Opinión y blogs

Sobre este blog

La portada de mañana
Acceder
16 grandes ciudades no están en el sistema VioGén
El Gobierno estudia excluir a los ultraderechistas de la acusación popular
OPINIÓN | 'Este año tampoco', por Antón Losada

El teatro bélico y las políticas placebo: cómo dañar la salud y la economía

0

Tras los atentados del 11S, la seguridad se convirtió en una obsesión en EEUU y la UE. Una obsesión aprovechada por los estados para imponer medidas enormemente restrictivas, que en muchos casos persisten a pesar de haberse probado su escasa o nula eficiencia. El ejemplo más claro es, probablemente, la prohibición de transportar líquidos en los aviones – que, combinada con la contradictoria tolerancia a los precios abusivos en los aeropuertos, ha generado un enorme nicho de negocio que previene o ralentiza el cambio de normativa. Otros ejemplos aún más abusivos han resultado en un asalto a la libertad y los derechos individuales en aeropuertos, actos públicos, comunicaciones y redes sociales.  Estas restricciones y medidas han sido aceptadas alegremente por muchos ciudadanos como “el precio de la seguridad”. El proceso es siempre el mismo: un recorte de derechos cuya eficiencia en términos de seguridad no acaba nunca de verificarse y que, una vez introducida, ya no tenía vuelta atrás. 

El efecto de unas medidas que no son efectivas para conseguir el efecto buscado, pero que sí generan una (falsa) sensación de seguridad, ha sido descrito como el  “teatro de la seguridad”. Este “teatro” no solo refleja una profunda hipocresía y falta de liderazgo político que, como denuncia James Fallows en The Atlantic, se traduce en un grave dispendio de recursos públicos y en un grave recorte de las libertades. Este teatro y la falsa sensación de seguridad que genera tiene, además, dos efectos negativos: la relajación en las políticas, intervenciones y comportamientos ciudadanos que sí resultan efectivos, y el descreimiento y desconfianza de la ciudadanía al comprobar que estas “medidas estrella”, por las que han renunciado a elementos importantes de su libertad y bienestar, no han cumplido su cometido.

En un artículo reciente, Derek Thompson utilizaba otra metáfora escénica al referirse a otro teatro, al “teatro de la higiene”: el amplio abanico de medidas anti-COVID de escasa utilidad que podrían llevar aparejada una relajación en aquellas que, por ser mucho más efectivas, sí que habría que priorizar. En este artículo denuncia que tanto los organismos públicos como multitud de negocios han enfatizado medidas de higiene de utilidad moderada para enmascarar la ausencia de medidas esenciales para la prevención del contagio. Así, en gimnasios, bares y restaurantes, discotecas, transporte público e incluso domicilios se enfatizaba la desinfección de superficies que, siendo importante, no aborda la principal vía de contagio: la concentración creciente de gotitas y aerosoles en interiores no ventilados. Esto ignora, en realidad, los protocolos para una actividad comercial segura que ya planteó hace al menos cinco meses el Gobierno enfatizando la importancia de maximizar la ventilación.

La evidencia disponible hasta la fecha indica que, aunque los fómites (vectores pasivos o inertes como la piel, pelo, vestiduras o diversas superficies) son una vía de infección importante de controlar, la transmisión aérea es mucho más importante y debe ser el foco principal de atención. Como Thompson indica, “la mayoría de los científicos con los que hablé enfatizaron la importancia de lavarse las manos, de evitar tocarse la cara en área pública” e incluso “usar guantes en trabajos de mucho contacto” y “realizar limpiezas profundas… en hospitales”, pero recalca que “los excesos del teatro de la higiene tienen consecuencias negativas”: distraer esfuerzos y consumir recursos de medidas más efectivas para combatir la pandemia, incrementar la “fatiga preventiva” en los ciudadanos antes la sobrecarga de medidas – y, sobre todo, engañar a los ciudadanos haciéndoles creer que las medidas de higiene crean entornos seguros cuando la ausencia de otras medidas no garantiza esa seguridad.

Los ejemplos más claros de esta falsa seguridad son, probablemente, las situaciones en las que la higienización de superficies o la creación de “grupos burbuja” (generalmente, de tamaño demasiado grande para ser efectivos) sustituye a la utilización de mascarillas en situaciones de alto riesgo - como la realización de deportes en interiores poco ventilados de gimnasios y polideportivos (más aún si se trata de deportes de contacto). O aquellas en las que medidas de higienización cosmética sustituyen a medidas de distanciamiento físico real, como en las ciudades en las que en lugar de incrementar la frecuencia del transporte público se han instalado dispensadores de gel en las entradas.

El “teatro de la higiene” y el “teatro de la seguridad” han encontrado un punto de confluencia en otro teatro, el “teatro bélico” (la “guerra contra la pandemia”), cuyo último hito es la declaración del estado alarma y la imposición del toque de queda. Con ellas, se completa la sustitución de la batería de medidas sanitarias y preventivas recomendadas por los expertos, pero que conllevaban una reorganización del gasto público (y, en algunos casos, del modelo de gestión de éste), por medidas de orden público y metáforas militares que, como ocurre con el toque de queda, conjugan su escasa eficiencia con la criminalización de los ciudadanos a los que dicen querer proteger. El teatro bélico va más allá que el uso de lenguaje bélico contra la COVID-19, algo que, por cierto, está desaconsejado.  

