“He sido una paranoica toda la pandemia, no salí ni siquiera el verano pasado por miedo a contagiar a mis padres”, explica al otro lado del teléfono, confinada, Mercè Pampin, una joven de 24 años de Barcelona. Hace 10 días acudió a tomar unas copas en un piso del barrio del Clot. “Tampoco fue una cosa masiva, debíamos ser unas 10 personas”. De las cuatro amigas que la acompañaron, tres de ellas también tienen la COVID–19.
La historia de Pampin se repite con ligeras diferencias en una docena de jóvenes entrevistados. Casi todas tienen un denominador común: la sensación de que la pandemia ya era cosa del pasado, de que el ritmo de vacunaciones inclinaba la balanza inexorablemente hacia la vuelta a la normalidad. También cunde el sentimiento de que se les ha expuesto al virus de manera imprudente en festivales y locales donde les habían asegurado que estaban a salvo.
La quinta ola ha pillado con la guardia bajada a los jóvenes del país. La seguridad que les daba tener a los padres vacunados, los mensajes triunfalistas por parte de las autoridades y la reapertura del ocio nocturno han creado un cóctel que ha disparado como nunca la incidencia en este colectivo, con más de 1.200 casos por cada 100.000 habitantes entre los menores de entre 20 y 29 años. En Catalunya, la incidencia en esta franja de edad supera los 2.160 casos.
“Es difícil encontrar una sola causa al desastre actual”, señala Salvador Macip, doctor en Genética Molecular y Fisiología Humana e investigador en la Universidad de Leicester (Reino Unido) y de la UOC. Este médico señala la falta de previsión ante lo que ocurría en Reino Unido con la variante delta, una reapertura demasiado temprana y la falsa sensación de seguridad que brindaba el buen ritmo de vacunación y la retirada de las mascarillas.
“Fue hacer la selectividad y pensar que venía lo bueno”, señala Joan –prefiere que no se publique su apellido–, vecino de Arenys de Mar (Barcelona) y de 17 años. “Se acababa el colegio y la pandemia en el mismo momento”. Él fue uno de los que se contagió en un viaje a Menorca a mediados de junio. Ahora, tras haber estado “muy jodido” con fiebre alta y aislado en su habitación, admite que mira con otros ojos el riesgo que supone el coronavirus. “Puede parecer un tópico pero me ha cambiado el punto de vista”, asegura.
Igual fue un encuentro informal para tomar unas copas en un piso, o una cena o un partido de la Eurocopa. Tal vez una noche de fiesta en la que les aseguraban que estaban a salvo o un festival con protocolos aprobados por las autoridades sanitarias. Casi nadie es capaz de precisar dónde se contagió exactamente –solo tienen sospechas–, pero buena parte de los entrevistados recuerdan que todos los escenarios y planes en los que han participado este último mes eran totalmente legales.
“Se nos pinta como unos irresponsables cuando no hemos hecho nada que esté prohibido”, señalaba el lunes Pau, 23 años, positivo tras haber acudido al festival Canet Rock en Canet de Mar (Barcelona), donde se agolparon 25.000 personas que habían pasado un test de antígenos. “Ahí no había distancia ni mascarillas ni nada, podías ir a la barra y pedir sin mascarilla”.
“Igual podríamos haber sido más responsables, pero los garitos también”, explicaba Marta Pastrano, madrileña de 18 años, estudiante de periodismo y contagiada en un viaje a Almería. “He estado en muchos sitios en los que ni siquiera los camareros llevaban mascarilla”.
Pastrano admitía que le “joroba” haber contraído el virus tras haber sido cuidadosa durante toda la pandemia. “Acabé el colegio y no tuve graduación ni viaje, he estado en mi casa todo el invierno siendo prudente y no he salido de fiesta”, explicaba por teléfono durante su cuarentena. La vacunación de sus padres y abuelos le hizo bajar la guardia, salió con sus amigas y acabó contrayendo la COVID-19 sin saber exactamente dónde. “Es un misterio de la vida”, finalizaba.
Lucía Canitrot, 27 años, responde al teléfono confinada desde Vigo. Explica que durante este año y medio de pandemia apenas conocía a nadie que se hubiese contagiado. “No he tenido mucho cuidado hasta ahora”, admite. “Incluso me sorprendía que nadie de nuestro grupo lo hubiera pillado antes”. Ahora son más de 20 sus amigos confinados, 11 de ellos han dado positivo y tampoco sabe exactamente dónde se contagió.
La polémica de los festivales en Catalunya
Con el ocio nocturno clausurado y apenas a 72 horas de que en Catalunya se anunciaran nuevas restricciones, más de 10.000 personas bailaban el sábado a altas horas de la madrugada en el Fòrum de Barcelona en el Festival Cruïlla. No era ninguna anomalía: en los últimas dos semanas, con los casos disparados, se han celebrado en Catalunya tres grandes festivales en los que no ha habido distancia de seguridad entre los asistentes. Entre los tres eventos suman casi 100.000 asistentes.
