De pequeño siempre quise tener una de esas elegantes –y trasnochadas ya para entonces– colecciones de soldaditos de plomo. Pero me quedé con las ganas. Así que tuve que conformarme para mis juegos con pequeñas figurillas de plástico con las que dar vida a valientes soldados o intrépidos vaqueros. Con ellas imaginaba lejanas aventuras, mundos paralelos de juguete en los que, por supuesto, en aquel tiempo no había cabida para las figuras de mujer y solo se abría la puerta a la presencia del “otro” con algunos indios de penachos tristones por la grisura de los materiales de fabricación. Los mismos tonos grises y verdes que vestían la policía y la guardia civil que reprimía las protestas obreras de mi pueblo en aquellos años finales de la dictadura, lo que complicaba nuestro afán de chiquillos por evadirnos de la realidad y agudizaba nuestra imaginación infantil para conseguirlo. Unos años más tarde, con la muerte de Franco, nos llegarían los primeros madelmanes que con su color articulado superaban la rigidez de los viejos juguetes como anunciando los nuevos tiempos democráticos que se estrenaban. Pero esa es otra historia.
Estos días se puede ver en el IVAM la icónica imagen del miliciano caído captada por Robert Capa o Gerda Taro convertida, precisamente, en una de aquellas figurillas de plástico que acompañaron mi niñez. La propuesta surge del artista Fernando Sánchez Castillo que nos invita a reflexionar sobre la presencia de la memoria en esas cosas intranscendentes que, como los humildes juguetes, acompañan nuestras vidas. O nos recuerdan otras vidas que pudieron ser, como ese pequeño miliciano de hojalata fabricado en la antigua juguetera de Ibi durante la guerra civil. Fue el único juguete que la fábrica, bajo control obrero, pudo construir mientras duró la contienda. Para su diseño se aprovechó el viejo molde de un policía al que se le eliminó la porra para transformar aquel brazo represivo en el emancipador puño alzado del miliciano: toda una metáfora utópica. La pieza incluida en la muestra de Sánchez Castillo es la única que se conserva, lo que la convierte en testigo y testimonio de unos sueños colectivos que el franquismo se apresuró a borrar con violencia y la transición no estuvo en condiciones de ni tan siquiera recordar.
En efecto, un juguete es capaz de incorporar la fuerza de un retazo de memoria, de vida. Aunque detrás se esconda la ficción, la farsa, la simulación contenida en todo juego. El artista también nos advierte de ello desde el título mismo de su exposición: Fake Games. Incluso es consciente de que la instantánea de Capa o Taro tal vez no fuera más que un juego, la fotografía de un hombre haciéndose el muerto mientras juega a la guerra durante el descanso de una auténtica batalla. Por ello su muestra incluye una amplia colección de fotografías en las que los protagonistas fingen jugar a la guerra, quizás porque, como el propio Sánchez Castillo destacaba, la vida presenta en ocasiones tragedias tan intensas que solo podemos asimilarlas convertidas en un juego. Eso explicaría por qué la fotografía de un soldado fingiéndose el muerto puede impactarnos con más fuerza que mil cadáveres reales. Al igual que la melancolía de un miliciano de latón logra evocarnos viejos sueños.
Pero si el juego es capaz de desvelarnos la realidad, tampoco faltan las ocasiones en que esa misma realidad intenta enmascararse haciéndose pasar por un juego inocente. Es la estrategia que ha abrazado la ultraderecha en este país. Su discurso agresivo resulta tan sobreactuado que parece buscar la perplejidad de una dubitativa sociedad democrática deseosa de pensar que todo esto no es nada más que un juego. Su violencia antifeminista, sus exabruptos homófobos, su patriotismo de chirigota, su racismo exacerbado, su ultracatolicismo casposo, su anticomunismo de vodevil, su negativa a condenar en Valencia el Holocausto nazi, las disparatadas llamadas al golpe de estado del general Fulgencio Coll y Hermann Terstch. Todo se nos presenta con formas tan grotescas y exageradas que no faltan los que esperan el momento en que Santiago Abascal nos anuncie, entre risas y mirando a la cámara, que todo esto no había sido más que una mala broma.
El último episodio lo protagonizaba el bizarro Ortega Smith grabándose en video mientras disparaba un fusil de asalto, en una base del Ejército y ante la mirada cómplice de unos militares. No sé si Sánchez Castillo incluiría las poses del exboina verde en su colección de imágenes fingidas de guerra. Podrían ser otra de las caras de los Fake Games, la más falsa de todas. A mí me recordaba aquellos soldaditos de plástico que acompañaron mi infancia: un juguete pobretón y barato, de patética virilidad y sin ningún porvenir frente a una Playstation. El problema es que todo esto hace tiempo que dejó de ser un juego.