De un tiempo a esta parte se lleva mucho un cierto realismo ful. Da testimonio del fenómeno el auge de las películas, docudramas y documentales supuestamente basados en hechos reales, y también, en el ámbito editorial, el volumen que está tomando ese cajón de sastre llamado «no-ficción», las novelas históricas, el género memorialístico o el relato periodístico. Diríase que ahora mismo la máxima aspiración artística es la de reproducir la vida con la misma fidelidad que un pantógrafo. Llevamos siglos tratando de escapar de la mímesis, de la creencia en que la belleza —la verdad— está en la naturaleza, en que tiene un origen divino y lo único que podemos hacer es revelarla, no crearla; habíamos descubierto que no era así después de un empacho de vanguardismo, y todo para volver al punto de partida, a un realismo inane que genera un arte paralítico, pasmado ante los temas a los que se empeña en enfrentarse, que suelen ser imponentes: la miseria, el sufrimiento, la injusticia, la desigualdad, la soledad, la muerte. Es como si los creadores se hubieran quedado adheridos al suelo, agarrados a todo lo que parece sólido, como si temieran ser arrastrados por el viento. Y cuando tratan de despegarse es todavía peor, porque suelen poner ese realismo al servicio de una sensibilidad social histriónica, tan aparatosa como empalagosa e inoperante.
Hay un correlato del asunto en ese periodismo o esa historiografía que se aferran a una objetividad imposible, tal vez porque, al menos en teoría, ellos sí que están deontológicamente obligados a ella (vamos a creer que todavía es así). Pero si todos consignamos lo meramente constatable, los que deforman y falsifican los hechos, los que se dedican a ocultar pruebas y borrar las huellas del delito habrán triunfado. Si en aras de la veracidad no ponemos en juego todas las facultades que subsume el escurridizo concepto de inteligencia, si nos limitamos a mostrar la realidad «tal como es», no haremos otra cosa que mostrar la impostura que la cubre. Si algún sentido tiene el arte, incluyendo la escritura, es el de hacer visible aquello a lo que la percepción común no alcanza, mostrar «a través» de la realidad eso que, cuando nos llega, reconocemos como verdad. Dijo hace poco Philippe Lançon en la presentación de su libro El colgajo: «Los artículos políticos que leo [sobre el atentado de Charlie Hebdo], en el fondo, no me aportan nada, no me sirven. Sobre terror y terrorismo me ha enseñado más una novela de Joseph Conrad». Lançon no es ni el primero ni el único en señalar la insolvencia de cierta prosa que se quiere pegada a los hechos para explicar asuntos que exigen un alto nivel de comprensión, pero su autoridad queda reforzada por el hecho de que él sobrevivió a aquel atentado, del que salió malherido, y durante su larga convalecencia quienes le ayudaron en el proceso de recuperación y asimilación de lo sucedido fueron algunos colegas de Conrad, como Proust, Thomas Mann o Kafka, autores cuyas obras, hay que admitir, se sitúan a bastante distancia del simplismo realista que hoy hace fortuna.
Se puede hacer ficción poética con un estilo realista, y si no, que se lo pregunten a Marcel Carné o a Vittorio de Sica. Lo que no se puede hacer es realismo al margen de toda subjetividad, a no ser que uno se dedique a examinar partículas subatómicas en el CERN. Porque puede que así acumulemos mucho conocimiento, pero poca comprensión. Las ideas no crean la realidad, pero la realidad está llena de ideas, y habríamos de ser capaces de hurgar en ellas sin miedo. Nada suele ser tan ineficaz para mostrar la realidad como un realismo trivial, sujeto a su superficie. ¿Ciertos diálogos pretendidamente realistas, esforzadamente arrabaleros y pronunciados de manera ininteligible explican mejor la vida que los elaborados parlamentos de las películas de Joseph Mankiewicz o Douglas Sirk? ¿El realismo de la sangre, el gore sofisticado del género CSI son más elocuentes que las balas que no producen hemorragias y las muertes fuera de campo del viejo cine negro? ¿Las novelas, películas y documentales basados en crímenes reales —true crime— ayudan a conocer la génesis del mal moral y su función social mejor que las novelas de Jim Thompson o de Patricia Highsmith, o que films como Furia, de Fritz Lang, o Sed de mal, de Orson Welles? ¿Las numerosas películas de denuncia social, pretendidamente veristas, que se hacen últimamente al hilo de la actualidad mediática, son más efectivas que Los olvidados, de Buñuel, El verdugo, de Berlanga, o Una jornada particular, de Ettore Scola? Para ser prudente diré que pocas veces.
