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La incentivación de la mezquindad

En el día a día, en las pequeñas decisiones, pero también en los momentos en los que hay que tomar medidas trascendentes, todo es cuestión de incentivos. ¿Qué ventajas obtengo de escoger este camino? Ahí reside la cuestión.

Llevamos mucho tiempo oyendo hablar del problema de selección de élites en la política, de una selección inversa que actúa de filtro, aupando a los mediocres y desterrando a los válidos, pero críticos. Y sin embargo, se cuestiona poco a las elites económicas de éste país. Los mismos que cargan contra determinados políticos no osan abrir la boca ni manchar las páginas de sus periódicos criticando a empresarios o banqueros manifiestamente incapaces, gestores nefastos que bordean la indigencia intelectual en sus intervenciones públicas, y cuyas ideas son refritos de doctrinas que ya olían a rancio antes de empaparlas en palabras grandilocuentes. Díaz Ferrán es un símbolo en sí mismo: alguien que nunca debió pasar de malcarado mando intermedio (siendo generosos), agasajado por la derecha mediática gracias sus ramplonas diatribas filoesclavistas. Al final, pese a todo, había algo de honestidad en su infalible receta de trabajar más y cobrar menos: mientras unos nos deslomábamos, él podía (siempre presuntamente) meter la mano en la caja con total tranquilidad.

El problema, no obstante, no es el mismo para los gestores de lo público y lo privado. Si en la política nos encontramos con unas estructuras de los partidos políticos que imposibilitan necesarios cambios orgánicos, premiando la fidelidad al líder por encima de la competencia de cada uno (es decir: incentivando apretar el botón aún con pinza en la nariz antes que cuestionar abiertamente el movimiento del dedo índice), en el marco empresarial el problema es la macabra red de seguridad que hemos tejido entre todos.

¿Qué incentivos tiene un mal gestor bancario para asumir responsabilidades, para hacer las cosas bien, si aún saliendo todo mal –como ha sido el caso- su entidad es rescatada con el dinero de los contribuyentes y aún le damos la oportunidad de mofarse en las grotescas comisiones de investigación parlamentarias? (véase el caso de la CAM). ¿Qué incentivos ofrecemos para pagar legalmente los impuestos a las grandes fortunas, si después nos tapamos los ojos con la venda de la (fracasada) amnistía fiscal? Ninguno, en absoluto. Si usted fuese un banquero de Wall Street, y supiese que su ludopatía bursátil podría llevar a la quiebra a la empresa y la miseria a decenas de miles de personas, ¿dejaría de hacerlo? Probablemente sí. Pero, ¿y si le garantizamos bonus crecientes a sueldos ya de por sí estratosféricos y un rescate de su empresa, pagado generosamente por todos los ciudadanos? ¿Cómo van a actuar de forma eficiente y razonada si les avalamos entre todos, asegurando que no les pasará nada?

La Teoría de la Evolución, con el hermoso mecanismo de la selección natural, impregnó desde finales del S.XIX las ciencias sociales, sintetizándose esta influencia en el denominado “Darwinismo social”, una (pseudo)disciplina pretendidamente científica que aplicaba los parámetros evolucionistas a las sociedades humanas, intentando explicar los cambios de éstas mediante los postulados darwinianos. Aunque ahora está prácticamente olvidada, sería interesante ver cómo sus defensores explican el auge de la incompetencia como cualidad inherente a los gestores empresariales, la incentivación de la mezquindad como requisito para capitanear un banco. La evolución, a pesar de las controversias, actúa a nivel de grupo, de población. Y el efecto sobre el conjunto de la sociedad es, a todas luces, negativo.

La autorregulación del mercado es una de las grandes mentiras de nuestra época –a las pruebas me remito-, igual que lo es en este momento la selección de los más aptos, pero mientras no seamos capaces de incentivar la toma de las decisiones correctas, que conduzcan a un funcionamiento eficiente del mercado, tendremos al frente de nuestras empresas a gestores (sic) como Díaz Ferrán o Rodrigo Rato.

En el día a día, en las pequeñas decisiones, pero también en los momentos en los que hay que tomar medidas trascendentes, todo es cuestión de incentivos. ¿Qué ventajas obtengo de escoger este camino? Ahí reside la cuestión.

Llevamos mucho tiempo oyendo hablar del problema de selección de élites en la política, de una selección inversa que actúa de filtro, aupando a los mediocres y desterrando a los válidos, pero críticos. Y sin embargo, se cuestiona poco a las elites económicas de éste país. Los mismos que cargan contra determinados políticos no osan abrir la boca ni manchar las páginas de sus periódicos criticando a empresarios o banqueros manifiestamente incapaces, gestores nefastos que bordean la indigencia intelectual en sus intervenciones públicas, y cuyas ideas son refritos de doctrinas que ya olían a rancio antes de empaparlas en palabras grandilocuentes. Díaz Ferrán es un símbolo en sí mismo: alguien que nunca debió pasar de malcarado mando intermedio (siendo generosos), agasajado por la derecha mediática gracias sus ramplonas diatribas filoesclavistas. Al final, pese a todo, había algo de honestidad en su infalible receta de trabajar más y cobrar menos: mientras unos nos deslomábamos, él podía (siempre presuntamente) meter la mano en la caja con total tranquilidad.