“No recuerdo casi nada del día del juicio porque estaba muy medicada”. María (nombre ficticio) empieza así a responder al cuestionario que elDiario.es le ha enviado a la prisión de mujeres de Wad-Ras de Barcelona. Es una persona con discapacidad intelectual privada de libertad, a la espera de que el Supremo confirme o no su sentencia, tras un paso por la Justicia penal que evidencia las trabas del sistema para este colectivo.
La falta de medios para facilitar la mera comprensión de un procedimiento o de sus derechos lleva a las personas con discapacidad intelectual detenidas a depender de la empatía y la buena voluntad de abogados y jueces. Ambas se dan en algunos casos, pero en otros no, incluso en un mismo procedimiento. Así le ocurrió a María.
Tras ser detenida nada más aterrizar en El Prat de Llobregat, María sí pudo comprender de qué se le acusaba. “Gracias a mi abogada y a la primera jueza, que se portó muy bien y fue amable porque sabía de mi enfermedad”, explica la mujer. Pero un año después, tras permanecer este tiempo en prisión preventiva, todo cambió durante el juicio en la Audiencia de Barcelona.
“Me medicaron mucho antes de ir para que no pasara nada. Me dijeron que era por si me ponía violenta. Me costaba seguir el juicio. Estaba casi en blanco y ahora no recuerdo casi nada”, recuerda María, que denuncia que los médicos de la cárcel “no escuchan bien” y le han cambiado varias veces de medicación sin comunicárselo de forma adecuada. “No sé qué es lo que tomo. Nunca me explican, aunque me dieron un informe antes del juicio pero no entendimos nada”, escribe desde Wad-Ras.
La interna, al no tener todavía condena firme por estar pendiente su recurso ante el Supremo, permanece en el módulo de enfermería y con el protocolo antisuicidios activado. Pero, en caso de confirmarse su pena, podría ser trasladada con las presas comunes. “Me siento mal y muy sola aquí. Toda mi familia, que cuidaba de mí, está fuera”, lamenta María.
“La primera vez que hablé con ella ya vi que algo no iba bien, y procuré explicarlo a la jueza de guardia, que sí lo entendió”, recuerda la letrada Helena Aixelà, que ha asistido por el turno de oficio (percibiendo una retribución mínima) a María durante todo el proceso.
El testimonio de María constata las trabas con las que se encuentran los detenidos o imputados con discapacidad intelectual cuando cruzan una comisaría, un juzgado o las puertas del centro penitenciario. El primer obstáculo suele ser entender lo que les están diciendo el juez, el fiscal o su abogado. Si la jerga jurídica ya es compleja para un ciudadano cualquiera, para las personas con discapacidad intelectual el lenguaje del juzgado puede llegar a convertirse en una barrera.
María fue condenada (su caso se encuentra pendiente de recurso ante el Tribunal Supremo) con la atenuante simple de alteración psíquica, en base al dictamen de los psiquiatras de la cárcel. Su documentación de su país de origen le reconoce una discapacidad intelectual del 74%.
La clienta de Aixelà no pudo pagar informes psiquiátricos propios de cara al juicio porque carecía de recursos económicos. La abogada advierte de la desigualdad de clase que, muchas veces, acompaña la discapacidad: “Solo suele resultar castigado el eslabón más débil del grupo delictivo, que además reciben una pena agravada que no merecen”.
“Es necesario dotar de mayor preparación a los operadores jurídicos a la hora de tratar a las personas con discapacidad intelectual”, pide Aixelà. La letrada, sin embargo, advierte de una premisa necesaria antes de cualquier medida: “Tiene que haber más empatía hacia estas personas por parte de todos los intervinientes en el proceso penal, del abogado al forense”.
Más preocupación en jueces, fiscales y abogados
El caso de María no es una excepción. El pasado mes de octubre, Naciones Unidas dictaminó que España vulneró los derechos de un acusado con una discapacidad intelectual del 73% por no haber adaptado su juicio. La Audiencia Provincial de Toledo condenó en 2015 a Esteban a 25 años de prisión por homicidio y robo en una vivienda. A pesar de acreditar su grado de discapacidad intelectual, esta no se tuvo en cuenta ni en sus declaraciones ni durante el juicio. El magistrado que presidió la vista le llegó a decir que no se hiciera “el tonto” porque no le iba a servir de nada.
Invisibles durante años para medios de comunicación y operadores jurídicos, el auge de los detenidos con enfermedades y discapacidad intelectual ha provocado que jueces, fiscales y abogados empiecen a preocuparse y ocuparse de esta realidad. El pasado mes de octubre, durante una jornada organizada por el Colegio de la Abogacía de Barcelona (ICAB), el decano de los letrados barceloneses, Jesús Sánchez, se comprometió a estudiar la implantación un turno de oficio dedicado a la asistencia de detenidos con discapacidad.
Para el abogado Miguel Capuz, todo se reduce a una cuestión de voluntad política para invertir más recursos, por ejemplo a través de la figura de los facilitadores que ayuden a comprender lo que ocurre dentro de la sala a los acusados con discapacidad. El letrado insiste además en el “olvido normativo” que presentan las leyes penales: “En 2023 el legislador introdujo la figura del discapacitado perjudicado, pero se olvidó del encausado, cuando el proceso penal es una cosa muy seria”.
En primer Foro Nacional Derechos de las Personas con Discapacidad organizado por el ICAB participaron el magistrado del Tribunal Supremo Javier Hernández y el fiscal especialista Fernando Santos, que admitieron sin medias tintas la mala situación en la que se encuentran las personas con discapacidad, sobre todo intelectual, cuando se cruzan con la Justicia penal.
“La discapacidad intelectual es un factor de marginalización tremendo que nos compele a todos los operadores y nos obliga a un cambio total de forma de trabajo”, advirtió el magistrado Hernández, quien destacó que, en muchas ocasiones, el lenguaje ya se convierte “en una barrera” para las personas con discapacidad intelectual, quienes además presentan mayor probabilidad de sugestión y de conductas adaptativas. Esto es, el “hazme caso a mí”, en palabras del juez, y no comprobar que se ha entendido lo que se ha dicho.
La actual inercia de los procesos penales hace que, salvo mirada atenta (e inusual) de un operador jurídico, la persona con discapacidad intelectual “quede desprovista y marginalizada del proceso penal y del ejercicio de sus propios derechos”, lamentó el magistrado. “Estamos unidos en la profunda melancolía, pero queremos trabajar por un escenario nuevo con las escasas herramientas de las que disponemos, hay que activarlas”, apostilló Hernández.
Santos puso como ejemplo la situación del centro penitenciario de su provincia, Córdoba, donde el 18% de la población reclusa tiene una discapacidad psíquica. “El denominador común sigue siendo la omisión: omisión del legislador que no legisla, de la administración que no administra y del movimiento de la discapacidad que no la reivindica”, lamentó, para criticar la “falta conocimiento y de sensibilidad en los operadores jurídicos”, en un ejercicio de autocrítica poco habitual en instancias judiciales y fiscales.