Comunidad Valenciana Opinión y blogs

Sobre este blog

El bozal

Como todo objeto personal o de uso cotidiano impuesto por la costumbre o por la necesidad, a raíz de la pandemia la mascarilla se ha convertido rápidamente en un signo de distinción social. Desde un primer momento ya se vio cómo emergía el fenómeno en la calle. Aquí y allá aparecían individuos ataviados con una mascarilla impresionante que exhibía las siglas de certificación con la misma ostentación con que un Maserati luce la firma de Pininfarina. Mientras tanto, la mayoría no tenía, algunos llevaban un trozo de una vieja falda anudado al cogote, y otros la que regalaban las autoridades, supuestamente de un solo uso, que con el paso de los días comenzaba a destacar por su textura pringosa. Ahora hay mascarillas patrióticas, con logos tribales o que lucen manifiestos más o menos prescindibles, las hay de alta tecnología que incluso se limpian solas, y hay quien las colecciona todas y las combina con la vestimenta. El mundo prêt-à porter está vivamente interesado en el tema. Si la cosa se prolonga mucho, acabarán apareciendo retratos de Antonio López o fotografías de Annie Leibovitz de gente importante luciendo mascarilla. Ya son un wearable sujeto a las reglas del márquetin que adquiere una especial relevancia en estos momentos de «desescalada» en los que vamos pasando de fase en fase con aires de fiesta, la gente se reencuentra y se exhibe ante sus pares, celebra la «normalidad» y acelera su próximo y glorioso tropezón con la piedra habitual.

Eso que nos parecía una extravagancia asiática o algo excepcional nos está empezando a resultar familiar. Pero, más allá de la inapelable necesidad sanitaria, y por mucha creatividad que le pongamos, a poco que uno tienda a adoptar la perspectiva de entomólogo no puede evitar una sensación de bochorno al verse obligado a llevar mascarilla y al ver a sus congéneres con una puesta. Es, a todas luces, una humillación colectiva que debería afectar seriamente nuestra autoestima como especie. Porque, no nos engañemos: sea de fina muselina o de áspera arpillera, lleve impresa la enseña de la patria o el primoroso garabato del más fino modisto, eso es un bozal, uno de esos artilugios que solemos poner a ciertas bestias para evitar que nos muerdan. Ahora nos vemos obligados a ponérnoslos a nosotros mismos para no escupir al que tenemos al lado y para que él no nos escupa, para no matarlo y, sobre todo, por el miedo a que él nos mate. Para poder sobrevivir nos hemos tenido que meter voluntariamente en la jaula, y cada vez que nos sacamos a pasear nos hemos de encajar un cabestro en el hocico. Y no porque seamos tan listos como para saber que nos conviene hacerlo, sino porque somos tan estúpidos como para haber llegado a esa situación.

El virus no ha venido a nosotros; nosotros hemos ido a él. Desde siempre, en lugar de quedarnos tranquilos en nuestro hábitat, nos hemos empeñado en adentrarnos en el de otros a importunar, a saquear, a usurpar, a joder la marrana y al pangolín. Por eso, allá donde vamos, que es desde la Fosa de las Marianas al pico del Himalaya, lo hacemos siempre provistos de un arsenal para protegernos: cascos, escafandras, cantimploras, bastones, botellas de oxígeno, kits de supervivencia, lo que haga falta para sobrevivir en entornos que no son los que nos tocó en suerte el día de la creación. Cuanto más lejos queremos ir, más precauciones hemos de tomar. Y ha llegado un punto en que no nos podemos relajar ni siquiera permaneciendo en nuestro entorno más inmediato, porque no hemos dejado de cagarnos en él. Por eso utilizamos tapones para los oídos, antifaces para dormir, gafas para protegernos los ojos, sombreros para protegernos la calva, potingues para esquivar a los mosquitos, y ahora, mascarillas contra los virus… Realmente somos una especie singular. Hemos acabado siendo cuerpos extraños en nuestro propio medio. En la mayor parte del planeta somos intrusos y nos equipamos como tales. Y, fieles a nuestra naturaleza, de un tiempo a esta parte soñamos con conquistar el resto del universo.

Podemos asegurar que somos inasequibles al desaliento, aunque no podemos afirmar que actuamos sin complejo alguno. Cada vez que hemos salido de casa durante el confinamiento, aun dentro de la estricta normativa, lo hemos hecho siempre con la coartada preparada, nos hemos movido con la conciencia culpable a flor de piel, porque es parte esencial de nuestra idiosincrasia y nos pasamos la vida lidiando con ella: «Tengo la receta que justifica mi paseo hasta la farmacia», «Llevo el ticket del supermercado», «Con el perro, no me pueden decir nada», «Si me preguntan, voy a por el periódico»… En general actuamos así. Llevamos el DNI en el bolsillo y tenemos preparada una justificación para todo cuanto hacemos. Tenemos espíritu de delincuentes. Siempre nos sentimos en el filo de la ilegalidad por mucho que nos ciñamos a la ley. Porque la legalidad está permanentemente en obras, es una componenda acomodaticia y lo sabemos. Las leyes aparecen y desaparecen, todas ellas cambian, son interpretables y tienen su marco de excepcionalidad. Pretenden ser referentes objetivos en un ámbito tan inevitablemente subjetivo como el de la relación del ser humano con su entorno, con sus congéneres y con su propia conciencia. En última instancia regulan el flujo de la vida y de la muerte, de lo que puede y debe vivir y de lo que puede y debe morir.

