Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.
Nada que celebrar
El 11 de febrero se celebra el Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia, dedicado a impulsar el acceso y la participación en la ciencia, la tecnología y la innovación de mujeres y niñas de todas las edades en plenas condiciones de igualdad, un paso imprescindible para lograr la igualdad entre los géneros y el empoderamiento de las mujeres desde su infancia. La declaración de este día por parte de Naciones Unidas en 2015 supuso la culminación de un siglo de enormes avances en los derechos de la mujer que, aun así, han seguido siendo insuficientes para garantizar la plena igualdad de derechos y oportunidades. Por desgracia, estos avances han ido acompañados de traumáticos retrocesos que nos recuerdan lo fácil que es volver a perderlos: en 2022 veinte millones de mujeres y niñas han sido expulsadas de las aulas en Afganistán. Les ha sido arrebatado su derecho fundamental a la educación. Les han cerrado de golpe esa ventana a la libertad que supone un libro para quienes viven en cautiverio. Este 11 de febrero no hay nada que celebrar, y sí mucho que reflexionar.
Situado en el corazón de Asia, Afganistán es un cruce de caminos, un enclave estratégico situado entre China, el subcontinente indio, las grandes llanuras del Asia central y la meseta irania. Ha sido parte de grandes imperios de la antigüedad, desde los persas sasánidas y aqueménidas hasta el Imperio maurya de la India. Conquistada por Alejandro Magno, Gengis Khan y Tamerlán, el fundador del Imperio mogol, Babur, estableció en Kabul su capital en su tránsito hacia la India. Afganistán fue un paso obligado de la ruta de la seda, la red de vasos comunicantes iniciada por la dinastía Han para unir oriente con occidente por la que fluyó el comercio y la cultura durante 15 siglos. La nueva ruta de la seda que planea actualmente China también pasará por Afganistán.
La orografía de Afganistán ha sido tan determinante para su historia como su posición estratégica. Atravesada por el macizo del Hindu Kush, dos tercios de su territorio están delineados por valles profundos y estrechos rodeados de altísimas montañas que llegan a superar los 6.000 metros. Al norte del país se extienden llanuras y colinas fértiles, mientras que el sudoeste es una región desértica donde destaca el desierto de Margow (desierto de la muerte en dari). El carácter indómito de su geografía ha dejado huella en sus habitantes, que han conseguido expulsar una y otra vez a sus conquistadores en una historia milenaria entretejida por incontables guerras, tanto internas como externas.
El tercer factor clave para entender la historia de Afganistán es su compleja mezcla de pueblos. Numerosas etnias conviven con no poca dificultad, cada una con su propio lenguaje, relaciones de parentesco, costumbres sociales, e incluso formas de vivir la religión, aún siendo musulmanes en su inmensa mayoría. Aunque los porcentajes no son del todo fiables, en la actualidad se estima que el 40% de la población son pastunes que se distribuyen por el este y el sur del país, seguidos por los tayikos, de origen persa, con un 25%. El 35% restante se distribuye entre hazaras, uzbekos, turcomanos, nuristaníes, baluchíes y kirguisos. Entre los pastunes se distinguen a su vez dos grandes grupos que han ido desarrollando marcadas diferencias: los que viven en el medio rural anclados a sus tradiciones, y los urbanitas, que se han ido adaptando al ritmo de los tiempos.
El Afganistán moderno se remonta a 1747. La dinastía pastún de los durrani consiguió liberarse de las influencias de mogoles y persas fundando el Imperio afgano, que ocupaba los actuales Afganistán y Pakistán. A lo largo del siglo XIX, a las dificultades interpuestas por la compleja orografía y la mezcla étnica para el progreso del país se sumó su posición geográfica, que le convirtió en un tablero de juego donde los imperios británico y ruso desarrollaron su Gran Juego. Situado entre ambos, los rusos pugnaban por abrirse paso hasta el Índico mientras los británicos trataban de impedirlo expandiendo el Imperio indio bajo su control hacia el oeste. Como parte del conflicto se desataron 3 guerras anglo-afganas; la primera fue ganada por los afganos y la segunda por los británicos, que ocuparon el país convirtiéndolo en un protectorado. Durante la ocupación británica un hecho será determinante para el futuro de la zona: el establecimiento de la línea Durand. Con la idea de facilitar el control de la región a los británicos, sir Henry Mortimer Durand tuvo la “feliz idea” de separar el entonces Emirato de Afganistán del Imperio indio por medio de una línea que divide en dos mitades el territorio tradicional pastún.
