Los que lo vivieron lo recuerdan bien. Durante la Transición, la gente de derechas se hacía el longuis. Al igual que los moriscos, que tras su conversión forzosa se acogían a la taqiyya y disimulaban para parecer tan piadosos como los cristianos viejos, estos otros se esforzaban en parecer demócratas de toda la vida tras la muerte de Franco. Muy pocos se declaraban abiertamente de derechas. Algo se lo impedía, una suerte de pudor, conveniencia u oportunismo, además de que la dialéctica izquierda-derecha era ajena al mundo del que procedían; allí, quien no era patriota era rojo y ya está. Ahora tocaba ser liberal, democristiano, conservador, aperturista, centrista o reformista. Algunos, muy de derechas, incluso se hacían llamar socialdemócratas. Ni siquiera los nostálgicos del «búnker» se reconocían de derechas porque, ¿para qué hacerse señalar con un término tan insulso pudiendo presumir de tener una revolución pendiente por hacer? La etiqueta no les acomodaba, ni a quienes se acababan de cambiar de chaqueta y estaban concentrados en leer el manual de instrucciones del nuevo régimen político, ni a quienes estaban ocupados en preparar un golpe de estado para cargárselo —el régimen— y en reducir por la vía rápida la nómina de abogados laboralistas, estudiantes, huelguistas, sindicalistas y otros que simplemente pasaban por allí. No convenía llamar la atención; la prudencia aconsejaba esperar tiempos mejores antes de mostrar inoportunas acreditaciones.
A la vista de lo que está sucediendo ahora, no cabe duda de que los tiempos han mejorado para todos ellos. En estos momentos no es que ser de derechas mole, es que «es la única manera de ser decente en España» (Jiménez Losantos, eximio bufón del sector dixit). No solamente mola ser de derechas, mola ser de extrema derecha, que es cuando esta, sin renegar abiertamente de las credenciales democráticas, en nombre de la soberanía popular comienza a hacer manitas con el fascismo —con el supremacismo, con el aintiintelectualismo, con la represión—. Aquí ha tenido lugar un salto cualitativo —los saltos cualitativos también pueden ser hacia atrás—, y todo indica que a este sucederán otros. Para prever adónde nos pueden llevar, no hay más que echar mano de la historia, esa cuya memoria algunos revisan y retuercen para que deje de ser el espejo en el que se ven reflejados los vampiros. En el espejo del presente cuesta verlos, porque han aprendido a disfrazarse, a pasar desapercibidos —y también porque nosotros nos hemos vuelto ciegos y algo lerdos, todo hay que decirlo—, pero en el espejo del pasado se les ve nítidamente, por eso lo empañan todo cuanto pueden. Son los que no dudan en confabularse para llevar a un país al límite —o al planeta entero si se tercia—, reventarlo y reconfigurarlo a sangre y fuego si hace falta para amarrar sus intereses, para atarlos bien atados sobre una montaña de cadáveres y sobre la miserabilización de la vida de los sobrevivientes. Según sopla el viento de la historia, o bien disimulan y callan como putas peripuestas, o bien gallean como chulos tabernarios navaja en ristre o como opulentas madamas de sofocantes efluvios. Ahora parece que toca lo segundo.
Los verdugos del pasado siguen aquí, están entre nosotros y a nuestro alrededor, y con un poco de perspicacia es posible reconocerlos entre nuestros contemporáneos. También a sus víctimas. Son los mismos viejos arquetipos y los mismos viejos mecanismos que han esculpido la historia y le han dado el revoque cultural que le sirve de justificación y coartada. La sensación siempre es la de que ciertas barbaridades, como la voladura del derecho internacional, los genocidios, las repatriaciones forzosas y masivas, las invasiones o las guerras mismas solo ocurren en otro sitio, en otra época o en la ficción. Siembran nuestras mentes de quimeras para consolidar la cruel realidad sobre la que ellos medran. Así es como todos nos movemos sin cesar para que solo cuatro avancen, nos dejamos la vida para que solo ellos vivan, nos esclavizamos persiguiendo una libertad de la que solo ellos gozan. Los que nadan en las aguas heladas del cálculo egoísta, desde mucho antes que Marx los describiera con esas palabras que son la envidia de cualquier poeta genuino, no han dejado de merodear en círculos como escualos al acecho. Los sátrapas no mueren, se reencarnan, así como sus esbirros, los escribas a su servicio, los sacerdotes que los bendicen, los que interpretan la música que ahoga el chapoteo de la sangre inocente y los palanganeros que se encargan de lavar sus pecados.
