Llegó el virus y algunos creen que también ha llegado la revolución. Giro radical, intervencionismo estalinista, programa bolivariano… Una derecha ciertamente desquiciada se ha puesto a gesticular contra las medidas del Ejecutivo que preside el socialista Pedro Sánchez como si los soviets estuvieran a punto de tomar el poder. Un medio especialmente cavernario no se cortó un pelo y llegó a titular que el Gobierno “instaura el comunismo”.
La reacción, nunca mejor dicho, viene provocada por la aprensión ante medidas que tienen en cuenta de forma clara, como no ocurrió en la crisis económica de hace una década, a los sectores más desprotegidos de la sociedad, incluidas las empleadas de hogar despedidas, los inquilinos amenazados de desahucio y una tropa de trabajadores eventuales y de autónomos falsos y reales. Las críticas al Gobierno, basadas en errores (que los ha habido y los habrá) e improvisaciones (previsibles unas e inevitables otras), están sobreactuadas porque la derecha negó desde el principio la legitimidad a su formato de coalición y a sus complejos apoyos parlamentarios, pero también por una sensación que cunde sobre el protagonismo de lo público, a partir de ahora, frente al dogma neoliberal.
La gran crisis que acompaña a la pandemia del coronavirus pone patas arriba lo que Thomas Piketty describe en su ensayo Capital e ideología como la justificación predominante del sistema desigualitario desde los años ochenta del siglo pasado. Critica el líder del PP, Pablo Casado, un intervencionismo del Gobierno del PSOE y Unidas Podemos que genera “inseguridad jurídica” y alerta contra eventuales nacionalizaciones. En efecto, puede que en la era postpandemia algunos anatemas establecidos desde la revolución conservadora de finales del siglo XX y algunos tópicos del discurso propietarista se vean amenazados.
Ciertos medios de la derecha no se esconden y llegan a asegurar que no se puede proteger como lo intenta el Gobierno de izquierdas a la legión de potenciales víctimas de la crisis producidas por la epidemia y que hay que volver al manual que se aplicó en la otra crisis: beneficios fiscales indiscriminados a las empresas, recortes de derechos y sufrimiento social. Dicho de otra manera: salvar las cuentas de resultados antes que a las personas. Las ingentes inversiones públicas en un sistema de salud diezmado desde entonces y en una industria estratégica de prevención de epidemias escuálida o inexistente serían la excepción. Si entonces se rescataron bancos mediante endeudamientos que todavía estamos pagando, ahora ocurriría lo mismo con la sanidad. Pero el paradigma neoliberal que no se toque. Eso piensan ellos.
Sin embargo, recelan esos sectores de que la gran crisis sanitaria global no sea solo un episodio tan duro como inesperado que no hay más remedio que superar sino también el punto de inflexión de un nuevo enfoque. Si el Estado, al final, tiene que asumir movilizaciones de recursos y rescates de tal magnitud, ya no de la economía, sino de la vida y la salud de la población cuando llega la emergencia, ¿por qué no plantear que a lo mejor lo colectivo, lo público, ha de tener más protagonismo en la organización de la economía y la sociedad, al menos en ciertos ámbitos? Vistas desde el fondo de la epidemia, por ejemplo, las privatizaciones sanitarias de la última década parecen una broma siniestra.
Qué grado de desigualdad estamos dispuestos a tolerar es una pregunta más pertinente que nunca, cuando sabemos cómo han crecido las rentas de los más ricos, han caído las de los más precarizados en las últimas décadas y ha llegado el momento en que la pandemia acaba de paralizar la mayor parte de la generación de riqueza.
La magnitud del desafío socava el discurso predominante, ese que Piketty caracteriza por la “fe indefinida en la autorregulación de los mercados y casi la sacralización de la propiedad”, asusta a la derecha y apela a una izquierda que tiene la obligación de dar respuestas valientes e innovadoras, respuestas progresistas y democráticas, a la necesidad de apoyar la economía productiva y al mismo tiempo evitar que se ensanche la brecha de la desigualdad, un problema descomunal.