Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.
Mirando al cielo con ojos de mujer
El equipo de Ciencia Crítica celebra este año el Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia con un pequeño homenaje a las pioneras de la Astronomía. Mujeres valientes que desafiaron el statu quo de su época, atreviéndose a escudriñar el cielo intrigadas por los secretos que se esconden tras su infinita belleza.
Iniciamos nuestro relato viajando más de 4.000 años hacia el pasado hasta la Acadia del Rey Sargón I el Grande, en el siglo XXIII a.C., para encontrarnos con Enheduanna, una de las primeras mujeres de la historia cuyo nombre no ha sido borrado por las arenas del tiempo. Enheduanna fue una princesa que vivió en una de las grandes metrópolis de la antigüedad, la ciudad de Ur, donde ostentó el importante cargo político-religioso de sacerdotisa principal del dios Nannar (dios lunar). Poeta, escritora y astrónoma, su prolífica obra incluye numerosos datos autobiográficos y reflexiones personales. Destacan los himnos dedicados a Innana, la diosa mesopotámica del amor, así como sus alabanzas a las deidades celestiales que incluyen descripciones de los movimientos estelares. Enheduanna nos legó en uno de sus poemas su visión de lo que debe ser una mujer sabia: “La mujer que posee una sabiduría verdadera // consulta una tabla de lapislázuli // da consejos a todas las tierras // mide los cielos // coloca las cuerdas de medir en la tierra”. En 2015 la Unión Internacional de Astrónomos bautizó un cráter de Marte con el nombre de la primera astrónoma conocida de la historia.
Envuelta entre las brumas de la historia descubrimos a Aganice (o Athyrta), una princesa que vivió en el Egipto de los faraones durante el Imperio Medio, alrededor del siglo XX a.C. Según consta en algunos textos religiosos, esta hija o hermana del faraón Sesostris I dedicó su vida al estudio de la Astronomía y la Filosofía Natural.
A finales del siglo VI a.C. nacía en la Magna Grecia la primera matemática (que sepamos) de la historia, Téano de Crotona. Hija de un patricio adinerado que dedicó buena parte de su patrimonio al mecenazgo de las artes y las ciencias, Téano tuvo la suerte de que su padre alentara su formación pese a su condición de mujer. Fue admitida en la escuela pitagórica de Crotona, algo que no fue difícil pues los pitagóricos no discriminaban a las mujeres, donde destacó por su habilidad para las Matemáticas evolucionando de alumna a maestra a la vez que ampliaba su campo de estudios a la Astronomía y la Medicina. Pese a la considerable diferencia de edad, Pitágoras y Téano se casaron y tuvieron varios hijos. Tras estallar la revuelta que acabó con la vida de Pitágoras, Téano consiguió exiliarse con una de sus hijas, continuando las enseñanzas de la escuela pitagórica por Grecia y Egipto. El pensamiento de Pitágoras, ágrafo como Sócrates, fue recogido por sus alumnos en textos que no se han conservado, habiéndonos llegado de manera indirecta a través de otros autores como Platón y Heródoto. Es así difícil establecer la autoría concreta de cada trabajo, si bien parece que entre las principales contribuciones directamente atribuibles a Téano se encuentran los estudios sobre la proporción áurea como esencia de la perfección del universo.
Algunos siglos más tarde, entre el III y el I a.C., otro nombre de mujer vuelve a brillar por méritos propios en el firmamento de la Astronomía. Nos encontramos en la Grecia clásica ensalzada por ser cuna de la democracia, donde a las mujeres no se les concede el título de ciudadana, tan sólo el de esposa y madre. Aunque, afortunadamente, siempre ha habido disidentes. Este debió ser el caso de Hegetor de Tesalia, padre de Aglaonice, quien permitió que su hija se formase en Astronomía, probablemente en Mesopotamia dada su aparente familiaridad con las tablillas babilónicas astronómicas. De la habilidad de Aglaonice para la Astronomía hemos sabido a través de las obras de Plutarco y Apolonio de Rodas entre otros autores clásicos, y no precisamente por sus alabanzas a la maestría que mostró prediciendo eclipses lunares, sino por las críticas que le dedicaron como bruja. Porque eso es lo que Aglaonice fue considerada en la antigüedad, una bruja vinculada a Hécate, divinidad asociada a la hechicería, capaz de dominar la Luna con sus encantamientos. “La que puede ensombrecer la Luna” fue llamada, por su capacidad para calcular eclipses. Una habilidad que pronto se extendería a otras mujeres de su entorno que pasaron a ser conocidas como las “brujas de Tesalia”. Tal vez para compensar la afrenta, la Unión Internacional de Astrónomos bautizó un cráter de Venus con el nombre de esta asombrosa mujer.