Con todo, existe un cierto tipo de caraduras que contravienen las normas sin más excusa que su supuesto derecho a pisar por donde pasan, con el derecho a actuar como les peta sin necesidad de dar explicación alguna. En estos tiempos de pandemia se han hecho especialmente visibles desde el primer momento —no solo ahora, cuando algunas subespecies de este género se están organizando en manadas o, más bien, en rebaños agresivos—. Aquí y allá nos han incomodado y nos incomodan con su desfachatez y su temeridad, desafiando con su ejemplo obsceno nuestros miedos, nuestro puritanismo de biempensantes acorralados. Son elementos que actúan sin inhibiciones porque están convencidos de que el mundo no es más que el lugar donde ellos viven, y, por lo tanto, todo él está supeditado a su arbitrio y conveniencia. Nos consolamos pensando que son unos sociópatas insolidarios, pero, por inquietante que resulte, o precisamente por eso, habría que preguntarse si su principal característica no es la de carecer de esa mala conciencia con la que los demás pretendemos redimirnos. Su sentimiento de superioridad les hace sentirse libres de cualquier escrúpulo moral y de prudencia (sentirse impune induce a creerse inmune), y aumenta nuestro desasosiego no solo por la amenaza directa que representan, sino porque dejan al descubierto la imagen desnuda de la humanidad tal como es aquí y ahora, esa imagen que los demás necesitamos vestir con todo tipo de coartadas y bozales elegantes para que nos resulte soportable.

Como todo objeto personal o de uso cotidiano impuesto por la costumbre o por la necesidad, a raíz de la pandemia la mascarilla se ha convertido rápidamente en un signo de distinción social. Desde un primer momento ya se vio cómo emergía el fenómeno en la calle. Aquí y allá aparecían individuos ataviados con una mascarilla impresionante que exhibía las siglas de certificación con la misma ostentación con que un Maserati luce la firma de Pininfarina. Mientras tanto, la mayoría no tenía, algunos llevaban un trozo de una vieja falda anudado al cogote, y otros la que regalaban las autoridades, supuestamente de un solo uso, que con el paso de los días comenzaba a destacar por su textura pringosa. Ahora hay mascarillas patrióticas, con logos tribales o que lucen manifiestos más o menos prescindibles, las hay de alta tecnología que incluso se limpian solas, y hay quien las colecciona todas y las combina con la vestimenta. El mundo prêt-à porter está vivamente interesado en el tema. Si la cosa se prolonga mucho, acabarán apareciendo retratos de Antonio López o fotografías de Annie Leibovitz de gente importante luciendo mascarilla. Ya son un wearable sujeto a las reglas del márquetin que adquiere una especial relevancia en estos momentos de «desescalada» en los que vamos pasando de fase en fase con aires de fiesta, la gente se reencuentra y se exhibe ante sus pares, celebra la «normalidad» y acelera su próximo y glorioso tropezón con la piedra habitual.

Eso que nos parecía una extravagancia asiática o algo excepcional nos está empezando a resultar familiar. Pero, más allá de la inapelable necesidad sanitaria, y por mucha creatividad que le pongamos, a poco que uno tienda a adoptar la perspectiva de entomólogo no puede evitar una sensación de bochorno al verse obligado a llevar mascarilla y al ver a sus congéneres con una puesta. Es, a todas luces, una humillación colectiva que debería afectar seriamente nuestra autoestima como especie. Porque, no nos engañemos: sea de fina muselina o de áspera arpillera, lleve impresa la enseña de la patria o el primoroso garabato del más fino modisto, eso es un bozal, uno de esos artilugios que solemos poner a ciertas bestias para evitar que nos muerdan. Ahora nos vemos obligados a ponérnoslos a nosotros mismos para no escupir al que tenemos al lado y para que él no nos escupa, para no matarlo y, sobre todo, por el miedo a que él nos mate. Para poder sobrevivir nos hemos tenido que meter voluntariamente en la jaula, y cada vez que nos sacamos a pasear nos hemos de encajar un cabestro en el hocico. Y no porque seamos tan listos como para saber que nos conviene hacerlo, sino porque somos tan estúpidos como para haber llegado a esa situación.