La publicidad que circula por otros medios la vas esquivando con cierto éxito, pero de esa que vomita el televisor al que están tus ancianos padres enchufados como un yonqui a su camello, no siempre puedes huir. Ancianos y televisor, conectados por el mando a distancia al que ellos se aferran, forman un solo animal cibernético, un cíborg. A medida que la sordera aumenta, lo hace el volumen del aparato. La parte electrónica de la bestia va apoderándose de la humana. Las conversaciones son cortas; el televisor, inclemente. Estás atrapado. Cada diez minutos de serie turca, diez minutos de anuncios y vuelta a empezar, sin solución de continuidad. La telenovela se corta bruscamente y aparece un coche que circula por unas calles solitarias y a su paso convierte la ciudad en Disneylandia. Una entidad bancaria pretende convencerte de que el ser humano que hay en ti es lo único que les importa, en ningún caso tu dinero, la médula de su siniestro espinazo. Una empresa de energía jura por lo más sagrado que para ellos lo primero es el planeta, y si sacan algo, pues vale. Una compañía de seguridad te la quita toda haciéndote creer que una horda de delincuentes hace cola para asaltar tu casa. El desfile de farsantes de todo pelaje es interminable. Ni un solo aspecto de la vida humana queda a salvo de la distorsión mercantilista. Esperas que aparezca un pedazo de inconfundible realidad, una imagen pulcra, honesta, pero no. Vuelve a salir el coche, que de nuevo circula solo, esta vez por un paisaje que parece un descarte de El mago de Oz, y te entran unas ganas irresistibles de volver a tu granja de Kansas.
Y eso todo el santo día toda la semana. En lugar de atemperar su tendencia a la mistificación, o incluso desaparecer, como soñábamos hace algunas décadas algunos ilusos adoradores de la diosa razón, el fraudulento discurso publicitario se ha vuelto ubicuo y permanente. Sin nuestra connivencia no lo habría podido conseguir nunca. En lugar de desenmascararlo hemos aumentado su demanda. Más que tolerantes a esa permanente deformación de la realidad, nos hemos hecho adictos. ¿Qué nos da la publicidad? ¿Qué mecanismo gratificante pone en marcha, qué pócima viciosa nos suministra? Vivimos empapados en ficciones engañosas elaboradas por gente que finge querernos mucho mientras hurga en nuestro cerebro y mete la mano en nuestro bolsillo, o al revés. Eso hace que el mundo parezca mucho más amable de lo que realmente es, crea una disociación entre lo que el sistema nos transmite a través de sus portavoces y cómo nos trata realmente. Y todo indica que esa hipocresía estructural nos ayuda a soportar la vida, a disfrutar, incluso, de lo que con frecuencia es un infierno de incomodidades, esfuerzo baldío y expectativas frustradas.
Ni la familia, ni la escuela, ni la universidad, ni la calle, ni la mili. Nada como la publicidad ha contribuido tanto a modelarnos. Poco a poco nos ha ido tomado la medida y ha descubierto que somos un saquito de deseos insatisfechos. O nos ha convertido en eso, tanto da. Esos deseos los crea o los descubre, y los convierte en combustible para conseguir sus propósitos. No es que los publicistas nos tomen por tontos. Su habilidad es la de hacer que nos creamos muy listos, que es mucho peor. Tan listos como esos que creen serlo más que el tratante que les vende la burra, o como esos sobrados que le vacilan al subsahariano que ofrece cachivaches por las terrazas. La publicidad nos divierte con su ingenio y nos hace sentir inmunes a sus descaradas mentiras mientras nos las cuela. Ha hecho del embuste un arte entretenido que no parece menoscabar nuestro poder de decisión, que finge acrecentarlo, hasta el punto de que solo vende aquel que sabe mentir con acierto en el espectro visible de nuestra necedad. Venda lo que venda. Ahí tenemos el mundo de la política. El correlato es indiscutible. No todos los políticos son iguales, pero se parecen en algunas cosas. Su discurso ha evolucionado en paralelo al de la publicidad. Tampoco hay ningún profesional del ramo que nos diga sin subterfugios: no hay más cera que la que arde y hasta aquí llega mi principio de realidad.