La astrónoma más conocida de la antigüedad, en parte gracias a la magnífica película de Alejandro Amenábar “Ágora”, vivió en Alejandría entre los siglos IV y V. Hija de Teón, filósofo neoplatónico y último director de la segunda biblioteca de Alejandría, Hipatia tuvo la suerte de contar con una formación exquisita supervisada por su padre, que le permitió desarrollar su amor por las Matemáticas, la Filosofía y la Astronomía. Aunque sus escritos no han llegado hasta nosotros, sabemos a través de abundantes referencias que escribió un Canon de Astronomía y realizó una revisión de las Tablas Astronómicas de Claudio Tolomeo. Fue así mismo una excelente oradora y una maestra muy respetada por sus discípulos, en una época en la que la violencia desgarraba Alejandría por el enfrentamiento entre la tradición pagana greco-romana, encabezada por el gobernador Orestes, y el poder cristiano en expansión conducido por Cirilo. Tras su negativa a convertirse al cristianismo, Hipatia fue acusada de ejercer una mala influencia sobre Orestes siendo brutalmente asesinada por una turba de fanáticos.
La capacidad de algunas mujeres para predecir eclipses parece haber enfurecido a los hombres en más de una ocasión, como veremos a continuación tras viajar al lejano Oriente para conocer a la reina Sonduk, la primera monarca de Corea. Nacida a principios del siglo VII, su padre, el rey de Silla Jin Pyeong, no tuvo hijos varones, por lo que formó a Sonduk como heredera nombrando como tutor al embajador chino, y astrónomo, Lin Fang. Sonduk intentó convencer a su tutor, sin éxito, de que le enseñase los secretos de los astros, y hasta trató de impresionarlo con una predicción muy exacta de un eclipse solar consiguiendo justamente lo contrario: enfadarlo. Lin Fang insistía en que debía dedicarse a asuntos femeninos como el cuidado de los gusanos de seda, convenciendo al rey para que prohibiese a Sonduk continuar con sus estudios autodidactas de Astronomía. Afortunadamente, este no fue el final de la historia: tan pronto como Sonduk llegó a reina lo celebró mandando construir el primer observatorio del lejano oriente, Cheomseongdae, que aún se conserva en pie. El amor de Sonduk por la astronomía, y su decidido feminismo, quedó reflejado en un tarro que regaló a su abuela cuando tenía 15 años, en el que mandó imprimir: “¿Sabré alguna vez la verdad sobre las estrellas? // Soy demasiado joven para dedicarme a las teorías sobre nuestro Universo. // Sólo sé que quiero entender más. // Quiero saber todo lo que pueda. // ¿Por qué debería estarme prohibido?”
En las postrimerías del primer milenio encontramos entre las páginas de la historia a otra mujer astrónoma, cuyo nombre no nos es conocido. Estamos en el espléndido siglo X del califato cordobés. Las mujeres libres andalusíes estudian caligrafía y textos religiosos, siendo las esclavas las que pueden acceder a materias profanas como literatura, poesía y canto, a voluntad, eso sí, de sus amos. Según relata el historiador Ibn Abd al-Malik al-Marrakusi, el califa Al-Hakam III envió a una esclava de gran inteligencia a estudiar astronomía y el manejo de astrolabios con un sabio de la época. La natural inclinación de la esclava por la materia hizo que adquiriese enormes conocimientos en tan sólo tres años. Y poco más sabemos de ella, salvo que su destreza impresionó muy gratamente al califa, quien la puso a trabajar como astrónoma en el Alcázar cordobés.
Es casi tan difícil encontrar a alguien que sepa quién fue Hildegarda de Bingen, como encontrar a quien no haya oído hablar de Leonardo da Vinci. Dado que la genialidad de ambos es comparable, la enorme diferencia en reconocimiento es obvio que se debe a que Hildegarda fue mujer y Leonardo, hombre. Nacida la menor de 10 hijos de una familia noble del Valle del Rin, fue entregada como diezmo a la iglesia siguiendo la tradición medieval al uso en el siglo XI. La vida monacal no debió contrariar a la joven Hildegarda, pues le permitió desarrollar la frenética actividad intelectual y espiritual que la mantendría ocupada durante toda su larga vida. Mística, erudita, música, botánica, escritora prolífica, médica, monja, maestra, poeta, lingüista… En 2012 el papa Benedicto XVI otorgó el título de doctora de la Iglesia a esta impresionante mujer, considerada por muchos expertos como la madre de la Historia Natural. Su cosmovisión del mundo y de cómo el hombre está entrelazado con el todo es de una originalidad tan sorprendente como atrevida, pues le podría haber costado un serio disgusto por su tinte panenteísta. No menos fascinante es su universo en forma de huevo, que recuerda al sistema heliocéntrico. En reconocimiento a su faceta como astrónoma, han sido bautizados con su nombre un asteroide y un cráter en la cara oscura de la Luna.
