. Muchos se fijan esa edad como la entrada a la “vida adulta”.

La brecha con las instituciones

Buena parte de los entrevistados se han sentido estigmatizados durante la pandemia. Creen que se les ha culpado de unas actividades incívicas que al fin y al cabo no solo han cometido ellos. “Ha habido momentos en que parecía que si subían los casos era por nuestra culpa”, señala Sandra Torres (Barcelona, 2003), sin estudios y sin trabajo desde hace un año.

Feixa, el antropólogo, pone el ejemplo de la rave de fin de año de Llinars del Vallès. “Fue un escándalo absoluto cuando el problema real de esos días eran los adultos reuniéndose con la familia para comer en sitios cerrados o desplazándose a su segunda residencia”, señala. “En algunos momentos de la pandemia a los jóvenes se les ha menospreciado, discriminado y criminalizado”.

Otro comentario recurrente destaca las consecuencias que tienen para ellos algunas restricciones. Cunde la sensación de que la política es una cosa hecha por gente mayor para gente mayor en la que no se piensa en ellos. Explican que para un adulto tener que estar a las 22h en su domicilio puede ser incómodo, pero para un joven de 20 y pocos años supone no tener vida social. Martí Odriozola, el licenciado en periodismo, lo expone así: “Antes del toque de queda como mínimo podía cenar con alguien”, señala. “Ahora trabajo durante todo el día y al acabar me voy a mi casa con mis padres”.

La estigmatización y la adopción de medidas que les perjudican a ellos más que a nadie genera cierta brecha con las instituciones, aunque también con los medios. Algunas, como Júlia Calvó (Granollers, 17 años) señalan que se fían más de lo que ven en Instagram que de lo que publican los medios tradicionales. Laura Xiu, la joven de Caldes de Montbui, discrepa y reivindica el papel de los periodistas. “Mis amigos me dicen que los medios están contaminados, pero yo no lo creo”, asegura esta estudiante, que se está preparando para entrar a la Escuela Superior de Música de Catalunya. “Me fío más de los que se han preparado para trabajar de esto”.

Lo que sí es un clamor es la petición de tener voz. Todos ven a los medios tradicionales como un sitio de mayores, al que se les invita de vez en cuando prácticamente como un animal exótico. “A veces se lleva a un joven solo porque es joven, no porque creen que puede saber cosas”, opina Odriozola, que trabaja de periodista. “La sensación es que no nos dejan espacio, ni oportunidades. Siempre son las mismas caras”. El principal contenido que consume Pradell, de Vilassar de Mar, son streamers en la red social Twitch: unas 7 horas a la semana. “La tele es algo que escucho de rebote cuando la ven mis padres”, apunta.

Algunos admiten sentirse engañados por los representantes públicos después de haberse pasado la adolescencia yendo a manifestaciones independentistas que les prometían un futuro mejor. “Nos han prometido mucho y no ha ocurrido nada”, señala Xiu, la chica de Caldes de Montbui. Obermaier, de La Garriga, no comulga con el independentismo pero coincide en que ha sido uno de los caldos de cultivo de la desafección actual. “Se han manifestado pacíficamente durante años y no los han escuchado”, analiza. “Ahora piensan que con violencia y agresividad les harán más caso”.

El debate sobre la violencia

Los disturbios en Barcelona y otras ciudades durante la semana pasada han sido objeto de acalorados debates entre muchos de estos chavales. Hay algunos que han participado o que los defienden sin haber ido. Otros comparten el fondo pero no las formas y se largaban cuando empezaba el lío. También hay jóvenes que condenan sin ambages lo ocurrido y se desmarcan de las protestas.

“La gente tiene derecho a expresarse y manifestarse pero no me ha gustado la manera en la que lo han hecho”, expone Vanessa Medina, la estudiante de cuarto de ESO. “¿Qué significa entrar a saquear una tienda? ¡Nos estamos robando entre nosotros!”. Calvó, de Granollers, también se desmarca: “A mí y a mis amigas nos parece fatal, lo del Pablo Hasél es una excusa para liarla”.

Sandra Torres ha ido a algunas de las manifestaciones, aunque explica que se quedaba siempre apartada de los disturbios. No le han gustado algunas imágenes de los saqueos, pero cree que los contenedores quemados sí han servido de algo. “Tal vez no estaría ahora mismo hablando contigo por teléfono”, señala. “Personalmente no me gusta el follón y no lo veía claro”, explica Pradell, que no ha ido a las concentraciones. “Pero después analizas cómo están las cosas y piensas que es lo correcto: estamos hasta las narices, nuestra generación lo ve cada vez todo más negro y las cosas no mejoran”.

