Decía Caballero Bonald que vivir de verdad sólo se vive en los veranos. También hay quien dice que el mejor sitio para quedarse tumbado a la bartola es la infancia. No sé si las dos versiones son ciertas. Pero tienen algo en común. La apacibilidad de un tiempo sólo incordiado por los mosquitos -con la eficaz complicidad de esas putas moscas que sólo asumen un cierto grado de nobleza en los versos de Machado- y esa inocencia que, conforme vas poniendo cruces en el calendario de la edad, te das cuenta de que era más falsa que el master que le regalaron por el morro a Cristina Cifuentes.
Bastante de las dos versiones tuve la suerte de haberlas vivido en Llíria. Alguna vez ya lo conté en estas páginas. Un tiempo de infancia y adolescencia en que poco a poco vas conociendo lo que luego habrá de convertirse en ley de vida: nada es para siempre, pero hay veces en que lo mejor de lo que has vivido renace, como en el poema cinematográfico de William Wordsworth, en ese esplendor que brilla en la hierba del recuerdo. No es por ponerme cursi, pero a ratos es una manera de no dejarte comer por la mordedura infame de esa gentuza que miente más que habla, que desdice toda moral con su rocosa palabrería que insulta la decencia, que se burla -sin que se le mueva una pestaña- de la dignidad que habría de significar lo más grande y noble de lo humano. Prefiero la poesía del recuerdo antes que la retórica canalla de esos inventores de una realidad que sólo existe en las cuentas corrientes de ellos mismos y sus amigos millonarios.
Desde que éramos jóvenes andamos juntos los amigos de siempre. Y mira que es raro eso de conservar intacta una amistad que, como pasa con tantas cosas, tiene todos los números para acabar siendo uno más de los juguetes que se te han ido rompiendo a lo largo de tu vida. Llegué a Llíria como un crío encogido en el frío del invierno y allí sigo, lejanos ya aquel frío y un encogimiento que igual era más miedo a lo desconocido que otra cosa. Nunca dejé de pertenecer a aquella tribu de adolescentes que no se enteró de que, a los pocos días de llegar yo al pueblo, un grupo de militantes de izquierdas -sobre todo comunistas- eran detenidos junto a otros de algunos pueblos del Camp de Túria. Cuenta esa historia Vicent Ros -hijo de uno de los detenidos- en su magnífico libro La lluvia en el muro. Y aún sabíamos menos que ya en un lejanísimo 1943 -como escribe la historiadora Vicenta Verdugo- un numeroso grupo de mujeres obreras abandonaron su puesto de trabajo en la fábrica de Ríos en solidaridad con una trabajadora sancionada. Entonces nadie contaba nada y los días de Pascua eran como un pedazo de paraíso que en nada se parecía al desolador paisaje que pintaba John Milton en el suyo. La nostalgia es un desastre, pero a veces las imágenes de las cuadrillas camino del Parc de Sant Vicent cuando éramos críos no se borran fácilmente de la memoria. Lo que pasaba realmente no formaba parte de nuestro relato. Sencillamente porque el auténtico relato nos lo escamoteaba una dictadura que sólo contaba fantasías que poco o nada tenían que ver con lo real. Pero sobrevivimos a pesar de toda esa caterva de mentiras. Y en las fotografías de aquellos días no veo un tiempo inmejorable sino precisamente lo contrario: un tiempo que hemos ido mejorando con el paso inclemente de los años. Quienes salimos en esas fotografías no somos los de entonces sino los que ahora somos, no sé si mejores o peores, pero con el cuerpo nada dispuesto a tragarnos las bolas con que -como en los cuentos de León Felipe- nos dormían en aquellas largas, inacabables noches pobladas de fantasmas.
Por eso, todos los años desde que tenemos la misma sinrazón de entonces, seguimos con esa hermosa costumbre de no faltar nunca a la cita todos los lunes de Sant Vicent. En tantísimos años sólo habré faltado un par de veces, cuando coincide la fiesta con algún viaje al extranjero por culpa de alguna de mis novelas o un programa de conferencias sobre mucho de lo que cuento en esta columna. La memoria nos hace falta para no morirnos de asco. Y sobre todo nos hace falta para saber que nunca en ningún sitio ataron ni atan los perros con longanizas. Para descubrir que en aquellos lejanos años de la infancia y de la adolescencia éramos sólo las siluetas en blanco y negro de una fotografía que el tiempo ha ido retocando hasta dejarla como ahora es: el retrato de una pandilla que a pesar de todo nunca acabó convertida en un espectro de sí misma, en el color sepia de un photoshop que borra lo que no le conviene, en esa lucidez que no será la de una Virginia Woolf o un Walter Benjamin, pero que nos permite mirarnos en el espejo por las noches y descubrir ahí, en esa superficie con cagadas de mosca, que seguimos en la brecha de eso que se llama vivir o algo parecido: aunque no sea verano y haga ya muchísimo tiempo que dejamos atrás el territorio -no tan confortable como dicen- de la infancia.