Sánchez, Iglesias y la sombra de la marmota

No tendría sentido lanzarse a perder una segunda moción de censura. Pablo Iglesias acaba de ver rechazada la suya y sería absurdo azuzar a Pedro Sánchez para que perdiera otra cuya defensa no obedeciera a algo más que poner de nuevo el espejo ante el rostro deforme de la corrupción generalizada y las infames políticas del partido que gobierna.

La moción de Podemos ha revelado la brecha entre la España oficial, a la que se aferran Mariano Rajoy y los suyos, y la sociedad indignada que ha surgido de la crisis y sus tremendos remedios. La primera, en efecto, tiene por ahora a su favor la mayoría parlamentaria. La otra ha irrumpido como un vendaval en el hemiciclo para demoler la retórica y los consensos de un sistema muy deteriorado.

Entre aquellas sesiones en las que empezó a asomar el caso Gürtel, una palabra que el entonces presidente socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, fue incapaz de pronunciar una sola vez en el Congreso, y esta descarnada denuncia de una depredación intolerable de las instituciones por parte del PP media poco más de un lustro. Pero es como si hubiera pasado un siglo.

Ese ha sido el gran mérito de la moción de censura de Podemos: hacer evidente la magnitud del problema, el alcance de la gangrena, lo cínico de la respuesta de los responsables y lo dramático de que la sociedad no haya sido capaz todavía de atajar la infección.

No le pidamos ahora a Pedro Sánchez que emule ese momento porque ya lo han inscrito Irene Montero y Pablo Iglesias en la historia parlamentaria, ni que construya por arte de magia una mayoría alternativa porque ya tenemos experiencia de qué ocurre cuando se extrema la gesticulación y se acentúan las rivalidades. La endiablada aritmética que debería producirse para que saliera adelante un envite del líder socialista tiene un doble efecto: conduce a la parálisis porque se consideran imposibles las combinaciones y al victimismo porque se acusa a otros de ser los culpables.

La moderación del tono en las relaciones entre Podemos y el PSOE ha marcado, para bien, el enfoque de una moción que en su concepción inicial pretendía contribuir a descartar de la causa del cambio al histórico partido del otro Pablo Iglesias. Pero la presión sobre Sánchez desde las filas de los promotores de la frustrada censura a Rajoy a fin de que mueva ya sus opciones esconde apenas el oscuro deseo de que se estrelle. La mera sospecha de ello ha suscitado respuestas casi instintivas de los socialistas que lamentablemente remiten al primer intento de investidura de su candidato en el largo año electoral que acabó con Rajoy de nuevo en la Moncloa.

No puede volver a encallar la situación en el cruce de reproches sobre si tú no me apoyaste cuando pacté con Ciudadanos y tú permitiste con la abstención que volviera a gobernar el PP, como si se tratara del día de la marmota. La única forma de evitarlo es que el PSOE y Podemos aprendan a reconocerse como aliados.  Empezando por donde ya lo son: en el apoyo a algún gobierno autonómico, como el valenciano, mediante el Pacto del Botánico; en un buen número de gobiernos municipales, a través de confluencias en las que participan gentes de Izquierda Unida y del partido morado, y en el ánimo de un amplio sector de la opinión pública.

Habría que ir añadiendo a ese reconocimiento un diálogo intenso en busca de acuerdos, para hacer oposición pero también para construir mayorías con ellos, en asuntos como la regeneración democràtica, la transparencia, el rescate de derechos sociales y libertades civiles, el federalismo y tal vez la reforma de la Constitución. Es obvio que en algunos temas no será posible la coincidencia. Pero manejar las discrepancias forma parte también del aprendizaje de una gestión de la diversidad que va a hacer mucha falta.

Puede sonar errejonista porque probablemente lo es, pero no tiene lógica una segunda moción de censura si no se ha tejido antes un cierto relato político y se han corregido las actitudes, si Podemos no deja de fruncir el ceño ante los socialistas y estos últimos no empiezan a actuar como reformistas que sí que están dispuestos a reformar cosas.

El bucle al que conduce la rivalidad partidista por liderar una alternativa frente a la derecha lleva a la paradoja de que se consumen en él las energías de cambio. Se vio con claridad en la última campaña electoral, cuando la posibilidad del “sorpasso”, con Podemos a la carga y el PSOE asediado, dio un milagroso balón de oxígeno a Rajoy.

Con algunas lecciones aprendidas y una vez ha salido victorioso del largo proceso orgánico en su partido, tiene Pedro Sánchez la obligación de plasmar en la práctica el giro que su reelección ha supuesto en las filas del PSOE. Ignorar las expectativas creadas, moviendo de nuevo la ficha a una casilla defensiva, cuya opción en el tablero se haga depender de que Ciudadanos y Podemos “no se empeñen” en destacar sus diferencias, es un subterfugio y, todavía peor, podría llegar a suponer un fraude.

Resulta comprensible que el PSOE descarte una nueva moción de censura “a corto plazo”, pero no lo es en absoluto que vuelva a comenzar la ceremonia de la sombra de la marmota. Ni Pedro Sánchez es Bill Murray ni el anhelo de cambio puede durar mucho atrapado en el tiempo.