Tras la tercera guerra, en 1919, Afganistán consiguió su independencia, comenzando un periodo de modernización en el que destaca el reinado de Mohammed Zahir Shah entre 1933 y 1973. Durante este periodo se promulgó la primera constitución, se reconoció la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, y se dio a las mujeres derecho al voto, al trabajo y a la educación, estimulando su escolarización. También se abolió la obligación de cubrirse en público, dando ejemplo las mujeres de la familia real que dejaron de usar velo.
Pese a todos estos avances, la realidad de un país muy complicado se imponía; la inmensa mayoría de la población continuaba viviendo en entornos rurales aislados, difíciles de conectar con infraestructuras por la orografía del país. El porcentaje de analfabetos superaba el 90%, la esperanza de vida apenas rozaba los 40 años, la mortalidad infantil era alta, había numerosos brotes de tuberculosis y malaria, y la población padecía de una gran escasez de alimentos. Así, mientras Kabul se convertía en una ciudad moderna llena de restaurantes, cines y teatros, con mujeres afganas vestidas a la moda occidental y numerosos turistas, el medio rural continuaba viviendo bajo una pobreza extrema, aferrado a las tradiciones del pasado.
Este difícil contexto socioeconómico junto a la creciente impopularidad del rey fue aprovechado por uno de sus primos y exministros, Mohammed Daud Khan, para dar un golpe de Estado en 1973. A este seguiría otro en 1978 apoyado por los soviéticos, la revolución de Saur, a raíz del cual se fundaría una república socialista. La agenda del nuevo gobierno incluía una campaña de alfabetización, asistencia médica gratuita, una reforma agraria, y la introducción activa de las mujeres en la vida política. En paralelo, el nuevo gobierno trataba de sofocar la oposición con una campaña de encarcelamientos y ejecuciones de miembros de la antigua élite, y también del clero. Esto agitó aún más el habitual avispero al soliviantar a los afganos más tradicionales, hasta el punto de que el gobierno se vio obligado a pedir ayuda militar a la URSS.
La intervención de la URSS solo sirvió para alimentar el descontento, estallando un conflicto armado que se prolongó durante 14 años. La insurgencia, liderada por grupos de muyahidines de entornos rurales, fue abastecida de armas por algunos países árabes con la connivencia de Estados Unidos, que vio en el conflicto una forma de debilitar a los soviéticos. Bajo la administración de Reagan el apoyo americano a los insurgentes fue ya totalmente abierto, y decisivo para el curso de la guerra. Es indudable que los afganos son un pueblo aguerrido que conoce mejor que nadie su complejísimo territorio, pero resulta evidente que si un grupo de muyahidines anclados en el pasado consiguió ganar el pulso a la URSS fue por el enorme apoyo logístico con el que contaron. Tras la expulsión de los soviéticos, un grupo integrista formado mayoritariamente por pastunes, los talibanes, consiguió hacerse con el país estableciendo el Emirato Islámico de Afganistán en 1997, una teocracia fundamentalista que impuso una estricta interpretación de la sharía sumiendo al país en una edad oscura.
