Voluntarios que abren sus casas a refugiados ucranianos: “Si el Gobierno no puede acogerlos, lo haremos nosotros”
Centenares de personas se organizan para encontrar hogares a los exiliados, estableciendo medidas de seguridad para garantizar que lleguen a un lugar seguro a la espera de un protocolo oficial del Ejecutivo
Mia tiene apenas un año. Se mueve torpemente por la sala, persiguiendo como puede a una perra que la espera, con cariño. Cuando por fin la atrapa, se vuelve hacia el sofá y exclama “mamá”, para sorpresa y emoción de sus padres. Esta es una de sus primeras palabras, pero la pronuncia muy lejos de su hogar. Mia nació en Odesa (Ucrania) y, a causa de la guerra que la ha obligado a desplazarse, ha dado sus primeros pasos y ha llamado a su madre por primera vez en Valldoreix (Barcelona). La pequeña llegó a esta ciudad junto a sus padres, Lena y Vova, a mediados de marzo y viven con Cécile, una mujer francesa que les ha abierto las puertas de su casa. Ella es una de los centenares de voluntarios que se autoorganizan para dar un techo a los miles de refugiados que llegan a España, mientras el Gobierno no da abasto.
Pero la familia no llegó directamente a Barcelona, de hecho es una de las tantas que, al estallar la guerra en Odesa, decidió poner rumbo a Moldavia. “Pensábamos que sería cosa de unos días y nos quedamos en casa de un amigo. Pero pronto llegaron sus padres, que también vivían en Odesa, y nos tuvimos que ir”, recuerda la joven. Así que se montaron en el coche, en dirección contraria a la que pensaban que tomarían, sin ningún destino particular. “Con poca ropa y algunos juguetes en el maletero”, recuerda la familia que ahora ve, relajada, como Mia juega con muñecos que pertenecieron a los hijos y nietos de Cécile. “Ha sido una gran suerte que nos acogiera”, dice Lena. Pero no es tanto suerte, porque la red de voluntariado es extensa y, como reconoce la misma Cécile, muy eficiente.
Y así lo demuestra el caso de Lena, que encontró un grupo de Telegram ucraniano donde publicó su situación. A las dos horas le escribió Mónica, una de las principales coordinadoras del voluntariado en Barcelona, poniéndola en contacto con quien sería su anfitriona. “Es lo mínimo que podemos hacer, aunque quema muchísimo”, explica Mónica, quien a pesar de tener un trabajo a jornada completa, dedica su hora de comer y sus noches, a veces hasta la una de la madrugada, a coordinar a la gente. “Pueden ser más de 200 peticiones cada hora”, reconoce. Una vez recogidas, las comparte en un grupo de WhatsApp en el que hay 87 personas más, que, a su vez, se ponen en contacto con gente que quiere acoger.
Cécile es una de ellas. Nacida en Bélgica, perdió a su marido hace dos años y habita sola una casa enorme que vio crecer a sus cinco hijos. “Mi marido y yo siempre tuvimos claro que este tenía que ser un hogar abierto”, asegura la mujer que, a pesar de las dudas iniciales por acoger estando sola, se muestra encantada con la decisión. “Es muy fácil vivir con ella, nos ayuda con todo a la vez que nos deja nuestro espacio de intimidad. Además, Mia la adora”, explica Lena que, mientras habla con este medio, observa con cariño cómo Cécile juega y cuida de su hija.
Una barrera ante el riesgo
“Estaba tirada en el sofá, llena de frustración y decidí canalizarla”, cuenta Mónica, que se puso en marcha en una de las manifestaciones contra la guerra, donde unos ucranianos le hablaron de los grupos de Telegram en los que sus compatriotas pedían ayuda. Así fue como, junto a otras personas que también querían aportar, se les ocurrió hacer un grupo de Whatsapp para organizarse. “Entidades como Cruz Roja hacen lo que pueden, pero no llegan a todo. Muchas ayudan con los registros o buscan alojamiento temporal, pero lo primero que necesitan los refugiados es un lugar donde quedarse sin sufrir porque les vayan a echar”, dice. “Si el gobierno no puede acogerlos, lo haremos nosotros”.
Aun así, Mónica no está segura de que todo lo que hacen sea legal y, por eso, no quiere dar su apellido. “Los abogados nos dicen que estemos tranquilos, pero ¿y si llevo a una persona a una casa y le pasa algo malo?”, se pregunta. Al tratarse de grupos de personas autoorganizadas, sin capacidad para rastrear todo lo bien que les gustaría a las personas que se ofrecen a acoger, son conscientes de que algo puede salir mal. La mayor de sus preocupaciones recae en que uno de los perfiles más frecuentes de personas refugiadas: chicas muy jóvenes, de poco más de veinte años, que huyen solas. “Siempre vigilamos mucho, pero en el caso de las chicas no queremos arriesgarnos, porque nos contacta gente que no siempre tiene buenas intenciones”, dice Mónica.
