Hace mucho que Fernand Braudel nos advirtió sobre la necesidad de tomar consciencia de la diversidad del Tiempo si aspirábamos a entender la marcha de la Historia. El estudioso francés destacaba en su ya clásica obra sobre el Mediterráneo en tiempos de Felipe II, la existencia al menos de tres niveles en el tiempo histórico: la larga duración de las estructuras, las etapas intermedias de las coyunturas y la fugacidad vertiginosa de los acontecimientos. Si le sumamos la longevidad de los periodos geológicos y las eternidades de las edades cósmicas, podemos hacernos una idea aproximada de ese gran acordeón cargado de enigmas que es el tiempo.
Con todo, pese a lo mucho que ya se ha escrito al respecto, todavía quedan demasiados aspectos oscuros por estudiar y descifrar. En este sentido, uno echa en falta algún exhaustivo análisis que nos desvele el engranaje que marca los cambios en las mentalidades conservadoras, cuyo ritmo parece situarse entre las braudelianas estructuras y los tiempos siderales. La historia de la Iglesia católica nos deja numerosos ejemplos para la reflexión. En este sentido, resultan emblemáticos esos 359 años, cuatro meses y nueve días que tuvieron que pasar para que Juan Pablo II rehabilitara públicamente a Galileo de su condena eclesiástica por pensar que la Tierra giraba alrededor del Sol.
Más difícil todavía resulta explicar las mutaciones en el ideario conservador español, cuya resistencia al cambio parece anclarlo en el inmovilismo más pertinaz. Veamos si no los 522 años que han tenido que transcurrir para que el gobierno de Mariano Rajoy haya admitido que la expulsión de los judíos decretada por los Reyes Católicos fue una vergüenza. Ignominia que ahora Alberto Ruiz Gallardón se apresura a superar con una ley que podría reconocer la nacionalidad española a unos 3 millones de hebreos que, según algunas estimaciones, serían descendientes de la diáspora de Sefarad.
Como dice el refranero, más vale tarde que nunca, así que bienvenida sea esta iniciativa que subsana una injusticia histórica. Pero sobre todo bienvenida sea una propuesta que nos permite aventurar la teoría de que la derechona patria necesitaría 522 años para asumir una mudanza ideológica. Si Rajoy impulsa una revisión crítica del genocidio indígena en América, iniciado por aquellas mismas fechas, estaremos pronto en condiciones de poder confirmar una suposición que nos ayudará en los próximos siglos a entender las leyes que condicionan la evolución de los conservadores carpetovetónicos, un misterio –al menos hasta ahora- más incomprensible que el mismísmo bosón de Higgs.
Si estos plazos se mantienen, estamos podemos adelantar la hipótesis de que en el año 2131 los herederos del actual PP tramitarán una proposición de ley para otorgar la nacionalidad española a los moriscos expulsados a partir de 1609. Así que, mientras llega ese día, muchos de esos futuros afortunados deberán resignarse a las concertinas y pelotas de gomas aguardándoles a las puertas de Ceuta y Melilla. Más paciencia tendrán que demostrar los saharauis que, pese a tener entonces DNI español y respaldo de la ONU, fueron abandonados bajo el napalm marroquí en 1975. Ellos deberán de esperar hasta 2497 para su resarcimiento histórico.
Pero no es preciso salir buscar damnificados fuera de nuestras fronteras. De mantenerse estos tiempos, es muy posible que en 2229 podamos también ver algún pronunciamiento institucional pidiendo perdón a los vecinos de Xàtiva por el incendio de la ciudad durante la Guerra de Sucesión, o empiecen a considerar que las antiguas Españas nunca dejaron de ser una realidad plurinacional. Hasta podemos llegar a ilusionarnos con la idea de que tras las últimas iniciativas lingüísticas del Consell, la derecha del Cap i Casal de por fin definitivamente superada la batalla de Valencia allá por el año 2536.
En fin, ¿quién sabe? Tal vez hasta podrá encontrar consuelo Pilar Alcorisa que a sus 73 años acaba de ver como la alcaldesa de Valencia Rita Barberá le denegaba la autorización para exhumar el cadáver de su padre. Teófilo, como se llamaba, fue detenido sin cargos el 19 de abril de 1947 en Higueruelas como represalia por las actividades guerrilleras antifranquistas de su hijo Pedro. Conducido al centro de detenidos de Arrancapins en Valencia, Teófilo amaneció un día ahorcado en su celda, siendo enterrado en una fosa común. Ahora, Pilar al menos sabe que, si no estamos equivocados en nuestras suposiciones, en 2469 estará en condiciones de dar un descanso digno al cuerpo de su padre.