Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.
Nos acordamos de la Ciencia solo cuando truena
Aturdidos por las medidas que trae consigo el estado de alarma y buscando un hueco para poder hacer ejercicio (más imprescindible que nunca para mantener un cierto equilibrio existencial) mientras apoyamos la escolarización en casa, teletrabajamos y tratamos de mantenernos informados, no podemos dejar de alucinar con un escenario nuevo e increíble. En general, estas semanas las decisiones políticas de nuestro Gobierno se están basando en información científica. Nos frotamos los ojos. ¿Qué pasa? Certificar que algo así está ocurriendo nos asusta: ¡cómo será el monstruo al que nos enfrentamos, si han tenido que llamar a la ciencia!
La llamada ha sido respondida por cientos de científicas y científicos, dispuestos (cómo siempre) a dar lo que saben donde se les necesita. Aun sin alcanzar los niveles de riesgo, cansancio y heroicidad de nuestro personal sanitario y de seguridad, se puede visualizar a los investigadores trabajando en esta crisis como el profesor chiflado: desarrapados, greñas despeinadas, barba de muchos días, sorbiendo un café mientras empujan un carrito con sus PCRs y sus últimos kits de extracción de RNAs, ajustando modelos predictivos de contagio, buscando financiación para contratar nuevos cerebros y manos que completen sus grupos de trabjo, tratando de acabar una investigación de alto impacto social y económico en tiempo récord, y estando atentos a divulgarla en tiempo casi real.
Hablamos de virólogas, microbiólogos e inmunólogas, esos personajes entre misteriosos y cinematográficos, con sus trajes de astronauta y aparatosas escafandras, que trabajan con esos “bichos” invisibles que dan tos y fiebre. También de epidemiólogos, que exploran la dinámica de poblaciones que resulta de las interacciones entre los patógenos y sus hospedantes. De especialistas en modelización, que estudian la evolución de estas relaciones para hacer predicciones de futuro. De bioquímicos, que desarrollan fármacos para mitigar su impacto. Y de muchos otros especialistas, que aportan su grano de arena a algo tan complejo como la propagación de un virus que está poniendo en jaque a los servicios de salud de todo el planeta.
Esta pequeña legión de investigadores prepara el contraataque mientras centenares de miles de sanitarios luchan contra los estragos del virus, y las fuerzas de seguridad y los trabajadores de los supermercados hacen su trabajo clave limitando el avance del contagio. Los rapidísimos progresos científicos reciben toda la atención de una ciudadanía involucrada, que ahora comparte en WhatsApp y redes sociales modelos de crecimiento logístico y diferentes escenarios de contagio, y debate sobre la mejor manera de ganar inmunidad de grupo, el riesgo de que mute el virus o la probabilidad de conseguir una vacuna lo antes posible. Proliferan los expertos que tienen claro cuándo se tendrían que haber iniciado las medidas de confinamiento, cómo hay que organizar y distribuir el material médico, qué tratamientos son más efectivos contra el virus y cuántos tests habría que estar haciendo. Si no fuera tan grave la situación, sería para que tuviéramos una mascletà de concurso, ciencia de la mano de los que toman las decisiones.
Sin embargo, mientras la sociedad afronta esta lucha titánica, es importante recordar que no lo hace con todas las herramientas de las que podría disponer un estado como el nuestro. Ni para la defensa, debido a los recortes en sanidad, ni para el contraataque. No hace mucho, podíamos ver a esos mismos investigadores aburridos de protestar, de pedir un nivel de financiación digno y constante, de rogar que la diáspora científica junior tan competitiva y cuya formación hemos financiado entre todos pueda retornar; de repetir que un país serio no puede maltratar a la ciencia, a los profesionales que la hacen, a la gente que forman. Desde esta columna de Ciencia Crítica nos hemos desgañitado en cada artículo pidiendo recursos, mejora de condiciones, reconocimiento de esa gente. Pero las prioridades eran otras.
El declive de la inversión en investigación en Españaha sido constante durante más de una década. Tras unos años de crecimiento insuficiente pero más o menos continuo, la crisis del 2008 nos abrió una vía de agua que no se ha querido cerrar, cuando pensábamos que por fin algo estaba cambiando y se estaba estimulando el tejido científico del país. Nuestra productividad se ha mantenido como una particular versión de la 'deuda de extinción'que permite producir con una eficiencia que deja perplejos a nuestros colegas de fuera, sabedores de la escasez de fondos y las paupérrimas condiciones de trabajo – pero que durará solo hasta que terminemos de exprimir datos antiguos, apaguemos el ordenador y el juego acabe. Game over.
