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La universidad neoliberal y la futilidad de las clasificaciones simplistas

Uno puede pensar que los que nos consideramos progresistas tenemos visiones parecidas de la realidad, de la ciencia, de la universidad. Pero no es tan sencillo. La simplificación de la complejidad a la que nos someten los medios de comunicación o nuestros referentes intelectuales reducen lo complejo a una distribución binomial de blancos y negros, de buenos y malos. Ah, tú eres de los míos, o simplemente, tú eres de los otros. Sin embargo, la realidad es mucho más diversa y polifacética.

 

Hace unos días leíamos en este diario una entrevista al colectivo de profesores y alumnos Indocentia sobre la transformación neoliberal que ha sufrido la Universidad. Y aunque podemos estar de acuerdo en muchas de las cosas que allí se plantean,  la propuesta de este colectivo está en la antípodas de lo que nosotros entendemos que debe ser la Universidad. Por favor, permitid que discrepemos y que discutamos algunos de sus planteamientos, y entendamos la discusión no como un enfrentamiento encaminado a imponer nuestra visión por encima de la del oponente, sino como una puesta en contexto y un contraste de ideas para hacer emerger nuevas y más ricas perspectivas.

 

La evaluación competitiva no es necesariamente una expresión de neoliberalismo. Estamos de acuerdo en que las medidas políticas implementadas a lo largo de todos estos años, no sólo durante la crisis, sino desde mucho antes, han ido desvirtuando y descapitalizando a la universidad. Pero, bajo nuestro punto de vista, la evaluación del desempeño no sólo no es neoliberalismo, sino que representa una expresión rotunda de lo que debe ser el servicio público. La sociedad nos paga y debemos devolver la confianza que pone en nosotros con resultados medibles sometidos a una mejora continua – mejora que es imposible sin una evaluación de resultados.

 

Podemos estar de acuerdo en que la evaluación del éxito puede modificarse y ajustarse a muchas realidades, y que es posible que en ese sentido vivamos una burbuja neoliberal. Pero la necesidad de medir el desempeño individual y colectivo del personal universitario es indudable. Los tres pilares básicos de lo que hacemos o deberíamos hacer en la universidad (investigación, docencia y gestión) producen resultados medibles, y deben rendirse cuentas sobre los tres.

 

Los procedimientos puestos sobre la mesa a lo largo del tiempo y en diferentes países para medir la actividad investigadora son muy convergentes, por imperfectos y mejorables que sean. Es en ese punto donde se eleva la actividad científica como una profesión y no como una religión, y como tal, el éxito, el desempeño, se puede y se debe medir. Lógicamente, todo sistema de medida tiene un lado oscuro ya que puede incentivar el fraude. Las evaluaciones actuales permiten aumentar la probabilidad de éxito mediante estrategias cuestionables, como las que los autores indican (autorías rotativas y clientelares en los artículos, primacía de la investigación de corto plazo, rápidamente publicable, etc.). Pero para evitarlo, la solución no es dejar de evaluar, sino introducir mejoras que superen las limitaciones detectadas y,  sobre todo, utilizar los resultados de las evaluaciones para ayudar a los profesionales evaluados a mejorar, y no únicamente como elemento de selección o descarte. Las ideas expresadas por Indocentia en la entrevista apuntan numerosas críticas, profundas en el caso de la evaluación bibliométrica del personal docente e investigador. Podemos compartir la necesidad de mejorar los criterios y los procedimientos de evaluación pero no podemos apoyar estas críticas si no vienen de la mano de alternativas plausibles.

 

Dadas las crecientes dificultades para la contratación estable del profesorado universitario, nuestros jóvenes investigadores exigen reglas de acceso equitativas, transparentes y competitivas. Aunque todo es mejorable, y debemos asegurarnos de que mejore, la evaluación de la producción científica en base a la calidad de las publicaciones es mucho mejor que el procedimiento que existía hasta hace poco (y que se resiste a desaparecer), con reglas de promoción basadas en la lealtad, el aguante y la sumisión al maestro, tanto si es merecida como si no. Simplificar las reformas tachándolas todas de neoliberalismo no ayuda a luchar contra la mediocridad y el clientelismo.