En este contexto, en que la mentira banal todo lo impregna —banal en el sentido que Hannah Arendt daba al término cuando se refería a la maldad—, ¿cómo se las arregla la prensa que todavía no ha renunciado —como tantos han hecho ya— a cumplir su tantas veces proclamada misión de servir a la verdad? Resulta paradójico, pero seguramente no hay mejor manera de favorecer la mentira que informar bajo la advocación de una inflexible neutralidad. Pretendiendo ser «tan objetivo como un espejo plano», como manifestó Cela en su celebrado dodecálogo de deberes del periodista, se les hace el juego a aquellos que ocultan o tergiversan los hechos, porque en ese espejo plano esos hechos o bien no aparecen o aparecen tergiversados. Siempre ha sido así. Pero en un momento como este, metidos como estamos en una guerra global en la que hay más mentiras y más mentirosos que obuses —y no me refiero únicamente a lo que sucede en Ucrania—, la única prensa leal a los lectores —a todos, no únicamente a los suyos, que esa es otra cuestión— es o sería aquella capaz de cuestionar lo incuestionable, mostrar lo que algunos pretenden que sea in(de)mostrable —llamémosle verdad— y proporcionar al lector los elementos necesarios para restituirle su capacidad reflexiva, sin escatimarle incomodidades. Hace ya ciento ochenta años Balzac, en Las ilusiones perdidas, puso en boca de su personaje Claude Vignon: «Un periódico ya no está hecho para ilustrar, sino para halagar opiniones. Por ello, transcurrido un tiempo, todos los periódicos serán cobardes, hipócritas, infames, mentirosos, asesinos; matarán las ideas, las filosofías, a los hombres, y por eso mismo florecerán». Toda redención y toda esperanza pasan por desmentir esa predicción.
La publicidad que circula por otros medios la vas esquivando con cierto éxito, pero de esa que vomita el televisor al que están tus ancianos padres enchufados como un yonqui a su camello, no siempre puedes huir. Ancianos y televisor, conectados por el mando a distancia al que ellos se aferran, forman un solo animal cibernético, un cíborg. A medida que la sordera aumenta, lo hace el volumen del aparato. La parte electrónica de la bestia va apoderándose de la humana. Las conversaciones son cortas; el televisor, inclemente. Estás atrapado. Cada diez minutos de serie turca, diez minutos de anuncios y vuelta a empezar, sin solución de continuidad. La telenovela se corta bruscamente y aparece un coche que circula por unas calles solitarias y a su paso convierte la ciudad en Disneylandia. Una entidad bancaria pretende convencerte de que el ser humano que hay en ti es lo único que les importa, en ningún caso tu dinero, la médula de su siniestro espinazo. Una empresa de energía jura por lo más sagrado que para ellos lo primero es el planeta, y si sacan algo, pues vale. Una compañía de seguridad te la quita toda haciéndote creer que una horda de delincuentes hace cola para asaltar tu casa. El desfile de farsantes de todo pelaje es interminable. Ni un solo aspecto de la vida humana queda a salvo de la distorsión mercantilista. Esperas que aparezca un pedazo de inconfundible realidad, una imagen pulcra, honesta, pero no. Vuelve a salir el coche, que de nuevo circula solo, esta vez por un paisaje que parece un descarte de El mago de Oz, y te entran unas ganas irresistibles de volver a tu granja de Kansas.
Y eso todo el santo día toda la semana. En lugar de atemperar su tendencia a la mistificación, o incluso desaparecer, como soñábamos hace algunas décadas algunos ilusos adoradores de la diosa razón, el fraudulento discurso publicitario se ha vuelto ubicuo y permanente. Sin nuestra connivencia no lo habría podido conseguir nunca. En lugar de desenmascararlo hemos aumentado su demanda. Más que tolerantes a esa permanente deformación de la realidad, nos hemos hecho adictos. ¿Qué nos da la publicidad? ¿Qué mecanismo gratificante pone en marcha, qué pócima viciosa nos suministra? Vivimos empapados en ficciones engañosas elaboradas por gente que finge querernos mucho mientras hurga en nuestro cerebro y mete la mano en nuestro bolsillo, o al revés. Eso hace que el mundo parezca mucho más amable de lo que realmente es, crea una disociación entre lo que el sistema nos transmite a través de sus portavoces y cómo nos trata realmente. Y todo indica que esa hipocresía estructural nos ayuda a soportar la vida, a disfrutar, incluso, de lo que con frecuencia es un infierno de incomodidades, esfuerzo baldío y expectativas frustradas.