Estamos cerca de ese final. En el sistema nacional de investigación español casi no entran jóvenes investigadoras, ni técnicos, ni gestoras, ni administrativos. Los centros decaen, languidecen, y desaparecen. La escasez e hiperburocratización que se impusieron (y no se retiraron) al amparo de una inadecuada e inoportuna austeridad siguen haciendo imposible la gestión de los pocos proyectos de investigación competitivos que las investigadoras e investigadores aún consiguen. Muchos y muchas, hastiados de una situación que parece nunca levantar cabeza, abandonan la investigación. Grupos enteros de altísimo nivel, agotados de lidiar con un sistema científico precario y obsoleto, se acaban trasladando en bloque a otros países (por ejemplo el deOscar Marín al King’s College de Londres en 2014 y tantos otros)
Los políticos, esos que pilotan la nave, y la sociedad en general, nos miran ahora a los científicos con urgencia y nos piden soluciones. Pero las investigadoras no tenemos medios para asumir la responsabilidad de evitar el colapso del sistema sanitario y garantizar el bienestar de la ciudadanía. Luchamos por apoyar los esfuerzos de los que están en primera línea aportando lo que sabemos hacer: generar conocimiento y buscar soluciones a partir de él. Pero no nos engañemos: la solución que la ciencia podría aportar no se puede conseguir con esta urgencia. Tendremos soluciones y propuestas, pero ni estarán disponibles tan rápido como sería posible, ni serán tan robustas como podrían serlo si tuviéramos un sistema de I+D+i realmente consolidado. El tejido científico se construye, se entrena y madura a largo plazo, con esos recursos que entonces parecen un lujo y ahora, en mitad de la emergencia, se están liberando con urgencia y precipitación.
Quizás nos preguntamos por qué Corea del Sur ha abordado con éxito la crisis del coronavirus, cómo han desarrollado un plan radicalmente innovador y eficiente. No es baladí recordar que su inversión en ciencia supera el 4 % de su PIB, mientras que la nuestra aspira a llegar a menos de la tercera parte y se apunta a un difuso 'futuro próximo'. Aún más cercano es el caso de Alemania, con una inversión en investigación a la cabeza de Europa (cerca del 3%) y cuya inversión aumentó, en lugar de disminuir, durante la 'austeridad' post-2008. No nos sorprendamos de que estos dos países hayan podido asumir el peso del diagnóstico precoz del coronavirus con pruebas masivas, poniendo todo su tejido técnico y científico en acción. En este país, que carecemos de un tejido así, nos ha costado semanas desarrollar tanto la infraestructura como los protocolos analíticos para hacer los test rápidos de manera masiva.
Dejadnos acabar esta vez con un grito. La única forma de enfrentarnos con éxito a esta crisis y a otros cisnes negros que, con frecuencia creciente, vendrán en el futuro es Con Más Ciencia, y eso sólo puede suceder si se incrementa y se reestructura radicalmente su financiación y gestión. Es simple. Es crudo. No hay milagros gratis y urgentes para este tipo de crisis. Ni siquiera para una personal sanitario, de seguridad y científico comprometido y austero, curtido en la infinita trinchera en que se ha convertido el servicio público en nuestro país.
Aturdidos por las medidas que trae consigo el estado de alarma y buscando un hueco para poder hacer ejercicio (más imprescindible que nunca para mantener un cierto equilibrio existencial) mientras apoyamos la escolarización en casa, teletrabajamos y tratamos de mantenernos informados, no podemos dejar de alucinar con un escenario nuevo e increíble. En general, estas semanas las decisiones políticas de nuestro Gobierno se están basando en información científica. Nos frotamos los ojos. ¿Qué pasa? Certificar que algo así está ocurriendo nos asusta: ¡cómo será el monstruo al que nos enfrentamos, si han tenido que llamar a la ciencia!
La llamada ha sido respondida por cientos de científicas y científicos, dispuestos (cómo siempre) a dar lo que saben donde se les necesita. Aun sin alcanzar los niveles de riesgo, cansancio y heroicidad de nuestro personal sanitario y de seguridad, se puede visualizar a los investigadores trabajando en esta crisis como el profesor chiflado: desarrapados, greñas despeinadas, barba de muchos días, sorbiendo un café mientras empujan un carrito con sus PCRs y sus últimos kits de extracción de RNAs, ajustando modelos predictivos de contagio, buscando financiación para contratar nuevos cerebros y manos que completen sus grupos de trabjo, tratando de acabar una investigación de alto impacto social y económico en tiempo récord, y estando atentos a divulgarla en tiempo casi real.