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De Cajales a Quijotes

En una universidad señera, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un investigador español de los de currículum excelente, experiencia antigua, buenas ideas y oficio investigador.

Una olla de algo más orgánico que transgénico, jamón de casa las más noches, turismo y cenas con los colegas los sábados, lentejas los viernes, algún lujo de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de calidad para aguantar el frío, calzas elegantes para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con ropa cómoda de lo más fino. Tenía en su grupo una postdoc que pasaba de los cuarenta, y una doctoranda que no llegaba a los veinte, y un técnico de campo y plaza, que así ajustaba el material como hacía experimentos.

Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cuarenta años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la conversación. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.

Es, pues, de saber, que este sobredicho investigador, los periodos que estaba ocioso (una o dos veces al año) se daba a visitar familia, amigos y colegas en España con tanta afición y gusto, que olvidaba las causas de trabajar fuera, y aun las condiciones de trabajo que disfrutaba; y llegó a tanto su desatino en esto, que se empeñó en dejar su contrato con buenas perspectivas de trabajo y cerrar su casa para volver a España.

Y así trasladó su laboratorio, grupo de trabajo y todo cuanto pudo haber dellos. Con estas y semejantes razones perdía el pobre científico el juicio, y desvelábase por entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo Ramón y Cajal, si resucitara para sólo ello.

Se imaginaba que por grandes perspectivas de consolidación que prometieran en el contrato Ramón y Cajal al que optaba, no dejarían de estar éstas expuestas a todo tipo de problemas, trucos y zancadillas pero con todo le tentaba la promesa de zanjar aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y pedir la firma de un compromiso al pie de la letra como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos de su investigación no se lo estorbaran.

Esta entrada parafraseando el inicio de la novela más importante de nuestra literatura pretende ilustrar las historias personales de miles de científicos que apostaron por traer su investigación a España y están viendo truncada su carrera por ello.

Ni todos son españoles ni todos estaban en Europa; algunos ya tenían plaza fija y/o grupo formado y otros estaban en proceso de lograrlo. Pero muchos de ellos decidieron venir a España atraídos por el programa Ramón y Cajal y el compromiso de estabilidad que este tenía asociado.

Otros programas han intentado captar potencial investigador en el extranjero, pero dejemos que este programa señero sirva como ejemplo ilustrativo del resto –sabiendo que en la historia reciente de atracción de capital humano investigador a España hay una gran diversidad de variaciones del mismo tema general–.

Siguiendo con la metáfora, puede considerarse que nuestro ingenioso investigador dejó un futuro profesional brillante y asegurado porque, en palabras del bardo, se le secó el cerebro. Por las visitas a España, la falta de luz en latitudes norteñas, las perspectivas de buena comida y buen vino. O por culpa de los libros de caballerías, series de televisión y películas que ensalzan lo fácil y placentero que es vivir en nuestro país. O, simplemente, para estar cerca de la familia cuando crezcan sus hijos o se hagan mayores sus padres, en el caso de los oriundos.

Poco importa. El caso es que estos científicos, ya acostumbrados a moverse y trabajar entre diferentes países, decidieron dejar su trabajo o las perspectivas profesionales en el extranjero e intentar establecer su investigación en España. Con los beneficios que su producción científica conlleva para un país, algo difícil de cuantificar pero que sobrepasa con creces las estimas que esgrimió recientemente el presidente Obama.

Una historia bonita que al final no resultó ser la del héroe de caballerías que desfaze entuertos, enamora doncellas y salva al reino, sino la del hidalgo que decide dejarlo todo para perseguir sus delirios montado en un jamelgo flaco como él y acompañado de un simple labriego montado en un rucio.

No es nuestra intención repetir en este post las trabas y dificultades que se encuentran los investigadores españoles en su día a día. Pero haciendo uso de la parodia, sí es cierto que al comenzar su andadura en España nuestro ingenioso investigador debe poner en marcha su laboratorio, para lo que tiene que conseguir dinero de fuentes nacionales o extranjeras, y utilizarlo para comprar equipamientos y consumibles, y contratar personal.

La magra asignación que acompañaba al contrato Ramón y Cajal le ciega, convenciéndole de que los problemas derivados de establecerse no son sino gigantes con los que puede batirse en duelo y salir victorioso. Prontamente descubre, empero, que se ha dado de morros con los molinos de viento de la burocracia que estrangula el crecimiento del sistema de I+D español.

Para entonces, no sólo dedica una parte creciente de su tiempo a conseguir financiación, ya que tiene que pedir tres proyectos para hacer lo que en su puesto anterior podía financiar con uno, sino que lidia también con los trámites necesarios para ejecutarla y que ocupan gran parte de su jornada laboral. Pero sigue empeñado en su ideal caballeresco de demostrar su capacidad y, en lo posible, ofrecer a la sociedad española el mayor retorno posible con su ciencia.

Y llega la crisis. La tempestad desencadenada por las hipotecas basura y las prácticas de cambalache del sector financiero internacional se convierte en la tormenta perfecta gracias a la conversión de la Europa de los Pueblos en un Mercado de Capitales. Y España sacrifica a los trabajadores, el sistema de justicia social y los sectores más productivos en aras de mantener el statu quo de unas entidades financieras que absorben casi la mitad del PIB del país sin ofrecer el retorno del crédito que permitiría revitalizar la economía.

