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SOL Y SOMBRA

Las plantas crecen y se reproducen gracias a la luz. Seguramente por ello una planta tiene la capacidad de crecer ajustando su forma y crecimiento a la cantidad y calidad de la luz incidente. Pero utilizar la luz para fabricar su fuente de energía, los azucares, no es gratuito. Hojas más grandes favorecen una mayor síntesis de azúcares mediante fotosíntesis, pero también implican un mayor esfuerzo en transporte e incrementan el consumo de agua. Esta pérdida de agua es necesaria para permitir la absorción y movilidad de nutrientes, que ascienden desde el suelo a través de las raíces y el tallo, gracias también a la energía solar que activa un mecanismo a modo de bomba de succión. El necesario balance entre esta fabricación de azúcares y el transporte y pérdida de agua, ha sido seguramente la causa de que muchas plantas crezcan de manera plástica, incrementando el tamaño de las hojas cuando la luz es escasa y el agua no es limitante (en la sombra); y al contrario, disminuyendo el tamaño de las hojas cuando la luz es excesiva y el agua escasea (en el sol). Esto último permite a las plantas mantenerse vivas aunque al precio de hacerlo con una menor tasa de crecimiento. Este proceso por el cual un individuo ajusta su forma y función a las condiciones ambientales de un determinado momento y lugar se conoce como plasticidad fenotípica y es ubicuo en los seres vivos.

Vemos pues claramente cómo las plantas pueden ajustar su crecimiento a las circunstancias del ambiente, minimizando de este modo el mal uso de los recursos. Resulta intrigante comprender cómo las plantas consiguen integrar la información del entorno y tomar la “decisión correcta” sin poseer algo parecido a un cerebro, pero de hecho hay investigadores que, debido a la existencia de un evidente comportamiento adaptativo en plantas, están impulsando el nuevo campo de la neurobiología vegetal. Esto nos lleva a inevitables preguntas: ¿Qué es un cerebro? y ¿Qué tiene de particular el cerebro humano?

Si comparamos las capacidades del cerebro humano con las capacidades de una planta, podemos encontrar enseguida importantes analogías así como interesantes diferencias. El cerebro humano procesa información del entorno canalizada por los 5 sentidos para tomar decisiones en función de varios factores, tales como la experiencia previa del individuo (aprendizaje en función del ambiente en el que se desarrolla), la calidad de la información obtenida (función a su vez de la capacidad sensorial, así como de la existencia de dicha información en el ambiente), y de la base genética del cerebro (lo que podríamos llamar base genética de la personalidad). Dado que existen diferencias genéticas demostradas en cómo diferentes individuos en plantas responden a las inclemencias ambientales y también se ha demostrado que las plantas mantienen memoria a largo plazo y son capaces de comunicarse entre ellas, no es tan fácil definir por esta vía características que hagan a los animales “funcionalmente” diferentes de las plantas. ¿Qué es pues diferente en un cerebro? En animales, la alta capacidad de movimiento y la alta tasa de interacciones tanto sociales como con el resto de organismos, origina una necesidad de reaccionar rápidamente (por ejemplo para evitar depredadores, capturar presas, evitar engaños de los miembros del clan, cooperar en diferentes rutinas, etc.) algo que no se da en las plantas probablemente por restricciones de diseño (p. ej. al no tener un sistema muscular), siendo esta necesidad de reaccionar con rapidez probablemente una de las causas de la evolución de las capacidades cognitivas que llevó al desarrollo del lenguaje en humanos y, en general, a la evolución de un cerebro capaz de procesar información y tomar decisiones que involucran grandes niveles de complejidad; es decir, la evolución de la inteligencia.

No podemos negar que los humanos poseemos un cerebro único en el reino animal, lo cual nos permite hacer grandes cosas, de las cuales quizás la más destacable sea la alta capacidad de adecuar (o modificar) el entorno a nuestras necesidades. Esta adecuación del entorno y la evolución de dicha capacidad es lo que conocemos con el nombre de construcción del nicho y cuando dicha adecuación afecta directa o indirectamente a otros organismos hablamos de ingeniería del ecosistema. Es obvio que los humanos somos los ingenieros del ecosistema con mayor alcance en el planeta. Seguramente nuestro cerebro y la gran capacidad plástica que nos proporciona, esté detrás del gran éxito de nuestra especie, tal y como se ha demostrado en aves por ejemplo. Pero, dado que la selección natural actúa sobre todo a nivel de individuo (favoreciendo a unos individuos respecto a otros) ¿podemos decir que realmente estamos cambiando nuestro ambiente de tal manera que se pueda garantizar el futuro de nuestra especie? o ¿realmente estamos llegando al borde del colapso?

