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De la inhumanidad del bolardo

Hace un par de semanas iba por Calle Baja charlando con Ramon. Él caminaba por el interior de la línea de escasa anchura que marcan los bolardos con respecto a la fachada y yo iba del otro lado. En ésas, una moto que venía de frente a nosotros en la calle vacía se desvió de su trayectoria ajustando su paso todo lo que pudo a mi cuerpo. El motorista paró ocho metros a nuestra espalda, se giró y alzó la voz diciendo: “Quítate de la carretera, ¿no ves que estás en medio?”. Yo, que reconozco ser bastante ingenuo, le respondí con una sonrisa y alzando la mano a modo de despedida mientras él volvía a poner en marcha su moto y se alejaba. Pensé que el tipo era un amigo de Ramon, que nos acaba de gastar una broma a modo de saludo. Pero resultó que no. Por lo visto, aquel absurdo iba en serio.

“Quítate de la carretera”. A ver… Una carretera es un camino dispuesto al tránsito de vehículos a motor. La Calle Baja, como cualquier otra calle en cualquier centro histórico, para lo último para lo que fue dispuesta es para que pasasen coches. Ni siquiera tiene calzada, está adoquinada de principio a fin sin diferenciar niveles. ¿Cómo puede ser entonces entendida por algunos como una carretera? El secreto es sencillo: Los bolardos.

Esos ‘cachirulos’, ‘pirindolos’, ‘pilones’, ‘pivotes’ o ‘palotes’ son sin lugar a dudas el elemento de mobiliario urbano que aparece en mayor número en nuestras ciudades. Nos hemos acostumbrado a la solución tipo del palitroque de acero que impide que el coche aparque sobre la acera, y por el camino, nos hemos olvidado de una peculiaridad fundamental: El diseño del elemento está pensado exclusivamente desde el coche. Consecuentemente, al implantarlo en un lugar cual sea, estás introduciendo en ese lugar atributos relacionados con el coche. Es decir, estás convirtiendo una calle de un centro histórico en una carretera. Los bolardos son otro de los yugos que en la ciudad nos echa al cuello el vehículo privado.

Días antes del Corpus, se me aceleró el corazón cuando paseando por las calles Avellanes y Serranos vi que habían desaparecido los bolardos. Aquello era un regalo a la vida. La calle parecía otra, el doble de ancha, más despejada, más bonita, más limpia, más luminosa y más todo. Hasta la gente que paseaba por allí parecía más guapa, lo digo en serio. ¡Y había sido tan fácil! ¡Los habían quitado y se acabó! En aquella ocasión, paseaba con Rosario. A mi alegre efusividad, ella respondió: “Cuídate, que todavía los vuelven a poner”. Yo me tapé los oídos, fui tajante en que aquella vuelta atrás era imposible, insistí en que esa conquista no nos la quitaba nadie, apoyé rodilla en tierra y toqué con mis dedos los tornillos cortados señalando las marcas de una batalla ganada (“¿Lo ves, Rosario?”). Pero no. De la noche a la mañana, los bolardos fueron replantados en número exacto, volviendo con la misma facilidad con la que se fueron, recordándome una vez más lo ingenuo que soy a la hora de valorar la sensatez universal. Nuestro síndrome de Estocolmo con el coche parece irreversible.

“Si el bolardo evita que el coche se suba a la acera, bienvenido sea como mal menor”, nos decían hace poco al hilo del debate. Cierto, acepto esa base. A fuerza de desengaños he dejado de creer en la sensatez universal, a partir de ahora ya no seré un ingenuo. No voy a pedir que los conductores incívicos monten el coche donde les salga del pilote sin pensar en los demás. Ahora, propongo una revolución: Repensemos el bolardo.

Es muy sencillo, veréis. El problema está en los atributos del diseño, en eso de ser un elemento pensado desde el coche. Pensemos los bolardos –y de paso el resto de trastos que pueblan el espacio público- desde las personas. Lo que digo suena marciano, pero hay ejemplos que ya lo han hecho. Nuestros bolardos favoritos son los de la Plaza de la Alameda en Sevilla, que permiten que las personas se sienten sobre ellos. Detalles así y que la pavimentación no haga diferencias pase o no pase el vehículo a motor, hacen que se asuma la prioridad de las personas en todo el espacio. La plaza y los elementos que en ella se disponen están pensados desde las personas, y por lo tanto, el lugar es, antes que nada, para las personas. Los coches no tienen nada que hacer frente a esto, aquí sí que no hay mus.

Recordando los bolardos “humanizados” de la Alameda –hasta se merecen un nombre más digno-, me viene a la memoria un conductor que tras la reforma de la plaza sevillana advertía con mucha preocupación de que eso de que la gente se sentase en los bolardos provocaría atropellos y accidentes, que aquello era un peligro. Un conductor concienciado con la seguridad peatonal, como el motorista del principio, aquél que se tomó la molestia de parar para recomendarme que caminase sin sobrepasar la línea de seguridad. Seguro que ellos estarían a favor de sustituir los bolardos directamente por quitamiedos. Desde aquí, les damos las gracias.

Sin embargo, como ya hemos señalado otras veces, la convivencia en el espacio público, el orden compartido y la gestión de los conflictos en el uso de la ciudad son formas de conseguir que la ciudadanía –de la que también forman parte los conductores- tome conciencia de que la calle es el espacio de contacto social por excelencia. Que no suene maniqueo, pero los contextos guían los comportamientos. Pensemos el espacio público a escala humana y conseguiremos que los coches se comporten humanamente con nosotros.

Hace un par de semanas iba por Calle Baja charlando con Ramon. Él caminaba por el interior de la línea de escasa anchura que marcan los bolardos con respecto a la fachada y yo iba del otro lado. En ésas, una moto que venía de frente a nosotros en la calle vacía se desvió de su trayectoria ajustando su paso todo lo que pudo a mi cuerpo. El motorista paró ocho metros a nuestra espalda, se giró y alzó la voz diciendo: “Quítate de la carretera, ¿no ves que estás en medio?”. Yo, que reconozco ser bastante ingenuo, le respondí con una sonrisa y alzando la mano a modo de despedida mientras él volvía a poner en marcha su moto y se alejaba. Pensé que el tipo era un amigo de Ramon, que nos acaba de gastar una broma a modo de saludo. Pero resultó que no. Por lo visto, aquel absurdo iba en serio.

“Quítate de la carretera”. A ver… Una carretera es un camino dispuesto al tránsito de vehículos a motor. La Calle Baja, como cualquier otra calle en cualquier centro histórico, para lo último para lo que fue dispuesta es para que pasasen coches. Ni siquiera tiene calzada, está adoquinada de principio a fin sin diferenciar niveles. ¿Cómo puede ser entonces entendida por algunos como una carretera? El secreto es sencillo: Los bolardos.