Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.
El viajante
“No tenía que haber dicho que sí”, pensó por enésima vez al ver el precio del billete. En otros tiempos, era un orgullo y una alegría ser invitado a representar a España en una reunión internacional organizada por la Comisión Europea. Incluso ahora, la posibilidad de contribuir a rescatar la investigación en biodiversidad del cementerio al que ha sido relegada en el programa Horizonte 2020 (el próximo Programa Marco de investigación de la Unión Europea, centrado en “crear nuevo crecimiento y trabajos en Europa”) era una posibilidad a la que resultaba difícil renunciar. Lo que temía no era la mala comunicación entre el sur y el centro de Europa, que le obligaría a perder casi ocho horas tanto en la ida como en la vuelta; ni la conmiseración visible en los ojos de sus colegas cuando le preguntaban por la situación de la investigación en España; ni tan siquiera la posibilidad de contribuir con su presencia a legitimar un programa de investigación insensato que, llenándose la boca de sostenibilidad y grandes retos, solo contribuye en la práctica a acelerar la velocidad a la que los lemmings europeos nos acercamos a los acantilados (una expresión que, aunque biológicamente incorrecta, proporciona una poderosa metáfora de la tendencia del ser humano a negar sus problemas más acuciantes).
Lo que le importaban eran los pequeños detalles.
Recurrió a la vieja táctica de “patear el balón hacia delante”, como le enseñó un amigo argentino en los tiempos de la hiperinflación – cuando le sorprendió que ningún investigador de ese país pudiera llegar a fin de mes sin combinar dos o tres trabajos. Últimamente, recordaba esta impresión a menudo, cada vez que leía las noticias: quemarse la salud a diario, eso sí que es vivir por encima de nuestras posibilidades. Así que reservó los billetes a través de la agencia de viajes de su instituto, para evitar pagarlo con tanta antelación – y por si los organizadores decidían no cumplir su promesa de hacerlo, que en estos tiempos nunca se sabe. Ojalá no ocurriera esto último, porque el Organismo Público de Investigación para el que trabaja no tiene ningún mecanismo para cubrir la asistencia a reuniones asociadas al Programa Marco Europeo – a pesar de ser estas esenciales para mejorar el retorno económico, o para ser tenido en cuenta en futuras solicitudes de proyectos. Antes, los investigadores se atrevían a utilizar fondos de proyectos existentes para cubrir las reuniones de preparación de futuros proyectos, o incluso las de representación de un ministerio que a menudo se olvidaba de invertir en ser representado. Pero la saña con que las recientes auditorías de proyectos examinan las declaraciones de gastos para “rescatar”, con cualquier excusa, el dinero gastado durante los últimos 5 años por los investigadores ha eliminado cualquier flexibilidad. Gracias al “buen hacer” del Ministerio de Hacienda en su lucha por cumplir los objetivos de déficit a costa del buen funcionamiento de la administración pública, quien quiera un español en una reunión internacional, que pague los gastos. Por mucho que el principal interesado sea el propio estado español.
Por desgracia, los problemas no habían hecho más que comenzar. Porque para poder presentar la declaración de gastos a ese organismo internacional que generosamente aceptó financiarlos, la única solución es pagarlos personalmente. En otros tiempos y otros países, recordaba haber aplicado el sencillo mecanismo de pagarlo desde su centro de trabajo y luego facturar los costes a los organizadores. Pero en esta España nada es sencillo, y en la gerencia de su centro le dicen que eso es “demasiado complicado” o, sencillamente, “imposible”. Tendrá que pagar de su bolsillo los 460 € del billete y esperar dos o tres meses a su reembolso. Tras tres recortes de sueldo consecutivos, un pago así representa dos meses de números rojos consecutivos. Mejor no pensar cómo va a explicarlo en casa.
Y para colmo de males, le han invitado a dos reuniones en semanas consecutivas – además de Bruselas, tendrá que ir al Reino Unido. Una reunión prometedora en términos de futuras colaboraciones – artículos o proyectos. Con la financiación nacional reducida a su mínima expresión, difícil renunciar a asistir. “Por lo menos no es en Suecia o Noruega”, piensa, recordando los temidos precios escandinavos.
Así que elige el hotel más barato de la lista que le envían los organizadores. Y, cuando llega la fecha, se dirige a Bruselas. No olvida llevar un bocata para comer durante su escala de tres horas en Madrid. En el vuelo, coincide con tres europarlamentarios, miembros de gobiernos anteriores. Le sorprende ligeramente que nadie les increpe, pero piensa: “tal vez estén todos tan cansados como yo”. O tal vez nadie les conozca, o nadie se espere que un europarlamentario viaje en segunda. Y cuando, llegado al hotel, sus colegas alemanes y belgas le llaman para salir a cenar, inventa un par de excusas. “Acabo de llegar y estoy agotado. He comido ya algo. Me acostaré pronto.” “No pareces español”, bromean. “¿Qué español parece español en estos tiempos?” piensa, mientras cuelga.
