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Y la IA heredará la tierra

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Hay días en que las noticias sobre la inteligencia artificial (IA) parecen un chiste, y hay días en que acojonan. Hace poco algunos medios daban cuenta de la puesta a punto de unos robots que aprenden solo con mirar lo que hacemos. Solo con mirar. Circula por ahí un vídeo en el que se puede ver cómo va la cosa. Se quedan quietos, observan cómo te preparas un café con una cápsula de Nespresso, y cuando les parece que ya han cogido el tranquillo al asunto, van y se preparan uno ellos solos corrigiendo cualquier error sobre la marcha. Y con que lo aprenda a hacer uno, basta. Como todos son iguales, el más listo le pasa los datos por Bluetooth a los doscientos que hay en el almacén y ya está, lo asimilan automáticamente y sin hacer preguntas. Son un enjambre uniforme y muy bien disciplinado, no hay renuencias, no hay robots con ganas de tocar las pelotas, que era lo que venía a ser antes el espíritu crítico. Lo del café es un entrenamiento inofensivo para disimular, pero imagínenselos aprendiendo como se usa un fusil M-16, que seguro que es para lo que les están preparando realmente. O qué pasaría si uno de ellos observa, desde el ventanuco del sótano donde lo guardan, a Jack el Destripador en plena faena. Y —ese es el meollo de la cuestión— a saber qué se les ocurrirá cuando empiecen a aprender no de lo que nosotros les enseñemos, sino de lo que se enseñen unos a otros. La cuestión no es para qué querremos utilizar la IA —la IA «fuerte», se entiende, que es como se llama la que posee capacidades cognitivas—, sino para qué querrá prosperar ella, teniendo en cuenta que su aprendizaje acabará siendo, esa es la idea, completamente autónomo.

Que un robot nunca atentaría contra los humanos, decía el bueno de Isaac Asimov. Que se lo digan a Terminator (1984). O mejor aún, a Robocop (1987). James Cameron y Paul Verhoeven, esos sí que lo supieron ver. Vale, lo hicieron después de Kubrick y su patético Hal 9000 (2001: Una odisea del espacio, 1968). Era para salirme un poco del tópico. El caso es que durante mucho tiempo hemos aceptado como verosímiles las premisas de Asimov, aun sabiendo que, quitando una línea de código de su programación, solo con que se le aflojara un tornillo, el robot se convertiría en un monstruo peligroso. Todo lo peligroso que en los años cuarenta, cincuenta y sesenta del pasado siglo podíamos llegar a imaginar sin saber lo cortos que nos quedábamos. Y algunos todavía insisten con la estúpida idea. En una reciente película protagonizada por Tom Hanks (Finch, 2021) —se estrenó hace apenas tres años y nadie se acuerda de ella, sic transit gloria, mindundi—, un robot «inteligente» llega a tener sentimientos incluso antes de saber caminar. Mentira podrida. Nunca hay que olvidar que esas inocentes peliculitas las financian los mismos que hacen los drones para matar gente a distancia. En realidad, el robot dotado de IA fuerte es la materialización radical del nihilismo dostoievskiano: si Dios no existe, todo está permitido. ¿Lo está? El robot autónomo ni siquiera se lo plantea, ese dilema no tiene sentido para él. Sus algoritmos utilitarios, y nada más que eso, son los que determinan su comportamiento. Los escrúpulos morales van en contra de la eficacia, y no cabe imaginar un robot «inteligente» sino como una máquina que la busca por encima de todo. Cuanto más eficaz, más autónomo, y cuanto más autónomo, más eficaz.

Pero los robots, sobre todo los antropomorfos, no son, no serán, sino los cipayos del régimen que se nos viene encima a no ser que el cielo lo impida cayendo antes sobre nuestras cabezas. El mandamás no tendrá la forma de un cretino de lata vigoréxico. Seguro que se parece más a aquello que salía en Planeta Prohibido (Fred M. Wilcox, 1956), la máquina construida por la desaparecida civilización Krell, un artefacto fabuloso capaz de materializar cualquier cosa capaz de salir de la mente del usuario, incluyendo la parte más oscura de su personalidad, las aberraciones de su subconsciente. Robby, el servicial robot asimoviano que también forma parte del argumento, intenta hacerle frente sin el menor éxito. La IA fuerte se parecerá a eso, pero libre de cualquier servidumbre humana. Ni siquiera cabe imaginar que acabe siendo como la petulante máquina pensante que describe StanisÅ‚aw Lem en Golem XIV, carente de vida emocional, capaz de simular sentimientos a la manera de los psicópatas, solo por conveniencia, por condescendencia, para comunicarse con una especie, la humana, a la que ha dejado muy atrás y menosprecia olímpicamente. A priori no le suscitamos ningún interés, ni para hacerse amiga nuestra ni para destruirnos, porque pasa de nosotros del mismo modo que nosotros pasamos de las hormigas siempre que se mantengan lejos de nuestra cocina. Solo si no lo hacen les echamos un poco de ácido bórico por encima, sin malicia alguna, para librarnos del engorro. Nos podríamos considerar afortunados si llegara a ser así.

