Forma parte del acervo de toda lección inicial de Teoría del Estado citar y explicitar sus elementos constitutivos e interconectados: territorio, soberanía y población. Sobre los mismos, “el más frío de los monstruos fríos”, en aforismo de Nietzsche, ejerce el monopolio de la violencia legítima. Y ninguno de ellos resulta prescindible en una formulación de democracia, de organización del gobierno popular.
En tiempos más modernos, Giovanni Sartori nos advirtió de los peligros asociados a la videocracia y a la impresionabilidad del hombre por la imagen. Últimamente, y en esa línea de enseñoramiento de los mentados elementos del Estado, se produce una reviviscencia de la toma del espacio público. Una performance que mezcla aspectos de democracia directa con dinámicas de tipo bélico-estratégico, como demostraba la relevancia que, por ejemplo, tupamaros o montoneros concedían a la toma de un pueblo, acción espectacular inscrita en los manuales de la guerra de descolonización.
Sin duda, estos componentes se encuentran detrás de las operaciones de hechos consumados que estamos contemplando en Ucrania desde hace unas semanas y que arriesgan lo ganado por la ocupación del espacio público a la futurible respuesta desproporcionada de la parte ofendida. Escaladas de acciones que entran de lleno en la disputa por la titularidad de los elementos del Estado y que estamos observando, como espectadores privilegiados, a escala reducida en plazas emblemáticas.
Detrás de esta espiral de ocupaciones emotivas, acaecidas en un timing tan apretado que permite el mantenimiento de la que podríamos denominar como tensión revolucionaria, se encuentra una convicción que extrapola espuriamente el don participativo de las primeras polis democráticas; de manera que, en el marco de estos acontecimientos, se podría aducir que cuanto más luchas, más representas.
La validación de esta última afirmación se encuentra muy distante del modelo de democracia deliberativa que expuso Habermas, un horizonte normativo que la actual democracia representativa –meramente formal para sus más acendrados críticos- requiere para sanar de sus achaques más perentorios. La articulación de formatos de democracia directa no puede soslayar determinados debates sobre la privatización de los espacios públicos que efectúan determinados activistas y la colisión que se pueda establecer entre la libertad de expresión y el respeto a un territorio que es de todos y no únicamente de los que legítimamente protestan o respecto a la imposición mayoritaria de posturas por parte de los principalmente movilizados en caso de una generalización de la fórmula del referéndum para temáticas excesivamente específicas, por no hablar de la complejidad para designar el sujeto de decisión o el tamaño del cuerpo electoral idóneo.
Cuestiones que no deben conducirnos a una cerrazón paralizante ante la introducción de experiencias de democracia directa, pero que no podemos afrontar tampoco desde un ingenuo buenismo.
O se puede acabar también como en Suiza, votando por la prohibición de los minaretes y contraviniendo convenciones de Derechos Humanos.