La deriva hacia el “teatro bélico” comenzó, en realidad, con la declaración del primer estado de alarma. Un estado perfectamente justificado ante una situación a la que, por exceso de confianza y falta de información, se llegó tarde. Una declaración imprescindible para imponer el confinamiento domiciliario que fue determinante para aplanar la curva de transmisión del virus. Por desgracia, el discurso inicial profundamente cívico, en el que primaba la participación ciudadana y la solidaridad, y se trataba como héroes a los trabajadores que luchaban en primera línea contra la pandemia, fue sustituido progresivamente por un discurso militarista que enajenó esa participación y reforzó una imagen de orden-y-control jerárquico. La utilización de ese marco alienó la discusión crítica sobre las medidas a tomar y facilitó que la lucha partidista y la proliferación de bulos y falsas noticias (como los de los infames Médicos por la Verdad) debilitaran el compromiso social con el mantenimiento de medidas a largo plazo al llegar a un desconfinamiento seguro. 

La semilla debilitadora de la colaboración ciudadana, sembrada durante el confinamiento, germinó y dio sus frutos durante la precipitada desescalada. La dinámica de compromiso colectivo y el entusiasmo generado por el aplanamiento de la curva no fueron aprovechados para hacer una desescalada gradual, que hubiera hecho descender al máximo el número de casos durante el verano para colocarnos en una situación óptima para enfrentar el reinicio de la actividad económica y el principio del curso escolar en setiembre. La mezcla de lucha partidista y economicismo de cartel (dominado por la industria del turismo y el ocio) desembocó en una desescalada chapucera, dominada por el incumplimiento de prácticamente todos los mecanismos básicos de prevención y control: insuficiente rastreo de contagios y nulo refuerzo de la atención primaria; falta de planificación a medio y largo plazo, de la que la inacción y la “ausencia de un plan b” del ministro de Universidades fue un ejemplo clamoroso; la descoordinación y el descontrol en la gestión de los datos de contagios y fallecimientos, algo empleado por algunas comunidades para enmascarar la pésima evolución de las cifras y que el gobierno central fue incapaz de controlar;  y el establecimiento progresivo del “teatro de la seguridad” para enmascarar todas estas deficiencias.

La relajación salió muy cara. Los rebrotes generalizados que fueron ocurriendo a lo largo de toda la península y los dos archipiélagos fueron indicando, con claridad meridiana, como estábamos despilfarrando el control de la pandemia conseguido con un elevado esfuerzo durante la primavera. El país llegó así a septiembre sin reaccionar y sin adoptar las medidas necesarias para corregir el rumbo, que seguían siendo las mismas:

1) incrementar seriamente la inversión en prevención, rastreo y tratamiento temprano 

2) financiar las mejoras de infraestructura (física y telemática) y las ampliaciones de plantilla necesarias para que el curso se reanudara de forma realmente segura en colegios, institutos y universidades

3) incrementar la frecuencia del transporte público para disminuir el aforo por vagón o autobús

4)  regular adecuadamente la práctica del deporte, particularmente el de interior y contacto, y, sobre todo

5) regular las actividades de ocio de mayor riesgo, las que tienen lugar en interior y en situaciones de desinhibición (mediadas por la ingesta de alcohol o drogas). Y, como ocurre con las malas políticas, se entró progresivamente en un bucle de mentiras: para no reconocer los graves errores cometidos y la inacción, se recurrió a maquillar las cifras, culpar a los ciudadanos, (llegando a hacerles aceptar por escrito la responsabilidad de contagiarse),  incriminar al adversario político, e inventar nuevas medidas cosméticas que solo crean apariencia de seguridad.

El economicismo de los gobiernos central y regionales tenía, claro está, una razón de ser. El daño que la pandemia está haciendo a la economía es muy grave y hace que el coste de las políticas públicas necesarias para controlarla sea difícil de asumir, especialmente donde el refuerzo del gasto público entraba en contradicción directa con posiciones ideológicas o con políticas previas. Y aquí es justo mencionar la responsabilidad que están teniendo ciertos gobiernos europeos al bloquear fondos imprescindibles para poder afrontar los impactos a la economía. Fondos que ya se había acordado aportar pero que, debido a la acción de bloqueo de los autodenominados gobiernos “frugales”, no acaban de tramitarse. Es verdaderamente grave que estos gobiernos, responsables de políticas que han desprotegido a los más mayores en sus propios países (con letalidades del 32% y 38% en Holanda y Suecia para los mayores de 80 años, frente a un 21% en España), y que están enfrentando un rebrote aún más severo de la pandemia, estén usando tácticas de filibusterismo político para condicionar el control de la pandemia en Europa, convirtiéndola en el lugar del mundo donde más crece en este momento. Pero nada de esto excusa la falta de previsión y la ausencia de políticas efectivas que estamos viviendo en este momento.

