Los contenedores no nos dejan ver el bosque

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En los últimos días se han sucedido las protestas, concentraciones y manifestaciones, mayoritariamente pacíficas, reivindicando libertad de expresión. También se han sucedido los destrozos y disturbios injustificables y condenables de una minoría, que han acaparado la actualidad informativa, eclipsando esas manifestaciones, y los dispositivos policiales que, en algunos casos con su desproporción buscaban provocar, instigar y violentar a las personas que se manifestaban, y en otros buscaban simplemente acosar, perseguir y agredir sin justificación.

Pero este artículo no va de eso, precisamente porque está quedando oculto (quizás deliberadamente), detrás del inmenso telón del debate y largas horas de tertulia sobre manifestaciones, contenedores y policía, el que probablemente es el problema de fondo de todo esto.

La juventud está harta, cansada, desesperada. Harta de vivir en crisis perpetua: Varias generaciones de personas jóvenes solo han conocido la precariedad, la falta de oportunidades, la imposibilidad de estabilizar sus vidas. Cansada, de notar cómo, de manera continuada, la promesa social de una vida digna al final del camino nunca llega, a pesar del esfuerzo, estudios, empeño, y reinvención continuada. Desesperada, de ver que pasan los días, años y gobiernos de todo signo, y que su situación cada vez es peor.

Solo un dato: el paro juvenil está por encima del 40%. Y si sumáramos a la población inactiva, nos iríamos a cifras inasumibles. Las expectativas sociolaborales de la juventud no han sido especialmente buenas desde hace un par de décadas, pero desde 2008 son especialmente duras, difíciles de sostener. Estamos en un estado de precariedad cronificada, como una enfermedad que está extendida por todo el cuerpo juvenil. Antes, al menos, esa enfermedad se curaba con la edad, ya que el mercado de trabajo acababa asimilando y estabilizando las trayectorias juveniles, pero ahora ni siquiera cumplir años es garantía de abandonar la precariedad. Tenemos un sistema económico y laboral que ha traicionado a varias generaciones; un sistema que, al menos en la percepción de la gente, no parece que vaya a cambiar, ni tampoco parece que nadie esté dispuesto a cambiarlo en profundidad, y eso ofrece una expectativa muy decepcionante a cientos de miles de personas jóvenes que no ven futuro.

Si a esa frustración en la que está instalada gran parte de la juventud le sumamos una pandemia (con las restricciones a la vida social y las repercusiones emocionales que eso tiene), el estado permanente de juicio y criminalización al que las personas jóvenes están sometidas por parte del ojo social, y la percepción de una merma de derechos y libertades en un país supuestamente democrático, el resultado es un cóctel de consecuencias difíciles de soportar.

Tenemos una generación atravesada por la frustración, la ansiedad y la apatía, juzgada y señalada por la sociedad y los medios de forma constante, y que cuando sale a la calle a pedir libertad y derechos, es apaleada por la policía, y de nuevo es sometida a juicio y señalamiento. Estamos fallando como sociedad, en todo: en el diagnóstico, en el tratamiento, en la respuesta.

El camino de la criminalización, la represión desmedida y el jaleamiento desde sectores extremistas van camino de agrandar cada vez más la brecha y la desigualdad intergeneracional. Si la única oferta desde determinadas instituciones y opciones políticas para la juventud es la de la exaltación y el odio, sin plantear caminos hacia los que transitar, entonces el camino es hacia el abismo social.

O entendemos que la vía para resolver la encrucijada de la juventud pasa por consolidar derechos y libertades, y asegurar oportunidades de vida, presente y futura, o vamos hacia un escenario de crispación perpetuada y ruptura social absoluta, y no por lo ideológico, sino por lo generacional. Eso, o podemos seguir discutiendo únicamente sobre altercados y represión policial… y quedarnos mirando los contenedores, que nos impiden ver el bosque.