Lo que sí sabemos es que el cerebro de relativamente pocos humanos domina fuertemente el ambiente del resto de individuos de su especie, y que a pesar de que seguramente hay muchísimas personas con altos niveles de inteligencia (en cualquiera de sus acepciones) que están fuera de esta “clase dominante”, el ambiente Global del Planeta está dirigido por los primeros. La preocupación por el medio ambiente y el resto de la población humana pasaría así a un segundo plano, siendo el incremento de la riqueza de estos individuos, y la de sus súbditos más directos, lo que controla en gran medida la dinámica mundial. Esto es simple y llanamente lo que predeciría la selección natural y el darwinismo, por lo que parecería que en ese aspecto no somos diferentes a otros seres vivos. Sin embargo, lo que emerge de todo lo anterior es que existe una sombra alargada y siniestra que se cierne sobre el Planeta en su conjunto (un patrón sin precedentes causado por la globalización) ante la que no es fácil acomodarse. Esta sombra tiene un nombre: los mercados financieros, que controlarían no solamente los recursos, sino la información que llega al resto de humanos, lo cual mina nuestra capacidad plástica de reacción. Afortunadamente, estamos empezando a ver la luz del Sol y los cerebros pensantes de millones de personas están empezando a organizarse contra estas pocas personalidades ultra-egoístas.

Es razonable pensar que el ejercicio de nuestra plasticidad, más allá de la sombra, puede hacer que consigamos cambiar este mundo. Por ejemplo, si empezamos a buscar la complementariedad de nuestras personalidades (tanto desde un punto genético como plástico) y a enaltecer nuestra extraordinaria capacidad cerebral de cambiar un ambiente en que unos pocos explotan precisamente esa capacidad nuestra con el fin de llevarnos adonde ellos quieren, podríamos revertir ese proceso, lo que estimularía sin duda una oda al cerebro humano.

Las plantas crecen y se reproducen gracias a la luz. Seguramente por ello una planta tiene la capacidad de crecer ajustando su forma y crecimiento a la cantidad y calidad de la luz incidente. Pero utilizar la luz para fabricar su fuente de energía, los azucares, no es gratuito. Hojas más grandes favorecen una mayor síntesis de azúcares mediante fotosíntesis, pero también implican un mayor esfuerzo en transporte e incrementan el consumo de agua. Esta pérdida de agua es necesaria para permitir la absorción y movilidad de nutrientes, que ascienden desde el suelo a través de las raíces y el tallo, gracias también a la energía solar que activa un mecanismo a modo de bomba de succión. El necesario balance entre esta fabricación de azúcares y el transporte y pérdida de agua, ha sido seguramente la causa de que muchas plantas crezcan de manera plástica, incrementando el tamaño de las hojas cuando la luz es escasa y el agua no es limitante (en la sombra); y al contrario, disminuyendo el tamaño de las hojas cuando la luz es excesiva y el agua escasea (en el sol). Esto último permite a las plantas mantenerse vivas aunque al precio de hacerlo con una menor tasa de crecimiento. Este proceso por el cual un individuo ajusta su forma y función a las condiciones ambientales de un determinado momento y lugar se conoce como plasticidad fenotípica y es ubicuo en los seres vivos.

Vemos pues claramente cómo las plantas pueden ajustar su crecimiento a las circunstancias del ambiente, minimizando de este modo el mal uso de los recursos. Resulta intrigante comprender cómo las plantas consiguen integrar la información del entorno y tomar la “decisión correcta” sin poseer algo parecido a un cerebro, pero de hecho hay investigadores que, debido a la existencia de un evidente comportamiento adaptativo en plantas, están impulsando el nuevo campo de la neurobiología vegetal. Esto nos lleva a inevitables preguntas: ¿Qué es un cerebro? y ¿Qué tiene de particular el cerebro humano?