Toda esa producción de aire documental, arteramente ensalzada desde el mismo conglomerado mediático de donde surge, no obedece a la necesidad de dar a conocer hechos de interés que se mantienen más o menos ocultos, ni para ahondar en aspectos de la realidad poco o mal conocidos. Principalmente ilustra una nutrida galería de tópicos. Los que trabajan en esa industria, que, digámoslo una vez más, no es la de la cultura, como se empeñan en decir, sino la del entretenimiento —distracción, diversión, pasatiempo, no sé qué problema hay en reconocerlo—, integran un ejército cada vez más nutrido que excava el mundo factual obsesivamente, buscando temas con los que cebar ese aparato de creación de realidad alternativa que, al contrario de lo que debería, no es sino una versión empobrecida de la otra, esa en la que inequívocamente nos late el corazón a todos y cada uno. La misión de esa tropa de artesanos, raramente artistas, no es otra que alimentar la maquinaria ideológica del establishment, llenar los miles de páginas y horas de emisión que esa masa imponente de dispositivos necesita cada día. Y el realismo falsamente objetivo —junto con chorros de fantasía cada vez más pueril, lo que no deja de ser significativo— se ha convertido en el fulcro sobre el que se apoya el éxito de la operación.
No hace falta ser un lacayo o un esbirro de los poderes mediáticos para entrar en el juego. Como todo el mundo sabe, el infierno está lleno de las buenas intenciones que la gente de buen rollo va sembrando desde el cielo. Si bien los hechos son objetivos por definición, la objetividad solo existe en nuestras mentes como aspiración moral. Es un concepto poderoso, cuasisagrado, que nos da miedo abandonar. La solución, como ocurre tantas veces, no está en prescindir de él, sino en simplificar la fórmula. Y al hacerlo nos encontramos con la honradez, una cualidad que está en el núcleo de nuestra aspiración objetivista. Para satisfacerla plenamente tan solo hay que aceptar unas pocas incomodidades, como la de hacer frente a dudas y contradicciones que algunos soslayan con una falsa mirada imparcial, con un realismo engañoso, eminentemente formal, que al representar la realidad como se supone que es, sin intentar ir más allá, consolida el pensamiento dominante, ese que hace que la realidad parezca ser así. Es un realismo que esconde más que muestra, que cree o finge creer, y sobre todo pretende hacer creer que solo existe lo que hay encima de la alfombra, y nos disuade de querer levantarla para ver qué hay debajo. Simulacro de objetividad, realismo de pacotilla para tiempos de malestar que no trata de hacernos más clarividentes, sino inducirnos a la resignación, consolidar ciertos arquetipos y actitudes, condicionar nuestro comportamiento y fomentar nuestro conformismo.
De un tiempo a esta parte se lleva mucho un cierto realismo ful. Da testimonio del fenómeno el auge de las películas, docudramas y documentales supuestamente basados en hechos reales, y también, en el ámbito editorial, el volumen que está tomando ese cajón de sastre llamado «no-ficción», las novelas históricas, el género memorialístico o el relato periodístico. Diríase que ahora mismo la máxima aspiración artística es la de reproducir la vida con la misma fidelidad que un pantógrafo. Llevamos siglos tratando de escapar de la mímesis, de la creencia en que la belleza —la verdad— está en la naturaleza, en que tiene un origen divino y lo único que podemos hacer es revelarla, no crearla; habíamos descubierto que no era así después de un empacho de vanguardismo, y todo para volver al punto de partida, a un realismo inane que genera un arte paralítico, pasmado ante los temas a los que se empeña en enfrentarse, que suelen ser imponentes: la miseria, el sufrimiento, la injusticia, la desigualdad, la soledad, la muerte. Es como si los creadores se hubieran quedado adheridos al suelo, agarrados a todo lo que parece sólido, como si temieran ser arrastrados por el viento. Y cuando tratan de despegarse es todavía peor, porque suelen poner ese realismo al servicio de una sensibilidad social histriónica, tan aparatosa como empalagosa e inoperante.
Hay un correlato del asunto en ese periodismo o esa historiografía que se aferran a una objetividad imposible, tal vez porque, al menos en teoría, ellos sí que están deontológicamente obligados a ella (vamos a creer que todavía es así). Pero si todos consignamos lo meramente constatable, los que deforman y falsifican los hechos, los que se dedican a ocultar pruebas y borrar las huellas del delito habrán triunfado. Si en aras de la veracidad no ponemos en juego todas las facultades que subsume el escurridizo concepto de inteligencia, si nos limitamos a mostrar la realidad «tal como es», no haremos otra cosa que mostrar la impostura que la cubre. Si algún sentido tiene el arte, incluyendo la escritura, es el de hacer visible aquello a lo que la percepción común no alcanza, mostrar «a través» de la realidad eso que, cuando nos llega, reconocemos como verdad. Dijo hace poco Philippe Lançon en la presentación de su libro El colgajo: «Los artículos políticos que leo [sobre el atentado de Charlie Hebdo], en el fondo, no me aportan nada, no me sirven. Sobre terror y terrorismo me ha enseñado más una novela de Joseph Conrad». Lançon no es ni el primero ni el único en señalar la insolvencia de cierta prosa que se quiere pegada a los hechos para explicar asuntos que exigen un alto nivel de comprensión, pero su autoridad queda reforzada por el hecho de que él sobrevivió a aquel atentado, del que salió malherido, y durante su larga convalecencia quienes le ayudaron en el proceso de recuperación y asimilación de lo sucedido fueron algunos colegas de Conrad, como Proust, Thomas Mann o Kafka, autores cuyas obras, hay que admitir, se sitúan a bastante distancia del simplismo realista que hoy hace fortuna.