El complejo devenir económico ha sacado a la palestra temas que parecían relegados en un rincón a pesar de su importancia. Mucho se escribió sobre los orígenes de la crisis y sus consecuencias, pero hubo de ser una plataforma ciudadana -la PAH- harta de los abusos hipotecarios y del abandono de la administración la que forzó a la opinión pública a mirar hacia el modelo en que habitamos. En esas, han surgido algunas voces ensalzando las virtudes del alquiler, pero por mucho que se haya producido un cambio discursivo seguimos lejos de alcanzar unas tasas aceptables, como vienen reclamando muchos estudiosos desde hace años.
Los datos demuestran que la proporción de vivienda en propiedad sigue siendo muy alta en España (82’2% en 2011) según la Encuesta de Condiciones de Vida que cada año elabora el INE, y más todavía en la Comunitat Valenciana donde la vivienda en propiedad alcanza el 86’8% y el alquiler apenas llega al 13’2% (porcentaje que incluye la cesión gratuita). Seguimos lejos de la media europea.
Al contrario que en buena parte de Europa, las costumbres residenciales en el Sur han sido poco dadas a la vivienda de alquiler. Hasta fechas bien recientes hacer de un posible gasto de inversión un simple gasto corriente iba contra toda lógica. El sinónimo de progreso no solo era construcción, también propiedad. Y aquí parecía que el alquiler solo estaba permitido para situaciones provisionales (en las que encontramos estudiantes o jóvenes en situación laboral precaria) o insolventes.
Los rasgos del modelo residencial de un país puede darnos mucha información de las condiciones en las que se encuentran sus ciudadanos, y el nuestro se caracteriza por la propiedad, la elevada cantidad de segundas residencias y la baja movilidad residencial (Leal Maldonado, 2004). Un modelo en el cual la forma de acceso casi exclusiva a la vivienda es la propiedad dificulta la emancipación y requiere de un alto grado de solidaridad familiar.
La solidaridad familiar no es más que una respuesta defensiva a las dificultades de un sistema que perjudica a la autonomía individual y al libre acceso a una vivienda. Esta solidaridad es la que hace que nuestros padres nos soporten décadas en casa y que cuando decidimos dar el salto a la independencia tengamos cierta seguridad para poder hacerlo. Pero esta actitud no se reduce a los jóvenes, hay otros ejemplos como la de los mayores que se ven obligados a habitar con sus hijos o la convivencia de hasta tres generaciones en una misma vivienda.
Durante un largo tiempo, la administración pública solo ha abastecido la necesidad de vivienda a través de la adquisición en propiedad. La incorporación de grandes grupos de jóvenes en edad laboral, el aumento continuo de la actividad de las mujeres y la necesidad de viviendas por parte de los inmigrantes que llegaban en búsqueda de trabajo generaron un flujo económico que se utilizó como la palanca a través de la que dar respuesta a las necesidades de vivienda: con hipotecas. Aquí, la originalidad de las políticas fue escasa y ni siquiera hubo un intento por copiar a nuestros vecinos del norte con propuestas de cooperativas de vivienda o creación de fondos inmobiliarios que promoviesen el alquiler.
Por ello, el cambio de modelo de la vivienda no solo depende de una cuestión discursiva, sino fundamentalmente de políticas y diseño del modelo de ciudades y pueblos que queremos. Los indicios (bajada del precio del alquiler, el ajuste de ingresos y rentas de los ciudadanos o los cambios en el concepto de la propiedad) que empiezan a verse podrían ser aprovechados desde las políticas públicas para un cambio de modelo, pero no da la impresión que se estén utilizando en ese sentido.
Un modelo residencial como el español que potencia la propiedad debilita la movilidad, genera una dificultad de emancipación e independencia y contribuye al endeudamiento de las familias y de los bancos, que además como hemos visto se acaba traduciendo en deuda pública.
El alquiler no solo resolvería un problema real de acceso a la vivienda, también sería otra forma de revitalizar edificios y espacios de la ciudad. La actuación de la administración pública sobre la ciudad no se puede quedar en las plazas e infraestructuras de transportes, las políticas tienen que ir más allá y mejorar la calidad de vida de los ciudadanos también en una forma de acceso a la vivienda que no comprometa su futuro en hipotecas.