Parece evidente que, desde hace ya varias semanas, los gobiernos regionales y central saben que la pandemia se ha descontrolado y que, tarde o temprano, tendremos que tomar medidas severas para controlarla,  incluyendo muy probablemente un nuevo confinamiento total. Prueba de ello es que han centrado la batalla del relato en quién va a tener la culpa de dicho confinamiento, en lugar de centrarla en explicar y descifrar bien las medidas que serían necesarias aplicar para evitarlo.

Y así hemos llegado a este nuevo estado de alarma, centrado en decretar un toque de queda, epítome de terminología militar con toques autoritarios del “teatro bélico” al que nos estábamos refiriendo. Sobre todo porque el teatro bélico se centra en una medida, el toque de queda, que no está priorizada en las recomendaciones de prácticamente ningún experto, para la que se carecen de evidencias sobre su efectividad, y cuya eficacia para controlar los contagios no es comparable a las medidas estructurales antes referidas. Aunque es cierto que su aplicación puede abordar uno de los mecanismos de contagio (el ocio nocturno, sea en locales comerciales o en domicilios y residencias), es innegable que no es imprescindible para limitarlo, no aborda la mayoría de los focos de contagio, y va a exigir una cantidad desproporcionada de esfuerzos y recursos para controlar su implementación. 

Como han mencionado muchos especialistas, el toque de queda es una medida que probablemente hará más bien que mal, pero que, como buen ejemplo del “teatro de la seguridad”, distraerá esfuerzos y recursos de otras medidas más eficaces. Al hacerlo causará aún más hastío y cansancio en una población cada vez más confundida y menos dispuesta a cumplir ciegamente con unas recomendaciones que ni se explican ni, por tanto, se entienden. Una desafección que se verá, además, reforzada por el énfasis en el control policial y la culpabilización del ciudadano asociada tanto a este tipo de medidas como al discurso que las prepara y acompaña.

Es importante reflexionar y hacerlo ya mismo, porque con este tipo de medidas las cosas no van a hacer sino empeorar. El “teatro de la seguridad”, la utilización de medidas cosméticas como distracción para mantener la economía funcionando unos días más (cual orquesta del Titanic) pero sin gastar los recursos necesarios para asegurar el nivel de salud pública imprescindible que evite su colapso, es una estrategia que ya ha demostrado su fracaso en la India, Brasil o EEUU. La batería de medidas que han servido en otros países, y en el nuestro, anteriormente, para contener la pandemia están claramente establecidas: distanciamiento social, restricción estricta de las actividades en interiores poco ventilados, uso obligatorio de mascarillas, diagnóstico temprano y rastreo eficaz de casos, refuerzo del sistema de atención primaria y mejora de la infraestructura hospitalaria. Todas estas medidas, como cualquier restricción adicional que se imponga durante el estado de alarma, deben ser explicadas en detalle, apoyadas con toda la evidencia científica disponible, y distribuidas por todos los canales posibles para que sean percibidas por la población como “legítimas”, ya que sin esa percepción de legitimidad es imposible que tengan éxito. Enfatizar otras medidas mientras estas no se abordan con eficacia nos pone en peligro a todos y afecta tanto a nuestra salud como a nuestra economía. No tenemos tiempo para más teatros.

Tras los atentados del 11S, la seguridad se convirtió en una obsesión en EEUU y la UE. Una obsesión aprovechada por los estados para imponer medidas enormemente restrictivas, que en muchos casos persisten a pesar de haberse probado su escasa o nula eficiencia. El ejemplo más claro es, probablemente, la prohibición de transportar líquidos en los aviones – que, combinada con la contradictoria tolerancia a los precios abusivos en los aeropuertos, ha generado un enorme nicho de negocio que previene o ralentiza el cambio de normativa. Otros ejemplos aún más abusivos han resultado en un asalto a la libertad y los derechos individuales en aeropuertos, actos públicos, comunicaciones y redes sociales.  Estas restricciones y medidas han sido aceptadas alegremente por muchos ciudadanos como “el precio de la seguridad”. El proceso es siempre el mismo: un recorte de derechos cuya eficiencia en términos de seguridad no acaba nunca de verificarse y que, una vez introducida, ya no tenía vuelta atrás. 

El efecto de unas medidas que no son efectivas para conseguir el efecto buscado, pero que sí generan una (falsa) sensación de seguridad, ha sido descrito como el  “teatro de la seguridad”. Este “teatro” no solo refleja una profunda hipocresía y falta de liderazgo político que, como denuncia James Fallows en The Atlantic, se traduce en un grave dispendio de recursos públicos y en un grave recorte de las libertades. Este teatro y la falsa sensación de seguridad que genera tiene, además, dos efectos negativos: la relajación en las políticas, intervenciones y comportamientos ciudadanos que sí resultan efectivos, y el descreimiento y desconfianza de la ciudadanía al comprobar que estas “medidas estrella”, por las que han renunciado a elementos importantes de su libertad y bienestar, no han cumplido su cometido.