El atentado terrorista contra las torres gemelas llevó a Estados Unidos a emprender la “Operación Libertad Duradera” contra Afganistán en 2001, contando con el apoyo de una coalición internacional. Se iniciaba una guerra que tristemente se ha saldado con un nuevo triunfo de los talibanes 20 años más tarde. Al comienzo de la operación los talibanes fueron apartados del poder central, lo que permitió que se estableciera un gobierno democrático que restauró las libertades civiles en sus zonas de influencia, muy en particular los derechos de las mujeres. Pero el país continuó viviendo bajo una guerra civil que fue desgastando a la coalición internacional hasta provocar su caótica retirada en julio de 2021, y la caída del gobierno democrático. Afganistán vuelve a vivir bajo una teocracia fundamentalista. Las promesas de mantener los derechos civiles de la población, parte del plan de paz firmado en Doha por Estados Unidos y los talibanes en 2020, se han disuelto como un azucarillo en agua.
Hay que destacar que los talibanes han contado durante todo este tiempo con el apoyo del vecino Pakistán por una de esas ironías que tiene la historia. Si bien Estados Unidos ha fomentado una estrecha alianza con Pakistán en su guerra contra el terror por su posición geoestratégica, llegando a nombrarlo “aliado importante extra-OTAN” en 2002, Pakistán no ha dejado de apoyar a los talibanes. Para entender esta extraña actitud ambivalente debemos remontarnos a 1947, cuando los británicos dividieron su protectorado indio en dos países, Pakistán e India, siguiendo la línea Durand. Como explicamos anteriormente, la línea Durand divide la etnia pastún en dos grandes grupos que mantienen estrechos lazos de parentesco, uno situado en Afganistán y el otro en Pakistán, separados por una frontera artificial dificilísima de controlar. El temor a movimientos secesionistas pastunes que desestabilicen el país es lo que ha llevado a Pakistán a mantener esta peculiar doble alianza a lo largo del conflicto.
El panorama que se abre ante los veinte millones de mujeres y niñas afganas es desolador. Los talibanes son unos fanáticos integristas semianalfabetos que difícilmente van a evolucionar por sí solos, están fuertemente abastecidos por el enorme arsenal dejado tras de sí por los ejércitos occidentales, y no tienen resistencia interna. Cuentan además con las simpatías de las multimillonarias monarquías teocráticas del golfo, cuya discriminación de las mujeres no parece incomodar en lo más mínimo a los países occidentales a la hora de establecer estrechos vínculos de cooperación y amistad. A esto debemos sumar la nueva situación geopolítica; Afganistán sigue estando en el corazón de Asia, y en el nuevo tablero internacional es impensable que China, Rusia o la India vayan a inmiscuirse en sus asuntos internos, afanados como están en sus políticas comerciales entre otras guerras frías, y calientes.
Desde occidente lo ocurrido en Afganistán se contempla con una dolorosa indiferencia asentada en un indisimulado supremacismo cultural, que no sólo demuestra una triste falta de empatía sino, también, una escasa memoria histórica. Hace ahora un siglo, otro país muy lejos de Afganistán también vivía un proceso rápido de modernización social que culminaba en una democracia plena, esto es, una democracia con derecho al voto femenino. En este país, por vez primera en la historia, las mujeres tenían pleno acceso a la educación y a la independencia laboral y económica. Desafortunadamente, los extraordinarios avances conseguidos en pocos años fueron abortados por la insurrección violenta de un conglomerado de fundamentalistas religiosos y nostálgicos del autoritarismo que, para cortar de raíz cualquier avance, asentaron este con violencia y represión extrema. Primero alentaron desde púlpitos, emisoras de radio y puestos de mando militar la violación, tortura, asesinato y desaparición de cualquier mujer mínimamente liberal, feminista o simplemente independiente —incluyendo, en su barbarie extrema, menores de edad, embarazadas y ancianas. A ello siguieron interminables años de represión e indoctrinamiento, con colegios separados por sexo, limitación a las mujeres del acceso a la educación superior, y subordinación económica y laboral al marido, cuya autorización era imprescindible para poder trabajar y disponer de una cuenta bancaria, que solo podía ser compartida. Una represión apoyada por unas autoridades religiosas empoderadas que dominaban por completo todos los aspectos de la vida, como reflejaba la subordinación religiosa de los documentos civiles más esenciales como el del matrimonio.