Los tres certámenes –Vida, Canet Rock y Cruïlla– se han presentado como “estudios observacionales” o “pruebas piloto”, según sus organizadores, que contaban con un protocolo pactado tanto con el Departament de Salut como con el de Interior de la Generalitat. Para entrar era obligatorio pasar un test de antígenos y llevar una mascarilla. El primer requisito se cumplió. El segundo no, sobre todo en el Canet Rock y en el Vida, según varios de sus asistentes entrevistados.
“Estaba pinchando con la mascarilla y me sentía ridículo, era el único de todo el festival que la llevaba”, explica un DJ que actuó en el festival Vida el viernes 2 de julio y el martes siguiente dio positivo por COVID–19. “Conozco al menos a 15 personas que están igual”, señala.
El origen de estos festivales fueron las exitosas pruebas que se hicieron en Barcelona en diciembre de 2020 en la sala Apolo, con 500 asistentes, y en abril de 2021 en el Palau Sant Jordi, con 5.000 personas. Diversos de los asistentes consultados, sin embargo, dicen que los festivales no han tenido nada que ver con esos experimentos: las mascarillas brillaban por su ausencia y hubo escenas de caos durante los cribados.
“La mayoría de la gente no llevaba la mascarilla, ni siquiera en las colas para hacerte el test”, explica Carolina Iglesias, 41 años, que acudió a la primera noche del festival Vida. Ese día falló el sistema informático y algunos de los asistentes tuvieron que esperar más de tres horas para hacerse la prueba.
A pesar de que hace ya 10 días desde su celebración, el Departament de Salut no ha querido responder si ha identificado algún brote en el festival Vida o en el Canet Rock (el Cruïlla hace muy pocos días que se celebró). “Los resultados los comunicaremos cuando se haya realizado el análisis por parte de la Agencia de Salud Pública”, responden desde el Departamento.
“Lo de los festivales ha sido absurdo”, opina el investigador Macip. “Estaban basados en experimentos de hace meses con la variante Alpha, no con la actual. Parece que nadie haya entendido que la pandemia cambia cada mes”. Según este investigador, fue una “locura” hacer estos festivales fiándolo todo a un test de antígenos en la entrada. “Sabemos que estas pruebas fallan, no se pueden utilizar como un pasaporte para pegarse una fiesta”, remacha.
Un dato sobre el número de positivos detectados antes de entrar al Canet Rock puede resultar indicativo de las circunstancias en las que celebró: de 22.000 asistentes, se encontraron 152 positivos. Para los epidemiólogos, cuando hay 150 positivos por 100.000 habitantes ya se considera un “riesgo alto” de contagio.
“Esta tasa de contagios coincidía mucho con la de los jóvenes de Catalunya en el momento de celebrarse el festival”, se defienden desde el Canet Rock, antes de explicar que cuando se empezó a diseñar el certamen con las autoridades los números de contagios iban a la baja. A pocos días de su inicio, la incidencia subía exponencialmente pero no recibieron “ninguna advertencia ni ninguna insinuación” del Govern para cancelar el evento.
El conseller de Salut, Josep Maria Argimon, admitió el lunes que las fechas en las que se produjeron estos festivales no fueron “epidemiológicamente las mejores” y señaló que “no le gustó” ver imágenes de jóvenes apelotonados sin mascarilla. La consellera de Cultura, Natàlia Garriga, defendió la celebración de estos eventos aunque admitió que en su celebración se podía apreciar “cierta incoherencia”.
Una reculada en tres semanas
“Las mascarillas dejan paso a las sonrisas”. Con este mensaje triunfalista anunciaba el pasado 23 de junio la ministra de Sanidad, Carolina Darias, la retirada de la mascarilla obligatoria para ir por la calle. A algunos les recuerda al “hemos vencido al virus” pronunciado por el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante la misma época del año pasado.
Apenas tres semanas después, la Comunidad Valenciana ha decretado el toque de queda en 32 municipios, Canarias también lo ha solicitado y el Govern catalán, que anunció el lunes que restringe las reuniones a 10 personas y adelanta el cierre de las actividades no esenciales a las 0.30 h, también se lo plantea. La semana anterior se decretó el cierre del ocio nocturno para atajar una subida de los casos que sigue descontrolada.
“Parece que para reabrir en España manda el calendario y no las cifras”, opina Macip. “El principal error fue no mirar lo que estaba pasando en Reino Unido con la variante Delta”. Según este médico, con una situación similar en febrero no se habría abierto ni el ocio nocturno ni el turismo.
Mientras las restricciones vuelven a extenderse por todo el país, a Mercè Pampin se le hacen largos los días confinada en su domicilio de Barcelona, donde permanece encerrada desde hace una semana. Asegura que siente rabia por haber bajado la guardia tras un año y medio cumpliendo con lo que se le pedía. Se siente culpable, pero también cree que no es la única responsable. “Parecía que la pandemia estaba superada y nos hemos dado una buena hostia”, concluía el lunes con una voz nasal por culpa de los mocos.