La comida en el autoservicio acabó. Todos cogieron dócilmente su bandeja y, tras echar las sobras en unos cubos, la dejaron en unos estantes dispuestos para tal fin. Siempre he sido renuente a hacer eso, pero formaba parte de un grupo y los imité a regañadientes. Uno que parecía entusiasmado con aquel ritual me preguntó que si no me gustaba la «economía colaborativa». No sé si lo dijo en serio o a modo de provocación; de broma no era. Hablo de hace unos seis años, a mí aquello todavía me sonaba a chino y creo que el otro también tocaba de oído. Aduje que lo que no me gustaba era que me tomaran el pelo, que lo que estábamos haciendo era civismo mal entendido, que yo lo único que veía era que, aprovechándose de nuestra buena voluntad o de nuestra gilipollez, alguien se estaba ahorrando un par de sueldos. El mismo tocomocho del que somos víctimas cuando nos obligan a ponernos nosotros mismos la gasolina, compramos muebles sin montar, o hacemos desde casa el trabajo que se supone que le corresponde hacer a un bancario y encima permitimos que nos cobren por ello. El diálogo que siguió fue de besugos. Yo era el típico carcamal resabiado y de discurso apolillado, que cree ver el conflicto de clases debajo de cada piedra, y quien me había lanzado la pulla era una persona joven y moderna deslumbrada por un concepto cool. No creo que escuchara ninguno de mis argumentos, pero he de confesar que yo tampoco puse mucho empeño en entender los suyos.
Puede que la economía colaborativa, es decir, el intercambio de bienes y servicios entre particulares, empezara como un intento de darle una dimensión social al trueque aprovechando las posibilidades que ofrece Internet, pero en la mayoría de los casos la práctica ha desvirtuado rápidamente los propósitos iniciales. Y es que el ojo del mercado detecta el centelleo de una moneda a muchos quilómetros de distancia. Sobre el papel, la economía colaborativa, que desde luego no consiste en limpiar uno mismo la mesa, a no ser que hayas comido en un hospicio o estés compartiendo piso, elimina intermediarios, es solidaria, sostenible, fomenta el consumo responsable y un largo etcétera de efectos altamente loables. Pero lo cierto es que, en muy pocos años, bajo ese paraguas han germinado decenas de empresas multimillonarias como Airbn, Blablacar, Glovo, Vinted, Wallapop, Uber y muchísimas más, que se lucran con las comisiones que cobran a los usuarios, con la publicidad y con la batería de servicios adicionales que ofrecen. Y todo con una inversión mínima por su parte. Lo de «colaborativo» suena a pitorreo. A estas alturas, la mayoría de actividades que se amparan en ese concepto generan grandes beneficios a los que las canalizan y nos incitan a entrar en el juego, que no es entre dos, como se dice, sino entre tres y sujeto a clausulas contractuales. Cada vez que compartimos con otros nuestra miseria, nuestro coche, nuestro piso o nuestro jersey usado, hay unos que pasan el cepillo. Diríase que, al socaire de la retórica colaborativa, están rebañando lo poco que queda en el plato.
Y no sé si lo que sigue tiene mayor fundamento que el de la propia experiencia, pero a uno la milonga de la economía colaborativa le recuerda otra mucho más antigua, la de las bondades del trabajo en equipo en sus diversas formas. Es algo que se introdujo en la gestión de empresas cuando empezó la ofensiva contra el taylorismo. Taylor era un tipo que estaba convencido de que, como el trabajo asalariado nos da asco, de él lo único que nos interesa es la paga, así que no hay mejor manera de dirigir una empresa, resumiéndolo mucho, que repartir bien las tareas, ejercer el control e incrementar la productividad mediante incentivos adecuados. Al obrero no se le paga por pensar. Y así fue hasta que en los años treinta del siglo pasado apareció en EE.UU. la llamada Teoría de las relaciones humanas. Con el tiempo proliferaron escuelas de gestión empresarial, consultorías, gurús y cantamañanas de diverso pelaje que, para no dejar de parecer imprescindibles, no han dejado de afinar y de renovar la jerga con la que dan forma a sus ideas, lo que ha dado lugar a una cantidad apabullante de literatura infumable. Empezaron a hablar de integración, motivación, liderazgo, participación y un largo blablablá de resonancias humanistas que persigue relegar a un segundo plano la insana obsesión de los empleados por el dinero. Se les insufló patriotismo empresarial y se les empezó a pagar también en salario mental, rebautizándolos como «colaboradores», distribuyéndolos dentro de las organizaciones en pequeñas burbujas de apariencia igualitaria, permitiéndoles aportar ideas y haciéndoles creer que tenían poder de decisión mientras se les machacaba con consignas que ya son de sobra conocidas: la empresa somos todos, tú vales mucho, todos somos igual de importantes… hasta que llega expediente regulador y te tienes que ir a la calle.