La siguiente astrónoma de nuestra lista de grandes mujeres vivió en el Renacimiento. Se trata de Sophia Brahe, hermana pequeña del famoso astrónomo Tycho Brahe que cuenta entre otros méritos con el descubrimiento de una brillante supernova en la constelación de Casiopea. Pese a la desaprobación de sus padres, Tycho la admitió como ayudante en el observatorio de Uraniborg, donde Sophia colaboró en la elaboración del catálogo de posiciones planetarias que serviría a Johannes Kepler para enunciar sus famosísimas leyes. Sophia tuvo que abandonar su trabajo como astrónoma tras contraer matrimonio, tal y como mandaban los cánones de la época renacentista.
Uno de los mayores hitos de la Astronomía tuvo lugar a principios del siglo XVII con la aparición en escena de los primeros telescopios. En el panorama de la nueva ciencia que se consolida en la Modernidad brillan con luz propia algunos nombres femeninos, pese a que el acceso a la universidad les está prohibido, estando condenadas a trabajar a la sombra de los hombres, ya sean padres, esposos, hermanos e incluso hijos. Es el caso de Elisabeth Hevelius, ayudante de Johannes Hevelius, un astrónomo de reputación internacional 36 años mayor que Elisabeth, con quien se casó cuando ella apenas tenía 16 años. Tras la muerte de su marido, Elisabeth publicó Prodromus Astronomiae, un extenso y preciso catálogo de estrellas en el que habían trabajado juntos. Una situación similar fue la vivida por María Winkelmann, la primera mujer que descubrió un cometa. María fue ayudante de su marido, el astrónomo alemán Gottfried Kirch, y tras la muerte de éste pasó a serlo de su propio hijo, Christfried Kirch. En dos ocasiones a María le fue denegado el cargo de astrónoma asistente en la Academia de Berlín, pese a su altísima cualificación; hubiese sido un “peligroso” precedente que el patriarcado de la época no estaba dispuesto a aceptar. Las dos hijas de María, Christine y Margaretha, heredaron su amor por la astronomía y también fueron astrónomas. Y muy afortunadas, pues pudieron desarrollar su vocación científica, como ayudantes, eso sí, de su hermano Christfried.
María Cunitz tuvo la suerte de contar con una amplia formación en Matemáticas, Medicina, Historia y Lenguas gracias al empeño que pusieron sus padres en su educación. El aprendizaje en Astronomía corrió por cuenta de su segundo marido, el matemático y astrónomo Elias von Löwen. María consiguió tener una enorme reputación en su época gracias a la publicación de su libro Urania Propitia, un extraordinario catálogo estelar y planetario al que su marido escribió el prefacio para que no quedase duda alguna de la autoría de la obra de María.
En el siglo de las luces brilla con luz propia Nicole-Reine Lepaute. Junto a su marido, el relojero real Jean-André Lepaute, construyó un reloj con funciones astronómicas que fue presentado a la Academia Francesa de Ciencias donde causó un gran impacto. A raíz de este éxito Nicole-Reine trabajó como ayudante en el equipo del astrónomo Jérôme Lalande, consiguiendo grandes éxitos como el cálculo del retorno del cometa Halley. La autoría de su meritorio trabajo fue tan indiscutible que Nicole-Reine consiguió un gran hito en la historia de la Astronomía femenina: ser admitida como miembro honorario de la Academia Científica de Beziers en 1761.
A caballo entre los siglos XVIII y XIX encontramos a Carolina Herschel, hermana de Sir William Herschel, uno de los astrónomos más famosos de todos los tiempos. Carolina recibió educación musical junto al resto de sus hermanos, pues su padre era músico militar. Cuando William se convirtió en director de orquesta en Bath, Carolina, una excelente soprano, se trasladó a vivir con él. Fue allí, de manera casual, donde William se enamoró de las estrellas tras leer un libro del astrónomo James Ferguson, contagiando este amor a su hermana. Ambos pasarán a la historia por sus enormes contribuciones a la Astronomía, entre las que destaca la construcción de una nueva y revolucionaria generación de telescopios. Carolina vivió resignada a ser una sombra de su hermano, su eterna ayudante, aunque sus méritos fueron reconocidos con varias distinciones, entre las que destaca la medalla de oro de la Real Academia de Ciencia de Gran Bretaña en 1798. Cabe destacar que ha pasado a la historia como la primera astrónoma profesional, pues tras el nombramiento de William como astrónomo real, el rey Jorge III asignó un sueldo a Carolina en calidad de ayudante. Como anécdota, aprovechamos para recordar que uno de los mejores telescopios construidos por los Herschel tuvo como destinatario el flamante Observatorio de Madrid, aunque tuvo una vida muy corta pues fue destruido por las tropas de Napoleón en 1808.