Nuestro lector ya habrá adivinado que este país es España. El revulsivo de la guerra de Cuba había generado un proceso de modernización que incluyó el desarrollo de un incipiente sistema nacional de investigación, al que se incorporaron las mujeres gracias a los avances sociales de la República. Pero la brutalidad de la represión durante y tras la guerra civil acabó con estos avances, llevando al exilio a científicas como la pedagoga Margarita Comas, la neurocientífica Josefa Barba o la médica Josepa Bastard entre otras, además de a la inhabilitación y cese de la actividad científica a la mayoría de las que se quedaron en el país, como la docente Dolores Cebrián, Martina Casiano (la primera mujer en ser aceptada en la Real Sociedad Española de Física y Química) o las químicas Dorotea Barnés y Josefa González Aguado. Y aquellas que fueron capaces de mantener su actividad lo hicieron en un marco de subordinación e invisibilización que truncó su carrera investigadora, como le ocurrió a Maria Vila Clé, o la limitó a lo que Carmina Virgili definió como “aparecer como una curiosidad y colarse por esa rendija”. Las generaciones posteriores se quedaron sin referentes femeninos con el enorme hándicap que ello supone, y explica por qué España mantenía, a finales del siglo XX, una enorme brecha de género en la investigación (p.ej., en 2001 tan solo el 31% de los científicos de plantilla del CSIC eran mujeres, y en 2017 no llegaba aún al 36%; su presencia es muchísimo más restringida en los niveles más altos de la escala investigadora). También explica por qué, a pesar de las mejoras en la incorporación a la I+D durante la última década, España se mantiene en la cola de los países de la OCDE en los índices de igualdad laboral y empoderamiento económico (como el índice Women in Work de PwC).
Volviendo al Afganistán de 2023, es indudable que quienes han condenado a las mujeres afganas a una existencia miserable son los talibanes, con una visión ultraconservadora del islam que es rechazada por la mayoría de musulmanes en el mundo. Pero al repasar la historia de Afganistán vemos algo que va más allá de una utilización tortuosa de las creencias religiosas: vemos los juegos de guerra que caracterizan al heteropatriarcado. Vemos al polo masculino de nuestra especie en acción, con su ansia de lucha, de competición, de triunfo. Vemos imperios que guerrean entre sí, intereses económicos, estrategias geopolíticas… Y en mitad del fragor de la contienda vemos a madres, hermanas e hijas víctimas de una situación que les ha venido impuesta por el macho dominante. Mujeres ignoradas cuyo sufrimiento es considerado un “efecto colateral”, cuya triste historia tiene notorios paralelismos con las de otras mujeres, a pesar de las enormes diferencias geográficas y culturales.
La política instaurada por los talibanes es rechazada por el feminismo musulmán, que aun así nos recuerda que las mujeres afganas no necesitan ser “salvadas”, sino escuchadas, comprendidas y apoyadas. En lugar de juzgar lo que ocurre en otros lugares del mundo desde la autocomplacencia de quienes creen habitar un rico jardín, deberíamos tomar nota de cuáles son los mecanismos que sigue el terror para engendrar monstruos. Las preocupantes semejanzas del régimen talibán con el neofascismo en alza no deberían ser tomadas a la ligera.
Veinte millones de mujeres afganas han sido condenadas a una muerte en vida, expulsadas de las aulas, borradas de la vida pública. Y no se espera que nadie haga nada, más allá de las obligadas declaraciones grandilocuentes. Mientras los juegos de guerra continúen, la situación de ellas, y la de todas nosotras (que nadie se llame a engaño), seguirá siendo un asunto de tercera categoría. Paradójicamente, en este mundo en franca descomposición hoy más que nunca apremia la necesidad de un cambio de la actual ética por una que se centre en los cuidados mutuos, algo que solo podrá lograrse si conseguimos que prevalezcan los valores del feminismo y el ecologismo. Hoy más que nunca el papel de las mujeres es determinante, si es que la humanidad pretende tener un futuro.
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