Frenar sus pretensiones no es tarea fácil. La democracia, a medida que se defiende, da armas a sus antagonistas. No tiene otra manera de protegerse sin caer en una contradicción letal. Ellos lo saben, de ahí el cinismo de que hacen gala y les convierte, precisamente, en maestros de la falsa prosopopeya democrática. Ponen hipócritamente el grito en el cielo en cuanto atisban una paja en ojo ajeno, enarbolan la bandera de la libertad cuando resulta que son su principal enemigo, o mienten a diestro y siniestro mientras se proclaman defensores de la verdad. No dudan en llenar de materia fecal todas las rendijas del sistema. Y cada vez que alguien intenta denunciar su mendacidad, encuentran en el pliego de cargos correspondiente material nuevo con el que elaborar sus sofismas. Cualquier intento de hacer justicia con los antidemócratas, ellos lo convierten en un atropello antidemocrático. Y si la democracia, queriendo acotar el radio de acción de sus enemigos, cae en la trampa del autoritarismo, automáticamente se encoge mientras ellos crecen en su seno. Son como el tumor que va minando el organismo del que se nutre o, echando mano del tópico, como el gusano que va pudriendo la manzana desde dentro. A la democracia, lo único que la mantiene en pie es más democracia, sobrevive esponjándose para que en su interior quepan también quienes pretenden demolerla; se sustenta, mientas puede, sobre esa paradoja suicida.
Los que lo vivieron lo recuerdan bien. Durante la Transición, la gente de derechas se hacía el longuis. Al igual que los moriscos, que tras su conversión forzosa se acogían a la taqiyya y disimulaban para parecer tan piadosos como los cristianos viejos, estos otros se esforzaban en parecer demócratas de toda la vida tras la muerte de Franco. Muy pocos se declaraban abiertamente de derechas. Algo se lo impedía, una suerte de pudor, conveniencia u oportunismo, además de que la dialéctica izquierda-derecha era ajena al mundo del que procedían; allí, quien no era patriota era rojo y ya está. Ahora tocaba ser liberal, democristiano, conservador, aperturista, centrista o reformista. Algunos, muy de derechas, incluso se hacían llamar socialdemócratas. Ni siquiera los nostálgicos del «búnker» se reconocían de derechas porque, ¿para qué hacerse señalar con un término tan insulso pudiendo presumir de tener una revolución pendiente por hacer? La etiqueta no les acomodaba, ni a quienes se acababan de cambiar de chaqueta y estaban concentrados en leer el manual de instrucciones del nuevo régimen político, ni a quienes estaban ocupados en preparar un golpe de estado para cargárselo —el régimen— y en reducir por la vía rápida la nómina de abogados laboralistas, estudiantes, huelguistas, sindicalistas y otros que simplemente pasaban por allí. No convenía llamar la atención; la prudencia aconsejaba esperar tiempos mejores antes de mostrar inoportunas acreditaciones.
A la vista de lo que está sucediendo ahora, no cabe duda de que los tiempos han mejorado para todos ellos. En estos momentos no es que ser de derechas mole, es que «es la única manera de ser decente en España» (Jiménez Losantos, eximio bufón del sector dixit). No solamente mola ser de derechas, mola ser de extrema derecha, que es cuando esta, sin renegar abiertamente de las credenciales democráticas, en nombre de la soberanía popular comienza a hacer manitas con el fascismo —con el supremacismo, con el aintiintelectualismo, con la represión—. Aquí ha tenido lugar un salto cualitativo —los saltos cualitativos también pueden ser hacia atrás—, y todo indica que a este sucederán otros. Para prever adónde nos pueden llevar, no hay más que echar mano de la historia, esa cuya memoria algunos revisan y retuercen para que deje de ser el espejo en el que se ven reflejados los vampiros. En el espejo del presente cuesta verlos, porque han aprendido a disfrazarse, a pasar desapercibidos —y también porque nosotros nos hemos vuelto ciegos y algo lerdos, todo hay que decirlo—, pero en el espejo del pasado se les ve nítidamente, por eso lo empañan todo cuanto pueden. Son los que no dudan en confabularse para llevar a un país al límite —o al planeta entero si se tercia—, reventarlo y reconfigurarlo a sangre y fuego si hace falta para amarrar sus intereses, para atarlos bien atados sobre una montaña de cadáveres y sobre la miserabilización de la vida de los sobrevivientes. Según sopla el viento de la historia, o bien disimulan y callan como putas peripuestas, o bien gallean como chulos tabernarios navaja en ristre o como opulentas madamas de sofocantes efluvios. Ahora parece que toca lo segundo.