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María Rivas, Llíria y el tiempo de los sueños

Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Ya sé que los recuerdos mienten. Lo decía mi querido José Manuel Caballero Bonald y tenía toda la razón. El pasado es una laguna con el fondo incógnito de las arenas movedizas. Por eso a mucha gente le chifla la nostalgia, ese celofán que envuelve en reflejos de colores el blanco y negro de un tiempo sometido a la devastación. Y a pesar de eso, hoy quiero escarbar -lejos del furor cínico y tramposo de muchas crónicas de actualidad- en lo que fueron aquellos años de aprendizaje por las calles de Llíria, en la comarca del Camp de Túria, un pueblo que no es el mío, pero como si lo fuera. Allí viví precisamente ese tiempo que vamos construyendo a medias con la realidad y con la imaginación. Allí trabajaba por la noche en el horno de mis padres y durante el día estudiaba el bachillerato en la Academia Edeta. Dormía a ratos sueltos, que es una manera de dormir como otra cualquiera, sólo que con los relojes cambiados de hora. Teníamos doce o trece años, que es lo mismo que no tener nada, si acaso sólo dos o tres versos dedicados en una canción de Cliff Richard o el Dúo Dinámico.

En la Academia Edeta nos daba clase de literatura María Rivas. Ahí está ella, en la fotografía, con una clase que no era la mía y con sus colegas Miguel Bañuls, Augusto Roca y José Jordán. También nos daba latín y de vez en cuando matemáticas. Pero yo la recuerdo principalmente por las clases de literatura. Y no por los libros o los autores que formaran parte del programa, que imagino que no sería una lista muy larga, sino porque lo que más hacíamos era escribir redacciones, contar historias que luego leíamos puestos en corro en medio del aula. Al menos eso es lo que recuerdo y posiblemente mis colegas de curso lo recuerden de otra manera. Pero es seguro que quien sigue ocupando el mismo lugar en ese recorrido por la memoria de aquellos años es ella, la señorita Rivas. Tenía genio, mucho genio, venía de Cataluña (entonces Catalunya se escribía con ñ), había sido discípula de Vicens Vives y nos hacía leer los poemas de Bécquer sin que sonaran a musiquita sonajero, que es como siempre se ha enseñado a Bécquer en las malas clases de literatura: las golondrinas colgadas de un balcón, el arpa cubierta de polvo, la soledad de los muertos, poesía eres tú y arreando que es gerundio.

Un día nos dijo que en Llíria teníamos un escritor importante. El nombre nos sonaba a chino. Además, era imposible de pronunciar: George H. White. Nada menos que George H. White. Lo que se me quedó no fue el nombre sino el runrún del cerebro pensando en la imagen de un escritor. Un marciano o algo parecido. Un día vi a Pascual Enguídanos en la esquina de una calle y me pareció una persona normal y corriente, pero cuando pensaba que su nombre de escritor era George H. White me lo imaginaba como un extraterrestre que había viajado a la Tierra desde alguna lejanísima Galaxia de nombre igual de impronunciable. Poco después ya empecé a leer sus novelas, aquellas pequeñas novelas del Oeste, del FBI, y sobre todo las de Ciencia-Ficción, un género en que era un auténtico maestro. Tantos años después aún sigo leyendo esas novelas. Fue en sus páginas donde mucha gente nos iniciamos en la lectura. En las casas sin libros como la mía, los únicos que había eran los que cambiábamos en el mercado de los jueves, esas novelitas llamadas de “a duro” porque era eso lo que costaban en los quioscos. Gracias a las clases de María Rivas, y a aquellas primeras redacciones leídas en corro, me aficioné a la lectura y mucho después a escribir los primeros poemas y relatos. Hace unas horas volvía a los poemas de Bécquer (en la edición de Francisco López Estrada y Mª Teresa López García-Berdoy) y se mezclaron con sus “rimas” los años aquellos en que todo era como si nada. Y se me ocurrió que a lo mejor estaría bien escapar del agujero negro de los telediarios y contar, con la brevedad y la torpeza de un escurridizo apresuramiento, la historia de una infancia que fue aprendiendo lo que era la vida sin saber que la vida es algo con lo que no se pueden gastar bromas, como nos recordaría poco tiempo después el poeta Gil de Biedma.

Un día cerró la Academia Edeta y pasamos a la Almi. También se vino al nuevo destino la señorita Rivas. Y cuando años más tarde abrieron el Instituto de Bachillerato y la Almi se convertiría en otro espacio sentimental fundido en la memoria, ella seguiría en ese noble oficio de profesora que amaba más que a su propia vida. Ya hace mucho tiempo que no la veo. Antes nos juntábamos los de entonces con ella y con Miguel Bañuls, su marido, pero no convertíamos el encuentro en un ejercicio de engañosa nostalgia. Sabíamos, y sabemos cada vez más y mejor, que nada es lo mismo, que el tiempo estraga lo que encuentra a su paso, que el polvo del arpa que sonaba en aquel tiempo infame (aunque eso lo supimos más tarde, tal vez demasiado tarde) se resistía y se sigue resistiendo a la poética bayeta del mismísimo Gustavo Adolfo Bécquer.

Escribo esto para rendir tributo a una mujer que me enseñó aquello tan antiguo y olvidado que decía Machado: “sed buenos, y no más”. La literatura y el periodismo me sirvieron para eso. O eso creo. En Llíria, y en el recuerdo de varias generaciones que pasaron por sus clases, sigue viviendo María Rivas, la maestra que nos enseñaba a contar historias cuando éramos críos y que a mí me enseñó también a convertir aquellos sueños adolescentes en un tiempo para recordar. “¿Quién podría volver hacia fuera, de un golpe, el forro del tiempo?”, se preguntaba Walter Benjamin en las páginas inmensas, inabarcables, de Libro de los Pasajes. Y él mismo se contestaba: dejar al descubierto el tiempo, sacarlo de la oscuridad, es lo que hacemos cuando contamos nuestros sueños.

Seguro que en las vidas de ustedes hay alguna María Rivas que ayudó a que su mundo, el de ustedes cuando tenían doce o trece años, no fuera una engañifa. Estaría bien, por eso, que no la olvidaran nunca. Ojalá que no la olviden. Ojalá.