La violencia dejó de ser un tabú en las manifestaciones tras la sentencia del procés de 2019 –también lideradas por esta generación– y no son pocos los que la han asimilado como un modo útil para que se visibilice su ira. “Tanto la sentencia del procés como Pablo Hasél son chispas que sirven para oponerse al sistema y demostrar el enfado de una generación”, apunta Odriozola, que señala que los disturbios han logrado situar en el centro del debate asuntos como el modelo de orden público de los Mossos y el uso de las balas de 'foam'. “Como jóvenes somos el blanco más fácil y no tenemos voz mediática”, remacha. “Hacer ruido es lo que nos queda”.

Laura Xiu no lo comparte y apuesta por vías de protesta más pacíficas. Pero a la vez se muestra comprensiva con la rabia de mucha gente de su edad. “Es muy fácil decir esto desde mi posición, que tengo comida y una casa espaciosa”, analiza. “Pero hay jóvenes que lo están pasando mucho peor”.

Un año sin apenas contacto social

Marc Obermaier pasó casi todo el confinamiento encerrado en su habitación. Estudiaba, hacía ejercicio, se conectaba a las clases online… Y se sentía solo. “Te conectas a una clase y ves 50 pantallitas de personas que se deben estar sintiendo igual de solas que tú”, explica sobre las lecciones telemáticas de su carrera de Ingeniería Industrial.

Sin colegio durante meses, sin universidad, sin discotecas, sin bares, sin fiestas… la falta de espacios de socialización escuece cuando estás en una edad de descubrir, conocer gente nueva y experimentar. “Un confinamiento es exactamente lo contrario a lo que es la vida de un adolescente”, explica Maria Àngels Alié, madre de Laura Xiu y directora de un instituto, que se suma a la conversación durante la entrevista a su hija. “Algunos hasta han empezado a valorar lo que es ir al colegio a diario”.

“Hay jóvenes a los que el confinamiento les ha cerrado emocionalmente y han cogido distancia, rabia, irritabilidad…”, analiza Jordi Bernabéu, psicólogo que ha trabajado durante años con adolescentes. “Lo que se ha limitado este año son sobre todo espacios de socialización esencialmente jóvenes y esenciales para el desarrollo de su identidad y sus relaciones”.

Sandra, de Barcelona, echó de menos sobre todo tener hermanos. “Sin poder ver a los amigos y todo el día con mis padres en casa, que estaban de ERTE, llegaron algunos momentos en que me hubiese gustado desaparecer de la faz de la tierra. Me pasaba todo el día con el móvil”. Algunos reforzaron sus vínculos con sus padres y otros vivieron momentos de tensión. Vanessa, por ejemplo, explica que se lo pasaba en grande bailando bachata con su madre frente al televisor.

Buena parte de los entrevistados también desmiente el cliché de que esta generación prefiere las relaciones telemáticas a las personales. “No hay nada como quedar con los amigos, esto no lo podrá superar nunca ninguna pantalla”, señala Pradell. “Es obvio que nos relacionamos online, pero esto no significa que sea nuestra preferencia”.

¿Dónde se ve esta generación en diez años? La resignación mostrada durante la mayoría de entrevistas desaparece cuando toca hacer cábalas sobre el futuro. Laura Xiu aspira a ganar un millón de euros haciendo música –“Somos hijos del capitalismo”, se justifica–, Martí Odriozola se ve trabajando en Catalunya Ràdio. A Júlia Calvó le gustaría tener un empleo de nutricionista, un coche y una familia. Vanessa Medina se ve viviendo en EEUU con su madre, su abuela y su hermana y trabajando en una empresa. Marc Obermaier se proyecta ejerciendo de ingeniero en Alemania. Joan Pradell aspira a estar empezando su proyecto escultórico y Sandra Torres se ve trabajando de profesora y viviendo en comunidad.

“Lo que más nos molesta es que se nos infravalore, que nos traten como una generación a la que se nos ha dado todo y que no luchamos por lo que queremos”, concluye Laura Xiu desde el salón de su casa, decorado con dibujos, fotografías familiares y cintas de VHS que tal vez no ha reproducido nunca. “A veces parece que tengan miedo de dejar el futuro en nuestras manos”.