Caso Almería: un crimen de Estado

No sé cuánta gente se acuerda de aquellos días de mayo. Estábamos en 1981. La Transición había acabado, si su fecha de caducidad la situamos después del golpe de Estado del 23-F. Otra fecha del final de la Transición se sitúa -según otras versiones de la historia- en el triunfo del PSOE en 1982. El día 7 de aquel mes de mayo, tres jóvenes viajan desde Cantabria hacia Almería para asistir a la comunión del hermano de uno de ellos. Los tres jóvenes eran Luis Montero, Juan Mañas y Luis Cobo. El niño que tomaba la comunión se llamaba y se sigue llamando Francisco Mañas. Han pasado 37 años desde entonces. Pero es como si hubieran pasado 37 siglos.

El tiempo histórico en nuestro país se cuenta con las medidas del silencio y el olvido. No con las de la historia. No con las de la memoria democrática. Y lo que es peor: cuando alguien intenta llenar esos huecos con la verdad, otra gente las llena vergonzosamente con mentiras. Treinta y siete años después de aquel 7 de mayo de 1981, día en que comienzan las circunstancias terribles de un viaje acabado trágicamente, la versión oficial de aquel crimen de Estado sigue llena de mentiras. Un crimen de Estado, sí. Un crimen de Estado que necesita ser reconocido democráticamente como verdad y como exigencia de justicia y de reparación.

Esos días hubo un atentado terrorista en la cuenta de ETA. Los jóvenes viajaban tranquilamente a la fiesta de una comunión en Pechina, el pueblo almeriense de Juan Mañas. Después del festejo viajan a algunos lugares próximos. El 9 de mayo son detenidos por la Guardia Civil en una tienda de Roquetes de Mar. Es ya de noche. El día siguiente aparecen en uno de los coches que habían alquilado para el viaje “calcinados, desmembrados y con múltiples balazos”. Unas horas tan sólo de la detención y aparecen así, en un barranco, acusados de pertenecer a ETA y de haber querido fugarse cuando una caravana de coches policiales los transportaba a Madrid. La ley de fugas, tan famosa en el relato embustero de los crímenes cometidos por la espalda. Se supo enseguida la verdad, pero esa verdad se ocultó y se sigue ocultando en las versiones oficiales de los asesinatos.

Ahora el Parlamento de Cantabria ha rendido homenaje a esa verdad. Los nombres de aquellos jóvenes han ocupado estos días el espacio parlamentario que ha rendido homenaje a su memoria. Hay en Cantabria un colectivo que no cesa en su lucha porque la historia deje de ser un territorio obsceno ocupado por el cinismo gobernante. Se llama precisamente Desmemoriados, como un apremio a salir de esa cueva oscura del olvido y el silencio, una cueva donde siguen presas las políticas serias de memoria que tanta falta nos hacen para dejar de ser esa anomalía histórica y moral que tanta vergüenza nos provoca. Somos el segundo país del planeta con más desaparecidos. Sólo nos supera Camboya. ¡Vaya orgullo, ¿no!

Ha sido ese colectivo el que ha impulsado el acto celebrado en el Parlamento cántabro. Y su propuesta va más allá de esa celebración instando al gobierno español a “iniciar los cambios legislativos necesarios y oportunos para que todas las víctimas de terrorismo, incluyendo las de violencia policial, grupos de ultraderecha y grupos parapoliciales, sean reparadas y reciban la consideración y protección que corresponde a esta condición”. Leo mucho de lo que les acabo de contar en la edición cántabra de eldiario.es y me pongo contento. Recordar aquellos días -cuando ya tenemos algunos una cierta edad- es constatar qué mierda de miedo y de oportunismo político y cobardía se apoderó de este país cuando las cosas hubieran podido empezar a cambiar -digo “empezar a cambiar”, sólo digo eso- en vez de a cerrar filas con el franquismo. Hace más de cuarenta años que se murió el dictador, llevamos ya más tiempo de democracia que del que duró la dictadura: ¿y en qué se nota eso cuando hablamos de memoria democrática? La voz hegemónica cuando hablamos de esa memoria sigue siendo la del franquismo. La derecha defiende su memoria fascista. ¿Y la izquierda?: ¿qué memoria defendemos la izquierda?

Han pasado 37 años desde aquel 10 de mayo de 1981. Los asesinatos cometidos ese día en nombre del Estado siguen sin otra versión oficial que la de entonces. Tres guardias civiles -de los once que formaban el operativo criminal- fueron condenados a penas de cárcel de las que se libraron mucho antes de lo que les tocaba. Y punto final. Hasta hoy. Con todo el respeto a las víctimas de ETA, hay en este país muchas otras víctimas sin ningún reconocimiento oficial. Las republicanas, por ejemplo. Y esos tres jóvenes que salieron un día felices y contentos de Santander y acabaron en un barranco de Almería convertidos en un revoltijo inmundo de huesos y cenizas. El acto celebrado en el Parlamento de Cantabria hace unos días ojalá sirviera de aliento para emprender iniciativas iguales o al menos parecidas. Es hora -aunque sea tardía- de salir ya de esa extraña patria “llena de vacíos”, como escribía Mario Benedetti de la suya. En la parte que me toca, este artículo y tantos otros de los que escribo están ya fuera de esa patria. Y cuento con ustedes para urdir más salidas en buena y noble compañía. Ojalá sea así. Ojalá.