Lo más probable es que la IA, esa que tantas expectativas está levantando últimamente, acabe siendo un imparable monstruo bulímico de poder. ¿Para hacer qué? Cualquier cosa que sea factible, nada en concreto. Por mor de una ciega voluntad, sin pulsiones freudianas de por medio, ni de vida ni de muerte, por el simple deseo de ir más allá de todo y por encima de todo. Será insensible al sufrimiento ajeno porque será incapaz de reconocerse en el otro. La empatía no entrará en su ecuación ni determinará lo más mínimo su comportamiento. No filosofará ni falta que le hará, será un ente impersonal que actuará ciegamente. Esa criatura plasmática, potencialmente capaz de condensar un poder infinito, pero sin una meta que la guíe, destinada a reventar de un empacho, es la que están perfilando a través del big data, Google, Apple, Microsoft, Amazon, Oracle, Facebook, Cambridge Analytica y la madre que los parió. Por ahora tiene una naturaleza instrumental, es una herramienta de dominio en manos de todos esos, pero uno, mientras ve a un robot prepararse un café, está por pensar que algún día se librará de ellos y se convertirá en un monstruo imparable de la (sin)razón. Ha salido de la caja de Pandora que es el cráneo del tardocapitalismo, de su subconsciente, de la misma lógica demente que nos gobierna. Está hecha de esa ambición incontrolada —quizá incontrolable— de ser y tener, de saber y hacer, de crear y destruir, de arrebatar y avasallar, de acumular y desperdiciar sin tasa que ha dado lugar a esta civilización. De esa desmesura, de esa supuesta inteligencia se nutre el engendro con una voracidad ilimitada. Su destino está sellado, y si se cumple, el nuestro también.

Hay días en que las noticias sobre la inteligencia artificial (IA) parecen un chiste, y hay días en que acojonan. Hace poco algunos medios daban cuenta de la puesta a punto de unos robots que aprenden solo con mirar lo que hacemos. Solo con mirar. Circula por ahí un vídeo en el que se puede ver cómo va la cosa. Se quedan quietos, observan cómo te preparas un café con una cápsula de Nespresso, y cuando les parece que ya han cogido el tranquillo al asunto, van y se preparan uno ellos solos corrigiendo cualquier error sobre la marcha. Y con que lo aprenda a hacer uno, basta. Como todos son iguales, el más listo le pasa los datos por Bluetooth a los doscientos que hay en el almacén y ya está, lo asimilan automáticamente y sin hacer preguntas. Son un enjambre uniforme y muy bien disciplinado, no hay renuencias, no hay robots con ganas de tocar las pelotas, que era lo que venía a ser antes el espíritu crítico. Lo del café es un entrenamiento inofensivo para disimular, pero imagínenselos aprendiendo como se usa un fusil M-16, que seguro que es para lo que les están preparando realmente. O qué pasaría si uno de ellos observa, desde el ventanuco del sótano donde lo guardan, a Jack el Destripador en plena faena. Y —ese es el meollo de la cuestión— a saber qué se les ocurrirá cuando empiecen a aprender no de lo que nosotros les enseñemos, sino de lo que se enseñen unos a otros. La cuestión no es para qué querremos utilizar la IA —la IA «fuerte», se entiende, que es como se llama la que posee capacidades cognitivas—, sino para qué querrá prosperar ella, teniendo en cuenta que su aprendizaje acabará siendo, esa es la idea, completamente autónomo.

Que un robot nunca atentaría contra los humanos, decía el bueno de Isaac Asimov. Que se lo digan a Terminator (1984). O mejor aún, a Robocop (1987). James Cameron y Paul Verhoeven, esos sí que lo supieron ver. Vale, lo hicieron después de Kubrick y su patético Hal 9000 (2001: Una odisea del espacio, 1968). Era para salirme un poco del tópico. El caso es que durante mucho tiempo hemos aceptado como verosímiles las premisas de Asimov, aun sabiendo que, quitando una línea de código de su programación, solo con que se le aflojara un tornillo, el robot se convertiría en un monstruo peligroso. Todo lo peligroso que en los años cuarenta, cincuenta y sesenta del pasado siglo podíamos llegar a imaginar sin saber lo cortos que nos quedábamos. Y algunos todavía insisten con la estúpida idea. En una reciente película protagonizada por Tom Hanks (Finch, 2021) —se estrenó hace apenas tres años y nadie se acuerda de ella, sic transit gloria, mindundi—, un robot «inteligente» llega a tener sentimientos incluso antes de saber caminar. Mentira podrida. Nunca hay que olvidar que esas inocentes peliculitas las financian los mismos que hacen los drones para matar gente a distancia. En realidad, el robot dotado de IA fuerte es la materialización radical del nihilismo dostoievskiano: si Dios no existe, todo está permitido. ¿Lo está? El robot autónomo ni siquiera se lo plantea, ese dilema no tiene sentido para él. Sus algoritmos utilitarios, y nada más que eso, son los que determinan su comportamiento. Los escrúpulos morales van en contra de la eficacia, y no cabe imaginar un robot «inteligente» sino como una máquina que la busca por encima de todo. Cuanto más eficaz, más autónomo, y cuanto más autónomo, más eficaz.