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Abrir los puertos, compartir la frontera

Que la Unión Europea deje de ser mera retórica política, o una presencia burocrática que emana desde Bruselas, depende de decisiones como la de ofrecer el puerto de Valencia para que más de 600 refugiados, atrapados en un barco en medio del Mediterráneo por la negativa italiana a dejarles desembarcar, hayan podido llegar al continente.

Contra el cierre que la extrema derecha pretende, vulnerando el derecho internacional más básico, la UE debe adoptar medidas contundentes que impliquen la exigencia de responsabilidades incluso judiciales y sanciones que no consistan solo en reprobar una actitud tan insolidaria para mirar enseguida hacia otro lado. Dejar a la deriva a cientos de personas esperando un rescate, como han hecho los dirigentes italianos, es sencillamente criminal.

Si Italia cierra sus puertos, es más necesario que nunca que otros puertos estén abiertos. Eso es lo que ha hecho Valencia, lo que ha hecho el Gobierno español, en una iniciativa que rompe con tanta hipocresía y tanto miedo a asumir el de los refugiados y el de los migrantes como fenómenos que ponen a prueba, no solo las fronteras geográficas de Europa, sino también sus fronteras mentales y sus valores.

Si el europeísmo significa algo más que un subterfugio para criticar a los populistas, porque llevan a la práctica respuestas extremas que uno mismo en el fondo secunda con su pasividad, debe encarnarse en decisiones políticas ejemplares y en debates públicos transparentes. Que los puertos estén abiertos, desde luego, no es más que una condición de partida para una política integral y digna en relación con la inmigración masiva, una política que debe explicitarse y, por tanto, dejar claro quién la boicotea, quién está con ella y quién la elude.

Cuando la izquierda llegó al poder en la Generalitat Valenciana, en plena crisis por la avalancha de refugiados que huían de la guerra de Siria, una de las primeras cosas que hizo el gobierno que preside Ximo Puig fue fletar un barco para organizar la acogida de más de un millar de aquellos refugiados que se amontonaban en campos precarios instalados en territorio griego. La vicepresidenta valenciana, Mónica Oltra, viajó a Leros y Mytilene, en la isla de Lesbos, en febrero de 2016, para conocer de primera mano la situación. Pero el Gobierno de Mariano Rajoy esgrimió sus competencias en la materia e impidió que la operación se llevara a cabo. De una vez, habrían venido a la península la mitad de los refugiados que ha acogido España desde entonces, pese al compromiso de recibir a más de 17.000 personas.

Ahora, el Gobierno de Pedro Sánchez ha actuado de otra manera y aquel dispositivo apoyado en la declaración de Valencia como  “ciudad refugio” dentro de una red de municipios explícitamente dispuestos a acoger a los refugiados, se ha reactivado para recibir a los rescatados por el Aquarius.

“Efecto llamada”, “coladero”, “buenismo”… Los de siempre ha desplegado todo un muestrario de objeciones a esta iniciativa desde unas actitudes que no aportan solución alguna al desafío de fondo. Y ese desafío no es otro que convertir Europa en lo que dice ser: una unidad política que garantiza el asilo, respeta los derechos humanos, prohíbe las expulsiones colectivas, e impide la devolución, expulsión o extradición de personas a estados en los que “corran grave riesgo de ser sometidas a la pena de muerte, a tortura o a otras penas o tratos inhumanos o degradantes”.

Pese a la meridiana protección que garantiza la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea, el asunto enfrenta a países, crea polémica en las opiniones públicas y hasta divide a coaliciones de gobierno, como le ocurre en Alemania a Angela Merkel, tal vez la estadista más consecuente con la gravedad del problema, aun a costa de convertirse en blanco de xenófobos, racistas y aislacionistas de todo tipo. El destino de los migrantes, en todo caso, no puede consistir en ser rechazados o llevados a la expulsión, como ocurre demasiado habitualmente. Y ese es un reto que también tiene el Gobierno de Sánchez.

El alcalde de Valencia, Joan Ribó, lo ha recordado estos días: “La gente no se va de su país por capricho, y eso los valencianos y valencianas lo hemos vivido durante la Guerra Civil recibiendo refugiados, y también siendo refugiados al final de la guerra y durante la posguerra. También lo ha vivido Europa durante las guerras mundiales y en cada conflicto bélico surgido en el continente. Nadie se va por gusto de su tierra y es muy importante que nos planteemos el problema desde unos parámetros de respeto a los derechos humanos por encima de cualquier otra consideración”.

De momento, la llegada del Aquarius a Valencia es una potente reivindicación de los puertos abiertos en una frontera que es de todos, así como una denuncia de la ignominiosa actuación del Gobierno de Italia y una llamada a actuar con la dignidad de una sociedad civilizada.