Y puestos a meter la tijera, se recorta drásticamente la inversión en I+D, abdicando de la posibilidad de salir de la crisis con un modelo productivo más eficiente y renovado. Todo para cumplir con un objetivo de déficit que sería más fácil de conseguir aumentando la recaudación fiscal o haciendo más competitiva la economía. Esto último se puede conseguir, por cierto, aumentando la inversión en I+D en lugar de abaratando el coste del trabajo.

Así que, a medida que transcurre su contrato y a la vez que continúa trabajando con el mismo tesón, o incluso más, nuestro ingenioso investigador va descubriendo que el protector yelmo de Mambrino de la Estrategia Española de I+D no es sino un elemento desechable como la bacía de un barbero. Y que los diferentes programas de apoyo a la investigación no son sino pellejos de vino que se desinflan al primer pinchazo.

Y al mirar a los miembros de su laboratorio que a veces se trajo del extranjero, otras consiguió atraer con contratos de financiación externa, y muchas otras está formando con becas predoctorales, se pregunta si no los habrá involucrado en la broma amarga de una ínsula de Barataria al enrolarles en promesas falsas de una carrera científica en España.

Podríamos, en fin, pensar que a nuestro ingenioso investigador le queda el consuelo de que la crisis pasará y podrá retomar sus investigaciones con más fuerza en el futuro. Nada más lejos de la realidad. Sus años de contrato van pasando y, lejos de estar ya estabilizado en la Universidad del Toboso, se encuentra con que Montoro impone una reducción en la función pública española que para Universidades y Organismos Públicos de Investigación significa que sólo se repondrán el 10% de las plazas que se pierdan por jubilaciones. Y se halla con que la plaza fija a la que llamaba Dulcinea no es sino Aldonza Lorenzo, un contrato temporal a tiempo parcial de ayudante doctor. Eso, en el mejor de los casos.

El tapón que esto provoca ha hecho, por un lado, que las escasas oposiciones que no están asignadas de antemano se conviertan en épicos concursos de no tan jóvenes talentos y, por otro, que el amiguismo y la endogamia muestren su cara más cruda para intentar que el candidato que llegó de fuera (a veces hace ya cinco años) no pueda competir contra el que hizo toda su carrera bajo el paraguas protector del catedrático o profesor de investigación de turno.

Afortunadamente, nuestro ingenioso investigador no está solo frente a estos mercaderes burlones y los palos de sus mozos de mulas. Cuenta con los esfuerzos de la Asociación Nacional de Investigadores Ramón y Cajal y de otros colectivos, así como con parte de la administración.

La lucha y el empeño que están poniendo los equipos directivos de algunas universidades y OPIs para retener este capital humano, creando las condiciones para prorrogar los contratos de aquellos que acaban, chocan con la falta de financiación, la mano férrea de Montoro y los peores vicios de la ciencia española. El programa Ramón y Cajal pierde, pues, capacidad de atraer talento a España tanto por la reducción en el número de contratos, como por la falta de capacidad de consolidar a los que terminan.

Por estas y por otras razones, estos quijotes están poco a poco asumiendo que deben colgar la lanza y dejar de decir “todavía no” a las llamadas informales del extranjero que les invitan a presentarse a tal o cual plaza de condiciones económicas y profesionales muy por encima de las que nunca tendrían en España.

Aunque intente maquillarse con declaraciones sobre las bondades de la movilidad de los investigadores, el éxodo que se está produciendo no es de investigadores que nunca estuvieron en el extranjero y ahora se marchan. Es de investigadores que ya estuvieron desde un par a más de diez años fuera del país –o son directamente extranjeros–, volvieron para convertirse en líderes de sus respectivos campos de trabajo desde sus puestos en España y que ahora se ven abocados al exilio. La situación de colapso del sistema español de I+D es tal que muchos investigadores ya estabilizados se están planteando hacer caso de los cantos de sirena de instituciones extranjeras y acompañar en el exilio a esta generación.

No nos engañemos: no les faltan oportunidades profesionales a estos científicos de triste figura. Muchos multiplican varias veces el nivel necesario para tener una posición estable en cualquier universidad de Europa, Estados Unidos, Australia o América Latina, y además Europa está empeñada en no dejar marchar a ninguno. Y la alternativa al exilio es cambiar su lanza por un tractor y abandonar a Rocinante, como reza la canción de Asfalto.

Estos quijotes “sólo” pierden sus sueños delirantes de tener una vida digna aportando su granito de arena a la construcción de una España mejor. La que realmente pierde es la sociedad española, que se descapitaliza rápidamente de la materia gris que podría llevarla a ese futuro mejor que ya nunca será.

Y todo para cumplir unos objetivos de déficit injustos y mantener los privilegios de unos pocos, y por el precio exiguo de unos pocos eventos deportivos o de nacionalizar una entidad bancaria de tamaño pequeño que sigue sin conceder créditos. Con la realidad hemos topado, amigo Sancho.

En una universidad señera, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un investigador español de los de currículum excelente, experiencia antigua, buenas ideas y oficio investigador.

Una olla de algo más orgánico que transgénico, jamón de casa las más noches, turismo y cenas con los colegas los sábados, lentejas los viernes, algún lujo de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de calidad para aguantar el frío, calzas elegantes para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con ropa cómoda de lo más fino. Tenía en su grupo una postdoc que pasaba de los cuarenta, y una doctoranda que no llegaba a los veinte, y un técnico de campo y plaza, que así ajustaba el material como hacía experimentos.