A lo largo del siglo XIX comienza una tímida emancipación de las mujeres; la universidad deja de estarles vetada y hasta consiguen puestos de trabajo sin mediar relaciones familiares. Mary Somerville, María Mitchell, Annie Jump Cannon, Antonia Maury y Henrietta Swan Leavitt escriben sus nombres entre las páginas de la historia de la Astronomía por sus propios méritos. Pero la injusticia, la discriminación y la humillación siguen bien presentes. Sirva como ejemplo la conocida historia de las “computadoras de Harvard”, también llamadas el “harén de Pickering”, director del Observatorio de Harvard, quien tuvo la feliz ocurrencia de contratar mujeres para procesar la ingente información estelar que se iba acumulando por una cuestión de “ahorro de costes”. Y es que ellas recibían un salario considerablemente inferior al de ellos. Otro caso de injusticia flagrante es el de Henrietta Swan Leavitt; sus estudios sobre las cefeidas fueron determinantes para que Hubble descubriera la ley que lleva su nombre, obteniendo la primera prueba observacional a la teoría del Big Bang. Eclipsada por las luces con las que ellos fueron mundialmente reconocidos, la contribución determinante de Henrietta pasó desapercibida.
Las condiciones de trabajo de las astrónomas han ido mejorando sustancialmente durante el siglo XX, aunque las injusticias han seguido lacerando el buen nombre de la Astronomía. El premio Nobel de Física de 1974 es un clarísimo ejemplo: otorgado a Martin Ryle y Antony Hewish por el descubrimiento de los púlsares, la Academía Sueca ignoró olímpicamente a la verdadera descubridora del primer púlsar, Jocelyn Bell Burnell.
Echando la vista atrás es fácil constatar lo mucho que hemos conseguido avanzar, pero hay que estar muy ciego para no ver todo lo que aún nos queda por recorrer. Las mujeres no sólo tenemos el derecho a una igualdad real de oportunidades para desarrollar nuestras vocaciones científicas, sino a hacerlo desde nuestra condición de mujer. Queremos mirar al cielo, sí, pero no de cualquier manera, sino con nuestros ojos de mujer. Esto es lo que reivindica Jocelyn Bell en la cita con la que concluimos nuestro pequeño homenaje: “Las mujeres no deberían tener que hacer todo el esfuerzo de adaptación. Es hora de que la sociedad se acerque a las mujeres, y no las mujeres a la sociedad”.
El equipo de Ciencia Crítica celebra este año el Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia con un pequeño homenaje a las pioneras de la Astronomía. Mujeres valientes que desafiaron el statu quo de su época, atreviéndose a escudriñar el cielo intrigadas por los secretos que se esconden tras su infinita belleza.
Iniciamos nuestro relato viajando más de 4.000 años hacia el pasado hasta la Acadia del Rey Sargón I el Grande, en el siglo XXIII a.C., para encontrarnos con Enheduanna, una de las primeras mujeres de la historia cuyo nombre no ha sido borrado por las arenas del tiempo. Enheduanna fue una princesa que vivió en una de las grandes metrópolis de la antigüedad, la ciudad de Ur, donde ostentó el importante cargo político-religioso de sacerdotisa principal del dios Nannar (dios lunar). Poeta, escritora y astrónoma, su prolífica obra incluye numerosos datos autobiográficos y reflexiones personales. Destacan los himnos dedicados a Innana, la diosa mesopotámica del amor, así como sus alabanzas a las deidades celestiales que incluyen descripciones de los movimientos estelares. Enheduanna nos legó en uno de sus poemas su visión de lo que debe ser una mujer sabia: “La mujer que posee una sabiduría verdadera // consulta una tabla de lapislázuli // da consejos a todas las tierras // mide los cielos // coloca las cuerdas de medir en la tierra”. En 2015 la Unión Internacional de Astrónomos bautizó un cráter de Marte con el nombre de la primera astrónoma conocida de la historia.