Dos veces víctimas en un asentamiento de Barcelona

No era la primera vez que les amenazaban de muerte o de pegarle fuego a la nave, su casa. Llevaban más de medio año pagando un alquiler de 40 euros al mes a una familia supuesta propietaria de la fábrica abandonada, en el distrito de Sant Martí de Barcelona. Y lo hacían bajo coacciones brutales. ¿Pero qué hacer? ¿Cómo reaccionar? Tras años encadenando infraviviendas en asentamientos de la zona, Lamin y Ndiao solo querían un poco de estabilidad. Lo mismo que Mamadou, Diallo o Dudu, que habían llegado a España hacía apenas unos meses después de completar un duro vía crucis desde su Senegal natal.

La espiral de exclusión les llevó a aceptar aquel pacto de subsistencia, que acabó derivando en una trampa perpetrada por una familia sin escrúpulos que, tras meses de agresiones y coacciones, incendió el inmueble con las catorce personas que vivían dentro. Algunas de ellas salieron con vida de milagro, cuentan. La noticia se conoció la semana pasada, días después del grave incidente, a raíz de la detención del autor por parte de los Mossos d'Esquadra.

Pero poco se habló de qué había llevado a este grupo, senegaleses y gambianos principalmente, a acabar en semejante situación de vulnerabilidad y desatención. Cinco de ellos -Lamin, Ndiao, Mamadou, Diallo y Dudu- lo cuentan en una conversación con Catalunya Plural cerca del hostal que les ha facilitado el Ayuntamiento de Barcelona durante dos meses.

“El pacto era que pagábamos 40 euros al mes, 50 si era el mes de entrada”, explica Ndiao, que llegó a la nave de la calle Via Trajana hará medio año. Ya vivían allí amigos suyos y él aceptó el trato. “No sabíamos si la familia era propietaria –no lo eran–, un día vinieron con unos papeles, pero vete tú a saber. Pagábamos porque no nos quedaba otra”, apunta Ndiao.

Como la mayoría de los habitantes de los 52 asentamientos existentes en Barcelona -la mayor parte en el distrito de Sant Martí-, Ndiao, Lamin, Mamadou, Diallo y Dudu viven de la chatarra. De empujar su carro de sol a sol rebuscando entre escombros y basuras alguna chapa que tenga un mínimo valor. Con el único objetivo de llevarse algo a la boca y, a poder ser, a la de los familiares que dejaron en su país. Desde este punto de vista hay que valorar lo que para ellos significan 40 euros, una cantidad a la que muchas veces les costaba llegar.

Aquel mediodía, 16 de diciembre, todos habían pagado religiosamente su cuota, pero el hijo de la familia en cuestión –luego detenido por la policía– la había tomado con uno de los inquilinos, al que acusaba de deber 10 euros. Como tantas otras veces, les amenazó con matarles y quemar la nave.

“A veces se quejaba sin razón, ya les habíamos pagado, pero primero venía el padre y luego el hijo, y no se aclaraban”, recuerda Lamin. Incluso algunas veces, añade Mamadou, en un arrebato de rabia los supuestos propietarios les robaban material o ropa para castigar sus –otra vez supuestos– impagos. “A un compañero una vez le abrieron la cabeza, a otro le rompieron una pierna; todos acabaron marchándose al cabo de poco”, cuenta Ndiao. “Yo también me iba a veces a dormir a albergues para no tener problemas cuando la situación era peligrosa”, explica.

Y aquel 16 de diciembre la amenaza se cumplió. Al cabo de unas horas volvió toda la familia. Prendieron fuego a la nave a pleno sol y se fueron. “Algunos nos estábamos duchando y tuvimos que salir corriendo por una ventana y subir al hasta el tejado”, relata Mamadou, que con sus compañeros trepó por los tejados huyendo de las llamas. “Nos salvamos de milagro”, concluye, gracias también a que vecinos y trabajadores de empresas cercanas llamaron a emergencias. No hubo heridos, tan solo un tobillo torcido o una mano lastimada.

Lo más duro para ellos, claro, fue perder su techo y todo lo que guardaban en él. “Yo estaba fuera intentando convencer a la policía de que me dejara entrar, ¡tenía 300 euros allí!”, explica Lamin, que vio con impotencia como las llamas reducían a cenizas sus escasos ahorros. Nada pudieron recuperar: ni carros –herramienta indispensable de trabajo–, ni ropa, ni los escasos recuerdos.

En los desalojos de naves ocupadas los últimos años en Barcelona, a manos de la policía, al menos sus habitantes tienen la oportunidad de guardar sus pertenencias en una nave de la localidad metropolitana de Sant Andreu de la Barca. Esta vez todo quedó reducido a escombros.

Pero, ¿por qué resistir bajo el yugo de aquella familia?

“Entre todos decidimos que nos convenía mantener la tranquilidad”, concluye Diallo. “¿Crees que no pensamos dar una respuesta? ¿Utilizar la fuerza y enfrentarnos a ellos? Claro que sí, pero lo hablamos, nos calmamos, y optamos por vivir según sus leyes”, relata. Tenían poco que perder –una infravivienda–, pero para ellos ya era demasiado entonces.

“Cuando has recorrido un camino tan largo para llegar hasta aquí, lo único que quieres es un poco de tranquilidad”, prosigue Diallo. “No teníamos miedo a morir, pero queríamos un poco de paz”. Una paz que les costó 40 euros al mes y una vida bajo amenazas. Todo por evitar problemas, acaso la intervención de la policía que les pudiera llevar de vuelta a su país.

Porque claro, cuentan, al final todo se reduce a su condición de inmigrantes. ¿Los papeles? “¡Sí! ¡Los papeles! ¡Éste es el problema! ¡Que quede bien claro! ¡No podemos tener nunca una vida digna hasta que no tengamos papeles, y es imposible conseguirlos!”, exclaman entre unos y otros. Sin permiso de residencia y trabajo no hay posibilidad de subir el primer peldaño de la escalera social. Es que ni siquiera la escalera está a su alcance. “Somos ciudadanos de segunda”, concluyen. Y como tales solo están abocados a la escasa asistencia social por parte de entidades como Cruz Roja o de los servicios municipales, en el marco del Plan de Asentamientos.

¿Y ahora qué?

Se hace un breve silencio. Durante dos meses tienen garantizado un techo en un albergue de la ciudad. Todavía no saben qué harán. En estos casos el Ayuntamiento ofrece siempre la posibilidad de que ingresen en programas de formación y de inserción laboral. Algunos lo han hecho en los últimos años; otros han decidido volver a buscarse un techo y un carro con el que amontonar chatarra. No todos se pueden permitir acceder al programa del consistorio y renunciar a su trabajo, la chatarrería, fuente de sus ingresos y a menudo de sus familias al otro lado del Mediterráneo.