Compañeras y compañeros de Izquierda Unida y de Esquerra Unida, ya ha acabado el ciclo electoral. Es el momento de hacer balance, de hablar alto y claro para reflexionar en común sobre los aciertos y los errores, de analizar fríamente el nuevo escenario político y nuestra situación en el mismo.
Una vez más hemos sido penalizados por el sistema electoral: más de 923.000 votos se han traducido en sólo 2 escaños, impidiéndonos conformar grupo parlamentario. Cada diputado nos cuesta casi ocho veces más que al PP. Es escandalosamente injusto y antidemocrático, como se reconoce unánimemente después de cada elección sin que luego cambie nada. Además, los medios de comunicación nos han querido apartar de la escena, decidiendo cuáles eran los cuatro partidos que la gente podía elegir, sin atender a la representación parlamentaria ni a los resultados electorales anteriores. La demoscopia y los intereses de los grupos empresariales que controlan el duopolio televisivo se han impuesto sobre la democracia. Y a pesar de todo ello hemos conseguido romper el bloqueo con una campaña heroica, gracias a una militancia abnegada y a un candidato excepcional que ha demostrado tener el mejor discurso. Somos la única izquierda que no ha claudicado de sus principios, la única fuerza que ha planteado medidas concretas para resolver los problemas reales de la clase trabajadora, la única candidatura que no ha salido en televisión cantando, bailando o cocinando... pero tenemos sólo 2 escaños.
¿No deberíamos de una vez por todas ir más allá de la crítica -tan bien formulada siempre- para llegar a la autocrítica? Por supuesto que la ley electoral y los grandes medios nos han fastidiado, pero... ¿acaso no contábamos con ello? ¿O es que nos pilla por sorpresa? Claro que la política se ha degradado para convertirse en un frívolo espectáculo de entretenimiento, pero... ¿no hemos roto el bloqueo mediático gracias a la campaña ingeniosa y desenfadada lanzada desde “la cueva” en las redes sociales? ¿No hicimos nosotros trending topic #gatetesconGarzon? Es evidente que fueron los líderes de Podemos quienes, con su arrogancia y desprecio, hicieron imposible la confluencia, pero... ¿con quién se coaligaron esta vez nuestros socios de ICV o Anova? ¿Por qué rechazamos la oferta de un pacto que nos reconocía jurídicamente y nos garantizaba un puesto de salida por Valencia? Son preguntas incómodas que nos ponen ante el espejo para que veamos también nuestras contradicciones.
Si no hacemos autocrítica corremos el peligro de seguir llegando tarde en unos tiempos de aceleración histórica. Se perciben claramente tres líneas de fractura en el régimen del 78: la territorial, la generacional y la política. Nuestro reto debe ser contribuir a romperlo por esta última para generar un cambio en favor de la mayoría social. Y eso sólo lo podremos hacer con otros partidos y organizaciones que, en apenas dos años, han superado todas nuestras marcas electorales históricas. ¿Hemos conseguido ya asumirlo? Porque “confluencia” no es una simple palabra bonita, como “unidad popular” no debería ser una marca electoral, sino una línea de acción estratégica más allá de condiciones que, una vez tras otra, hemos considerado inasumibles para acabar aceptando cuando el tren ya pasó. Ha sucedido en cada una de las convocatorias electorales de este ciclo: en las europeas fueron las primarias; en las municipales, la forma jurídica de partido instrumental; en las generales, la confluencia asimétrica según los territorios. ¿Ya tenemos claro que los ejemplos a seguir son Catalunya y Galicia? Sí, ahora.
Hagamos pues autocrítica, compañeros y compañeras, y eso pasa en primer lugar por asumir sin paños calientes la cruda realidad. No nos autoengañemos hablando del casi millón de votos -que suena muy bonito pero tan relativo como hablar de billones- sino del 3'7% de porcentaje que hemos obtenido. ¿Es lo que merecemos? No. ¿Es con lo que nos conformamos? Espero que tampoco. Porque muchas personas militamos en este proyecto para transformar la sociedad, no para mantener nuestra pureza mientras cambia la sociedad. Quizá este sea uno de nuestros principales problemas: la consideración de la organización como un fin en sí mismo, lo que, unido al nuevo escenario de competición con otras fuerzas en el mismo espacio político, ha generado en ciertos sectores internos una involución identitaria muy cercana al sectarismo, tantas veces refugio de la mediocridad. Sólo así se entienden las acusaciones de traición a quienes han aplicado la política de confluencia aprobada en los órganos, la sospecha permanente sobre todo aquel que no cierra filas con la dirección y se atreve -¡oh!- a pedir responsabilidades. Lo he vivido personalmente en estos últimos meses. Después de dimitir y votar en contra de la continuidad de la coordinadora de EUPV, he visto como la propia dirección me acusaba en la prensa -y no lo desmentía después- de irme a Compromís, como compañeros con los que siempre había tenido una relación afectuosa me retiraban el saludo, me descalificaban en las redes sociales o me preguntaban directamente “¿tú aún estás aquí?. Pues sí, de momento aquí sigo, sin aceptar otras propuestas de cargos o candidaturas, porque creo que los proyectos políticos son colectivos y cualquier decisión sobre su continuidad o cambio también lo ha de ser.
Vuelvo a la necesidad de autocrítica. Como ya dije después de las elecciones autonómicas del 24M, el resultado es injusto -terrible y dolorosamente injusto- pero real, y hay que actuar políticamente sobre la realidad. Una realidad cambiante que en poco se parece ya a la de hace tres décadas, cuando se fundó IU y se acabaron de sentar las bases de nuestra cultura interna, en buena medida heredada de la lucha obrera y antifranquista. ¿Hemos hecho alguna revisión de nuestras formas de organización o de nuestros discursos? Cualquier observador externo diría que bien poco. Seguimos más ligados simbólicamente al pasado, a toda nuestra mitología laica, que a un presente en el que resultan extraños nuestros códigos identitarios. Así, seguimos haciendo discursos de autoconsumo, dirigidos a los convencidos. Pero se trata de convencer. Y para ello hay que empatizar. He sufrido personalmente esa carencia como candidato, he visto como el mejor análisis racional era superado por la mejor representación emocional, he encontrado un gran reconocimiento entre una minoría politizada e ideologizada mientras otras candidaturas generaban más ilusión a la mayoría de nuestros potenciales votantes.
Hacer autocrítica significa también juzgarnos con el mismo rasero que a los demás. Somos una de las organizaciones políticas más democráticas, pero... ¿no es cierto que también en nuestra casa muchas veces “mandan quienes (ya) no se presentan a las elecciones”? Denunciamos la profesionalización de la política y las puertas giratorias, pero... ¿alguien se atreve a hacer el recuento de años y cargos de nuestros más destacados próceres? Y, por supuesto, hacer autocrítica es también reconocer lo que se ha hecho bien, las potencialidades por explotar, nuestras mejoras evidentes en esta campaña. Se ha generado ilusión y una gran ola de simpatía que trasciende a nuestro electorado. Tenemos un líder sólido que, paradójicamente, ha salido reforzado del 20D y puede coger las riendas del proyecto acompañado de un equipo que mira más al futuro y menos al pasado. Tenemos una militancia que sigue siendo referencia en muchos movimientos sociales. Y, sobre todo, tenemos una gran oportunidad histórica, quizás el último tren que veamos pasar en mucho tiempo. La vía por la que circula no es orgánica sino política. ¿Nos atrevemos a cogerlo o seguimos acuartelados hasta la derrota final?
Felices fiestas y próspera autocrítica, compañeras y compañeros.