El tránsito del sistema dictatorial al modelo democrático ha supuesto que en el Estado español hayan convivido en el tiempo formas y comportamientos que han prolongado una determinada manera de entender la representación pública, así como su relación con la ciudadanía. La posición de vasallaje del individuo hacia sus representantes se pone de manifiesto cada vez que tiene lugar la escenificación del poder. Los coches oficiales, los escoltas, el despliegue de seguridad, la colisión de protocolos y toda una parafernalia inacabable que consume recursos, con el solo propósito de engrasar una ficción que adquiere la apariencia de normalidad a costa de una fórmula de repetición. Con la fiesta de las Fallas en Valencia sucede algo similar, pues se ha pasado de la manifestación popular espontánea a un dispositivo instrumentado desde el poder político. El maximalismo, la sobredimensión y el exceso, característicos de la política municipal y autonómica valenciana en las dos últimas décadas, han estimulado el desenfreno también en el modo de entender las fallas, convertidas en “monumentos” desprovistos de contenidos significantes.
En el campo de las expresiones artísticas en el espacio público, se viene trabajando en la reconsideración del uso del arte en la ciudad, poniendo en cuestión la función ornamental o decorativa con la que el arte es empleado en tantas ocasiones. La faceta estética del arte no agota sus otras muchas posibilidades, más interesantes a mi parecer. La capacidad crítica y participativa del arte en el espacio público apela a una interpretación horizontal de la sociedad, con relaciones más naturales y menos regladas, contribuyendo al desarrollo de estímulos que activan en el individuo una progresión en la reconquista de la calle como lugar vertebrador de la comunidad. Ese proceso simbólico está conectado con la creciente necesidad que expresa la ciudadanía por recuperar el pulso con la realidad, saliendo del letargo de la opulencia falaz, para llevar a cabo un ejercicio de empoderamiento más participativo y menos autocrático.
La Falla Corona trabaja desde hace años para convertir el dispositivo fallero en una herramienta de experimentación cultural, huyendo de los estándares que parecen haber homologado estética y discursivamente las imágenes que cada año son devoradas por el fuego. Huir de la grandilocuencia y penetrar en los códigos de lo cotidiano no son tareas sencillas, cuando se piensa en el abigarramiento característico de las fallas. Sin duda se trata de un reto, que un artista urbano como Escif ha sabido formular con acierto. Los muros del centro histórico de Valencia le han visto crecer, mientras le sirven de bastidor para sus grafitis, cargados de mensajes en combustión, que buscan la complicidad del observador para hacer detonar las convenciones que durante demasiado tiempo han nublado el juicio de una mayoría. Pero a la vez que asistimos al final de esa época, Escif salta del muro para llevar a cabo una intervención que subvierte la estandarización fallera.
“Todo lo que sobra” pone en crisis el concepto de representación hegemónica, elimina los elementos centrales y rompe con la jerarquía del tamaño para llevarlo todo a una escala 1:1. Escif compone una narración realista que reconstruye el aspecto habitual del entorno a partir de materiales poco sofisticados como el cartón y la madera, que nos lleva al origen de las fallas. En la actualidad muchas calles, plazas e intersecciones son desalojadas de mobiliario urbano, de vehículos, semáforos y cualquier otro elemento que dificulte el uso del espacio público para el propósito de plantar las fallas, peatonalizando por unos días grandes áreas de la ciudad que habitualmente se encuentran subrogadas al tráfico rodado. Todo eso es lo que sobra, lo que se retira, para dejar disponible el espacio necesario en el que escenificar una catarsis anual de diversión autorizada. Pero en esta ocasión la falla pensada por Escif se arroga la responsabilidad de replicar los elementos retirados, con la intención de recomponer el aspecto cotidiano de este entorno, llevando a cabo el propósito de asemejarse a la realidad, mientras lo habitual es que las fallas se alejen de ésta para conducir al público por una experiencia espectacularizada. “Todo lo que sobra” es una réplica a la ciudadanía, una indicación que nos sugiere que recuperemos la iniciativa, que nos invita a pasar de la pasividad del que “mira” a la actitud del que “ve”. A veces son los pequeños gestos los que condensan la capacidad de transformarnos, y con ello extender cambios que nos revolucionan.
Escif lleva a cabo en la Falla Corona un ejercicio de sensatez que deja en evidencia a todas esas epopeyas de poliespan disneyficado, que año tras año compiten por elevarse hacia equilibrios imposibles. Parece que ha llegado el momento de poner los pies en el suelo, la sociedad ha comenzado a mostrarse intolerante con los juegos de apariencias. Si es cierto que el fuego cumple la función de purificar y regenerar, Valencia –aunque solo sea en lo simbólico- deberá pronto arder para expiar sus excesos. De momento la Falla Corona ha comenzado por desprenderse de “todo lo que sobra”, invitando a deshacerse de los atributos inútiles para poder llegar mejor a la esencia de las cosas. Es frecuente que las ramas impidan ver el bosque, pero también sucede en ocasiones que las verdades fundamentales se muestran sencillas a los ojos de todos y es nuestro enrevesado entendimiento el que nos impide reconocerlas. En la sencillez reside no solo la belleza, sino también la inteligencia.
El tránsito del sistema dictatorial al modelo democrático ha supuesto que en el Estado español hayan convivido en el tiempo formas y comportamientos que han prolongado una determinada manera de entender la representación pública, así como su relación con la ciudadanía. La posición de vasallaje del individuo hacia sus representantes se pone de manifiesto cada vez que tiene lugar la escenificación del poder. Los coches oficiales, los escoltas, el despliegue de seguridad, la colisión de protocolos y toda una parafernalia inacabable que consume recursos, con el solo propósito de engrasar una ficción que adquiere la apariencia de normalidad a costa de una fórmula de repetición. Con la fiesta de las Fallas en Valencia sucede algo similar, pues se ha pasado de la manifestación popular espontánea a un dispositivo instrumentado desde el poder político. El maximalismo, la sobredimensión y el exceso, característicos de la política municipal y autonómica valenciana en las dos últimas décadas, han estimulado el desenfreno también en el modo de entender las fallas, convertidas en “monumentos” desprovistos de contenidos significantes.
En el campo de las expresiones artísticas en el espacio público, se viene trabajando en la reconsideración del uso del arte en la ciudad, poniendo en cuestión la función ornamental o decorativa con la que el arte es empleado en tantas ocasiones. La faceta estética del arte no agota sus otras muchas posibilidades, más interesantes a mi parecer. La capacidad crítica y participativa del arte en el espacio público apela a una interpretación horizontal de la sociedad, con relaciones más naturales y menos regladas, contribuyendo al desarrollo de estímulos que activan en el individuo una progresión en la reconquista de la calle como lugar vertebrador de la comunidad. Ese proceso simbólico está conectado con la creciente necesidad que expresa la ciudadanía por recuperar el pulso con la realidad, saliendo del letargo de la opulencia falaz, para llevar a cabo un ejercicio de empoderamiento más participativo y menos autocrático.