¿Nuevas formas de explotación de la fuerza de trabajo? No, no seamos ordinarios. Dígase «gestión del talento y del capital humano». Incluso hablar de recursos humanos ha quedado ya anticuado. Unos y otros, los del trabajo en equipo y los de la economía colaborativa, nos tienen cogidos por los grandes conceptos. Perdemos el sentido cuando nos hablan de cooperación, respeto, participación, compromiso, cohesión, colaboración, comunicación, sinergia, confianza, lealtad, flexibilidad, realización personal, reconocimiento, interacción y toda la letanía que ha venido a sustituir la vieja y concisa lista de virtudes infusas. Y con esas palabras talismán hay quienes trenzan sogas mucho más resistentes que aquellas cadenas con las que, en tiempos, amarraban a los galeotes a sus remos. Y es que, bien mirado, lo que estos hacían también era trabajo en equipo y economía colaborativa, no cabe la menor duda.
La comida en el autoservicio acabó. Todos cogieron dócilmente su bandeja y, tras echar las sobras en unos cubos, la dejaron en unos estantes dispuestos para tal fin. Siempre he sido renuente a hacer eso, pero formaba parte de un grupo y los imité a regañadientes. Uno que parecía entusiasmado con aquel ritual me preguntó que si no me gustaba la «economía colaborativa». No sé si lo dijo en serio o a modo de provocación; de broma no era. Hablo de hace unos seis años, a mí aquello todavía me sonaba a chino y creo que el otro también tocaba de oído. Aduje que lo que no me gustaba era que me tomaran el pelo, que lo que estábamos haciendo era civismo mal entendido, que yo lo único que veía era que, aprovechándose de nuestra buena voluntad o de nuestra gilipollez, alguien se estaba ahorrando un par de sueldos. El mismo tocomocho del que somos víctimas cuando nos obligan a ponernos nosotros mismos la gasolina, compramos muebles sin montar, o hacemos desde casa el trabajo que se supone que le corresponde hacer a un bancario y encima permitimos que nos cobren por ello. El diálogo que siguió fue de besugos. Yo era el típico carcamal resabiado y de discurso apolillado, que cree ver el conflicto de clases debajo de cada piedra, y quien me había lanzado la pulla era una persona joven y moderna deslumbrada por un concepto cool. No creo que escuchara ninguno de mis argumentos, pero he de confesar que yo tampoco puse mucho empeño en entender los suyos.
Puede que la economía colaborativa, es decir, el intercambio de bienes y servicios entre particulares, empezara como un intento de darle una dimensión social al trueque aprovechando las posibilidades que ofrece Internet, pero en la mayoría de los casos la práctica ha desvirtuado rápidamente los propósitos iniciales. Y es que el ojo del mercado detecta el centelleo de una moneda a muchos quilómetros de distancia. Sobre el papel, la economía colaborativa, que desde luego no consiste en limpiar uno mismo la mesa, a no ser que hayas comido en un hospicio o estés compartiendo piso, elimina intermediarios, es solidaria, sostenible, fomenta el consumo responsable y un largo etcétera de efectos altamente loables. Pero lo cierto es que, en muy pocos años, bajo ese paraguas han germinado decenas de empresas multimillonarias como Airbn, Blablacar, Glovo, Vinted, Wallapop, Uber y muchísimas más, que se lucran con las comisiones que cobran a los usuarios, con la publicidad y con la batería de servicios adicionales que ofrecen. Y todo con una inversión mínima por su parte. Lo de «colaborativo» suena a pitorreo. A estas alturas, la mayoría de actividades que se amparan en ese concepto generan grandes beneficios a los que las canalizan y nos incitan a entrar en el juego, que no es entre dos, como se dice, sino entre tres y sujeto a clausulas contractuales. Cada vez que compartimos con otros nuestra miseria, nuestro coche, nuestro piso o nuestro jersey usado, hay unos que pasan el cepillo. Diríase que, al socaire de la retórica colaborativa, están rebañando lo poco que queda en el plato.