La sirena de la gran fábrica de zapatos Segarra marcó el día a día de la Vall d’Uixó (Castellón) durante casi todo el franquismo. Su sonido ordenaba la vida de los 10.000 obreros que llegó a tener el complejo con más eficacia que las campanas de las iglesias. Sus dueños construyeron una suerte de pueblo en miniatura para cubrir todas las necesidades de los empleados y sus familias a cambio de su control.
Fernando Peña, historiador y autor de un libro sobre el complejo industrial, explica cómo en los años 40 y 50 ser obrero de Segarra era “un privilegio porque implicaba poder sobrevivir”. Pese a que los sueldos eran “de subsistencia”, la empresa “paternalmente se hacía cargo de las necesidades que pudieran surgir a los empleados”. A cambio, estos tenían que consentir “el control absoluto sobre sus existencias”.
Ocupar el tiempo libre
Para ello, el propietario, Silvestre Segarra, inculcó la disciplina a través de mensajes de loa a la patria y al trabajo en las paredes. Dispuso cómo tenían que organizar su ocio los empleados: era casi obligado acudir a las instalaciones deportivas, así como a ciertos espectáculos de cine y teatro. Para cubrir todas sus necesidades, construyó una clínica con médicos excelentes, un economato y una escuela.
También un barrio completo, la colonia Segarra, en el que las familias debían cultivar su huerto y mantener la casa limpia. Tantos requisitos trataban de mantener “a los obreros alejados de la cantina, que podía ser un peligro moral pero también político, porque ahí era donde podían poner en común sus ideas y buscar una alternativa”, explica Peña.
Fue en el corazón de la colonia Segarra donde el dueño de la fábrica erigió una ermita. Está dedicada a la Virgen de los Desamparados, pero también a San Silvestre y Santa Teresa, dos santos de nombres iguales a los del propietario de la fábrica y su esposa. En la fachada, el industrial situó un gran escudo franquista protagonizado por el águila imperial. La pieza fue un homenaje al dictador Francisco Franco, cuyo apoyo fue una de las claves del éxito de la fábrica Segarra. La relación era tan estrecha que el gobernante visitó la fábrica en 1947.
Comuniones y fiestas bajo el águila
De todo aquello quedan los recuerdos de los obreros y sus familias pero pocos vestigios arquitectónicos reconocibles. No obstante, el águila preconstitucional sigue presidiendo la cuidada fachada de la ermita, sin que el transcurso de casi 40 años de democracia la haya rozado. El escudo sigue presidiendo comuniones, bautizos y demás celebraciones del barrio.
No obstante, puede que tenga los días contados. Tras el cambio de gobierno en 2015, PSOE, Compromís y EUPV llegaron al poder y el Ayuntamiento inició el proceso para retirar los tres escudos franquistas que quedaban. Se quitaron dos en sendos edificios oficiales: uno por el propio Consistorio y otro, en un instituto de secundaria, por parte de la Generalitat. En cuanto al de la iglesia, hace un año y medio el Ayuntamiento pidió al Obispado de Segorbe-Castellón que lo quitara.
También se ocupó del asunto el comité de expertos para la retirada de vestigios de la guerra civil y la dictadura. Es un órgano dependiente de la Conselleria de Justicia, que asesora sobre qué símbolos deben retirarse y cuáles han de conservarse debido a su valor artístico o a otras circunstancias. El próximo 27 de junio, el Comité aprobará un documento respecto a este escudo. En él, recomendará al Consistorio que pida al Obispado la retirada. También opina que debe custodiarse hasta formar parte en el futuro de un museo de la historia de la fábrica Segarra, si éste llega a construirse.
El Obispado retirará el escudo
Según portavoces municipales, hace aproximadamente un año y medio que solicitaron al Obispado la retirada del escudo. Fuentes episcopales aseguran que el proceso para retirarlo está en marcha y su desaparición de la fachada tendrá lugar próximamente.
Tras su desaparición, el águila franquista dejará de vigilar el comportamiento de los habitantes de la colonia Segarra desde la fachada de su iglesia. Pero el barrio seguirá siendo el testimonio urbanístico de un modelo “paternalista y tendente a la autosuficiencia” en palabras de Peña. La herencia de una ciudad industrial que daba empleo a diez mil personas de la comarca en un tiempo en que la Vall d’Uixó tenía en torno a 25.000 habitantes. A cambio, imponía el deber de obediencia incluso cuando la sirena de la fábrica había anunciado la hora del cierre.