El pasado 1 de junio, a lo largo de toda la mañana del domingo, la Trobada de la Escola Valenciana cerró al tráfico el tramo de Guillem de Castro que va desde las Torres de Quart hasta el Centro Cultural de la Beneficencia. La acción tuvo un gran interés. Poder estar tranquilamente sobre la calzada, entre personas que se encontraban, charlaban y paseaban curioseando aquí y allá, invitaba a prestar atención a la frondosa cobertura que dan los árboles de ese tramo, a apreciar la generosa anchura de un espacio que estamos acostumbrados a usar caminando por sus estrechas aceras, a percibir su agradable longitud a pie –muy diferente de su longitud si vas en coche- cuando caminas sin semáforos que te detengan y experimentas el espacio de manera continua. Todo era tan sensato que no tardaba uno un segundo en olvidarse de que alguna vez allí hubo coches. Cortar el tráfico temporalmente y entregar la calzada a los viandantes es una acción extremadamente sencilla –y mucho menos traumática de lo que habitualmente se cree- capaz de producir una radical transformación de la ciudad. Discutiéndole el espacio al tráfico a motor, el cierre temporal de Guillem de Castro permitió que durante un instante dejásemos de ver ese tramo de la ronda interior como una infraestructura para descubrir sus posibilidades como lugar.
El espacio público como lugar y no como infraestructura… Cuando era estudiante, un profesor me hizo hacer un ejercicio que consistió en recorrer la distancia entre dos puntos de la ciudad fotografiando los elementos que pautaban la calle y condicionaban mis movimientos al andar. Todos fueron de lo más habituales, pero como ocurre con todo aquello a lo que estamos acostumbrados, mirarlos con atención hacía reflexionar. Semáforos, pasos de peatones, señales de tráfico, paneles publicitarios, cruces, isletas y la misma acera. Estos elementos y otros tantos conforman un código de uso que en origen pertenece al tráfico rodado, piénsenlo. Al imponernos este código, las personas acabamos moviéndonos como coches, con el achaque de ser enormemente más frágiles que los coches, claro. El tráfico a motor gana autoridad en la ciudad, el coche nos gana la mano. Una práctica que cuestiona el estatus quo del tráfico a motor en la ciudad y trata de establecer un uso más equilibrado del espacio público entre las distintas formas de movilidad es el llamado shared space. Esta práctica consiste en eliminar de las calles toda la señalización posible, en enrasar aceras y calzadas, en eliminar la línea de separación entre carriles; dicho con profundidad: en liberarnos del código de uso que nos impone el coche, en pagarle con su misma moneda y hacerle aprender de la naturalidad con la que nos movemos las personas, sin necesidad de un puñado de flechas y líneas que nos digan que tenemos que ir por aquí y no por allá. Si el peatón impone al coche su manera de usar el espacio público, mucho más indeterminada y menos abusiva, el coche se ve obligado a ser más atento y respetuoso con el peatón. Hay que educar al coche, un niño consentido al que hemos mimado en exceso.
El mercado dominical de Sant Antoni es de los proyectos más sencillos y sugerentes que haya visto en mucho tiempo. Cada domingo, en la calle Conde de Urgell de Barcelona, se corta el tráfico entre dos manzanas del ensanche para montar un mercado de libros usados. Que el comercio ocupe temporalmente la calle es algo que vemos a diario en cualquiera de nuestras ciudades, pero Sant Antoni tiene algo que lo hace especial. El espacio que ocupa el mercado queda recogido bajo una estructura metálica que se apoya en las aceras y cubre la calzada. Esta estructura es permanente. Durante la semana, los coches pasan bajo la gran cubierta, en la que, con rotundas letras amarillas, se lee ‘Sant Antoni Dominical’. A decir verdad, el espacio fuera de los domingos tampoco es que tenga mucha gracia, lo que me parece atrevido es que la cubierta preserve la posición del mercado a lo largo de toda la semana. El proyecto me gusta porque se rebela frente a la categorización del espacio público y desliza una ambigüedad sensible a los ritmos de la ciudad. Al cruzar Conde Urgell velozmente en coche, la presencia de la cubierta del Dominical nos recuerda: ‘esta calle es un mercado, sea o no sea domingo’.
El pasado 1 de junio, a lo largo de toda la mañana del domingo, la Trobada de la Escola Valenciana cerró al tráfico el tramo de Guillem de Castro que va desde las Torres de Quart hasta el Centro Cultural de la Beneficencia. La acción tuvo un gran interés. Poder estar tranquilamente sobre la calzada, entre personas que se encontraban, charlaban y paseaban curioseando aquí y allá, invitaba a prestar atención a la frondosa cobertura que dan los árboles de ese tramo, a apreciar la generosa anchura de un espacio que estamos acostumbrados a usar caminando por sus estrechas aceras, a percibir su agradable longitud a pie –muy diferente de su longitud si vas en coche- cuando caminas sin semáforos que te detengan y experimentas el espacio de manera continua. Todo era tan sensato que no tardaba uno un segundo en olvidarse de que alguna vez allí hubo coches. Cortar el tráfico temporalmente y entregar la calzada a los viandantes es una acción extremadamente sencilla –y mucho menos traumática de lo que habitualmente se cree- capaz de producir una radical transformación de la ciudad. Discutiéndole el espacio al tráfico a motor, el cierre temporal de Guillem de Castro permitió que durante un instante dejásemos de ver ese tramo de la ronda interior como una infraestructura para descubrir sus posibilidades como lugar.
El espacio público como lugar y no como infraestructura… Cuando era estudiante, un profesor me hizo hacer un ejercicio que consistió en recorrer la distancia entre dos puntos de la ciudad fotografiando los elementos que pautaban la calle y condicionaban mis movimientos al andar. Todos fueron de lo más habituales, pero como ocurre con todo aquello a lo que estamos acostumbrados, mirarlos con atención hacía reflexionar. Semáforos, pasos de peatones, señales de tráfico, paneles publicitarios, cruces, isletas y la misma acera. Estos elementos y otros tantos conforman un código de uso que en origen pertenece al tráfico rodado, piénsenlo. Al imponernos este código, las personas acabamos moviéndonos como coches, con el achaque de ser enormemente más frágiles que los coches, claro. El tráfico a motor gana autoridad en la ciudad, el coche nos gana la mano. Una práctica que cuestiona el estatus quo del tráfico a motor en la ciudad y trata de establecer un uso más equilibrado del espacio público entre las distintas formas de movilidad es el llamado shared space. Esta práctica consiste en eliminar de las calles toda la señalización posible, en enrasar aceras y calzadas, en eliminar la línea de separación entre carriles; dicho con profundidad: en liberarnos del código de uso que nos impone el coche, en pagarle con su misma moneda y hacerle aprender de la naturalidad con la que nos movemos las personas, sin necesidad de un puñado de flechas y líneas que nos digan que tenemos que ir por aquí y no por allá. Si el peatón impone al coche su manera de usar el espacio público, mucho más indeterminada y menos abusiva, el coche se ve obligado a ser más atento y respetuoso con el peatón. Hay que educar al coche, un niño consentido al que hemos mimado en exceso.