Se ciñe el abrigo y camina rápido por las calles del centro. Hasta llegar a aquella plaza donde… sí, allí está, el viejo “patat” de sus tiempos de tesis. Cuando vivió varios meses en Holanda con una beca de 250 € al mes y, pagando 150 € de alquiler, consiguió ahorrar dinero para visitar Bruselas la última semana. Pide un “pita falafel” y un “patat mayo” y, echando de menos un “patat oorlog” , se sienta en un banco a disfrutar de la cena en el suave frío de la noche. “Es verdad que los doctorandos son unos privilegiados. Unos años de precariedad enseñan a disfrutar de las cosas sencillas el resto de la vida”, piensa, y le hace gracia esa manía de ironizar consigo mismo. Y en ese momento, oye una voz: “¿Cómo va la vida?” “Coño Andreas, ¿qué haces aquí? ¿Te hacía cenando con los alemanes?” “Disfrutando de un buen gyros, que en mi país no saben hacerlos como aquí”. Ríen juntos. Es lo que tiene la ironía, que es universal. Y el último recurso de los PIGS...
Y así, comiendo a la fresca, le da por pensar en los policías y bomberos, que se enfrentan al peligro con un material cada vez más obsoleto y se ven obligados a jugarse el puesto por negarse a echar de sus casas a quienes han sido estafados por los bancos; en los médicos, que tratan de hacer sobrevivir a sus pacientes navegando unas listas de espera cada vez más prolongadas en las que, cuando tardas demasiado en conseguir cita, te dan de baja y de alta otra vez para no estropear las estadísticas; en los profesores, que tratan de introducir un poco de ilusión en unas clases saturadas de alumnos a los que nada ni nadie inculca que sirva para algo estudiar. O a los asistentes sociales, que dosifican una esperanza cada vez más escasa entre quienes tienen cada vez menos (y son cada vez más). Y recuerda aquella época, hace un par de décadas, en que esos jóvenes funcionarios soñaban con ser la vanguardia de un estado que luchara por los derechos y el bienestar de los ciudadanos – así fuera contra la voluntad de su propio gobierno y la desmotivación de muchos de sus compañeros. Y cómo la década del dinero fácil los amodorró, y cómo la crisis los estaba obligando a despertar de nuevo. Desde los juzgados, los hospitales, las aulas – y, sí, también desde la investigación. Y se sorprendió diciendo: “Como te decía, Andreas: tenemos un trabajo estupendo”.
Al día siguiente, le saluda el cielo gris de Bruselas, como una permanente metáfora de la mentalidad de sus tecnócratas. La sede de la reunión es un moderno edificio de cristal en el que grandes posters de colores deslumbran al ciudadano con los imaginarios milagros de la tecnología. “Imagina una fuente de energía igual que la del sol”. Ya dentro, llega a la sala de reuniones, presidida por un poster que contiene una verdadera declaración de intenciones: “Innovation Union: Turning ideas into jobs”. Para los publicistas debió resultar demasiado descarnado escribir: “convirtiendo ideas en dinero”. Pero él ya se ha armado de paciencia, decidido a defender esos otros valores que los responsables de la crisis han querido borrar de un plumazo, amparandose en un prestigioso error de calculo.
Imagen: L. Santamaría, a partir de fotografía subida a Flickr en “Alex & le temps qui passe” (http://flickr.com/photos/17155213@N00/46168101) bajo licencia cc-by-2.0.http://flickr.com/photos/17155213@N00/46168101
“No tenía que haber dicho que sí”, pensó por enésima vez al ver el precio del billete. En otros tiempos, era un orgullo y una alegría ser invitado a representar a España en una reunión internacional organizada por la Comisión Europea. Incluso ahora, la posibilidad de contribuir a rescatar la investigación en biodiversidad del cementerio al que ha sido relegada en el programa Horizonte 2020 (el próximo Programa Marco de investigación de la Unión Europea, centrado en “crear nuevo crecimiento y trabajos en Europa”) era una posibilidad a la que resultaba difícil renunciar. Lo que temía no era la mala comunicación entre el sur y el centro de Europa, que le obligaría a perder casi ocho horas tanto en la ida como en la vuelta; ni la conmiseración visible en los ojos de sus colegas cuando le preguntaban por la situación de la investigación en España; ni tan siquiera la posibilidad de contribuir con su presencia a legitimar un programa de investigación insensato que, llenándose la boca de sostenibilidad y grandes retos, solo contribuye en la práctica a acelerar la velocidad a la que los lemmings europeos nos acercamos a los acantilados (una expresión que, aunque biológicamente incorrecta, proporciona una poderosa metáfora de la tendencia del ser humano a negar sus problemas más acuciantes).
Lo que le importaban eran los pequeños detalles.