De hecho, en algunos grupos de Telegram consultados para hacer este reportaje, hay mensajes publicados con diferentes avatares, pero con el mismo texto. Se trata de hombres que afirman vivir en familia y que quieren acoger, pero “por problemas de espacio, sólo podemos tener en casa a una persona. Y queremos que sea unx niñx o, en su defecto, una chica joven”. Por perfiles así, desde los grupos de voluntariado siempre se pide el DNI y se pregunta sobre la familia que dicen tener. “Les pido fotos y les llamo para oír su voz y asegurarme de que si dicen llamarse María no resulte que se llaman Pepe”, cuenta Mónica.
Otra de las cosas que para ellos es sagrada es no separar jamás a la gente que viene en grupo. “Si tenemos que buscar alojamiento para 10, lo hacemos”, cuenta. Son muchas las mujeres que vienen acompañadas de otras mujeres de su familia, junto a los hijos, para suplir, de alguna manera, la ausencia de sus maridos, que se quedaron atrás debido a la ley marcial. De hecho, el caso de Lena y Vova es una excepción. Ellos pueden estar juntos ahora porque salieron muy rápido. “Como creíamos que nos íbamos unos días a Moldavia y luego volveríamos, nos fue muy fácil tomar la decisión”, recuerda. Es por eso que lograron salir antes de que entrara en vigor la ley por la que Vova se hubiera tenido que quedar a combatir.
Un océano burocrático
Una vez solucionada la necesidad inicial de tener un techo, los refugiados ucranianos se enfrentan al periplo burocrático de conseguir registrarse para, así, obtener un permiso de trabajo que les ayude a rehacer su situación. Si normalmente ya se trata de algo complicado, aun cuando organizaciones especializadas como Cruz Roja actúan de guía, se torna más titánico si se hace de manera autogestionada. “No teníamos nada claro el protocolo. Por los grupos de ayuda circula mucha información, pero cambia muy rápido. Hemos pasado por el ayuntamiento, Cruz Roja y la Policía Nacional, pero nada”, recuerda Cécile, resignada. También fueron al recinto de acogida en la Fira de Barcelona, pero estaba totalmente colapsado y no les dieron cita hasta un mes después.
“Es muy frustrante, me levanté diversos días a las cuatro para que me cogieran el teléfono”, recuerda Leva, que se muestra preocupada, sobre todo por su hija. Ante la lentitud que estaba tomando todo, Cécile decidió empadronar a la familia en su casa, para que así Mia pudiera ir, por lo menos, al CAP. “Nadie nos dice qué tenemos que hacer o si nos estamos equivocando y tomamos decisiones que les puedan perjudicar”, se lamenta Cécile. Y es que todo son incógnitas: todos los abogados que se han consultado para este reportaje han declinado responder a las preguntas sobre el procedimiento a seguir. “No queremos decir nada hasta que el ministro Escrivá detalle el protocolo, pero no sabemos cuándo será”, dijo uno de ellos, en referencia a un protocolo de acogida familiar para “canalizar” la ayuda ofrecida por voluntarios como Cécile o Mónica. “Saldrá en los próximos días”, aseguraron a mediados de marzo fuentes del Ministerio de Inclusión.
Y así, entre la incógnita, van pasando los días para Leva, Vova y Mia. Pero, al menos, ya están seguros y lejos de la guerra que destrozó su vida. “Aunque el conflicto aminore, no sabemos si volveremos. Porque ¿volver a qué?”, se pregunta la joven, mientras muestra fotos del edificio donde vivían, bombardeado. Ahora su objetivo es encontrar trabajo y luego ya verán. “Nuestro sueño siempre fue vivir en España, pero no así. Queremos volver, aunque no sabemos cuándo. Todo depende de ella”, dice Lena, mirando a Mia jugueteando con la perra. Ella empezará la escuela en Catalunya y aquí construirá una nueva vida, sobre retazos de los pocos recuerdos que conserve a su corta edad. “Nos han arrebatado nuestro mundo y, si ella construye uno nuevo, ¿quiénes somos para quitárselo?”, dice Leva, sentada junto a Vova y Cécile en su nuevo hogar, con su nueva familia.
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