 

Al igual que la investigación, la calidad de la docencia universitaria es medible. Estamos de acuerdo en que los programas puestos en marcha en nuestro país tienen un propósito meramente publicitario y, en la práctica, no sirven para nada. Pero los países anglosajones tienen larga experiencia evaluando la calidad de la docencia y aplicando programas para mejorarla (que incluyen cursos, materiales de apoyo y colaboración entre pares). Programas que se aplicaban mucho antes de que Reagan y Thatcher firmasen las reformas que dispararon el neoliberalismo en los países occidentales. Dudar de que muchas de sus universidades tienen una calidad docente a la que las nuestras deberían aspirar es, cuanto menos, absurdo. Solo hay que atreverse a aplicar estos programas superando los intereses de quienes se sienten amenazados por cualquier exigencia de mejora.

 

Es importante abordar un lugar común tremendamente consolidado: la dicotomía docencia-investigación. No existe ni un solo estudio serio que apoye la existencia de dicha dicotomía, que solo se ampara en evidencia anecdótica referida a “excelentes investigadores que no saben enseñar”. Lo que sí es evidente es que ser buen investigador no asegura ser buen docente, y viceversa. Nuestra experiencia indica que las cuatro combinaciones posibles entre buen/mal investigador y buen/mal docente están razonablemente equilibradas. Es decir, sí que existen buenos investigadores que son también buenos docentes y malos investigadores que también son malos docentes, así como todas las otras combinaciones. Pensar lo contrario es un mito. No debería ser aceptable tener ningún empleado que sea mediocre en ambas áreas (algo perfectamente posible en ausencia de evaluaciones), ni tampoco abandonar al autoaprendizaje y a la ausencia de incentivos a quienes necesitan mejorar una de ellas, como se hace hasta ahora.

 

 

Y por supuesto, hay que abordar en serio la tercera y más difusa actividad: la gestión. Una actividad que se puede y debe medir y auditar. Una actividad denostada por muchos, que consume tiempo y dinero pero que resulta imprescindible para la actividad universitaria. Una actividad para la que no se prepara a los docentes e investigadores, cuya ejecución deficiente puede consumir recursos preciosos (por lo escasos) para la docencia y la investigación. Es preciso contar con datos sobre la eficiencia individual y colectiva en tareas administrativas y de gestión,  y aportar incentivos adecuados para quienes sacrifican una parte significativa de su tiempo en llevarlas adelante. No olvidemos que una de las grandes diferencias entre las universidades españolas y las de otros países más avanzados es el adecuado reconocimiento de las responsabilidades de gestión en estas últimas.

 

 

Y medir todo esto, ¿para qué? Medir para mejorar, para tenerlo en cuenta en el desarrollo y en la promoción de la carrera profesional, para racionalizar el acceso de las nuevas generaciones a la carrera docente e investigadora, para ser más competitivos como sociedad, para devolver a ésta lo que nos da, para hacer honor al privilegio que nos ofrece con su confianza, para que piloten la academia los mejores, para que desaparezcan los absentistas, para que la meritocracia rompa las redes de clientelismo, para conseguir una gobernanza nueva donde el servicio público sea la clave. En resumen: medir para asegurar el futuro de nuestra universidad pública, convirtiéndola en un referente de ilustración, calidad y eficiencia.

Uno puede pensar que los que nos consideramos progresistas tenemos visiones parecidas de la realidad, de la ciencia, de la universidad. Pero no es tan sencillo. La simplificación de la complejidad a la que nos someten los medios de comunicación o nuestros referentes intelectuales reducen lo complejo a una distribución binomial de blancos y negros, de buenos y malos. Ah, tú eres de los míos, o simplemente, tú eres de los otros. Sin embargo, la realidad es mucho más diversa y polifacética.