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El tesoro robado de Max Aub
El escritor Max Aub (París, 1903 - México, 1972), republicano, socialista y exiliado, se plantó el 1 de septiembre de 1969 en el espléndido edificio de La Nau de la Universitat de València. “Entramos en la Universidad. El patio. Los arcos. La estatua de Luís Vives. (...) Subimos por la ancha escalera y entramos en la biblioteca. Todo igual. No es que parece que fuera ayer: es ayer”. El exiliado, al que ya nadie conoce en el erial franquista en pleno desarrollismo, le pide a la entonces directora de la biblioteca de La Nau, Pilar López, ver sus libros, saqueados en 1939, con la entrada en Valencia de las tropas del bando sublevado.
Es un momento único: el reencuentro de un escritor con su biblioteca perdida (robada): “Más de treinta años sin veros, lomos”, anota Aub. “Toco, palpo. Veo. Abro. Una dedicatoria de Chabás, otra de Salinas, otra de Guillén. Una de Federico”. El exiliado aprovecha su visita a la ciudad donde vivió de los 11 a los 35 años para reencontrarse con viejos amigos, supervivientes del terror franquista. Un encuentro con el poeta Juan Gil-Albert (“Se queja sordamente de los veinte años que lleva aquí sin que nadie le haga caso”), visita librerías (“A nadie le interesan aquí los libros”), la tumba de sus padres.
Cuando el 22 de septiembre vuelve a la biblioteca de La Nau, el entonces rector de la Universitat de València, Juan José Barcia Goyanes, le pide que haga una lista de sus libros. “¿Quién me lo iba a decir? Escojo, miro, sopeso, ojeo a veces; se los paso a mi hija, los apunta mi mujer en una libreta”, recuerda Max Aub.
El exiliado, autor de El laberinto mágico, la inmensa serie novelística que publicó entre 1948 y 1968, culminada con Campo de los almendros, posiblemente el mejor testimonio literario del universo concentracionario franquista en el País Valenciano, observa un terruño que ya no es el suyo pero el reencuentro con sus libros despierta inesperados mecanismos de la memoria. “Cosa curiosa, la gran mayoría estaban en los estantes de la derecha de mi despacho. Los demás han desaparecido. Casi todo el teatro de la época, pero no las revistas. En cambio, a mi mayor sorpresa, intactas las cuarenta y cuatro cajas, en cuarto, que contienen mi colección de comedias sueltas del siglo XVIII”.
Exactamente 52 años después de la visita de Max Aub, la bibliotecaria Elisa Millás, equipada con guantes, sostiene con tacto los amarillentos libros del escritor que aún se conservan en la sala de investigadores situada en la segunda planta de La Nau. Mientras el fotógrafo Jesús Císcar busca el ángulo propicio de luz que baña la solitaria sala a través de sus imponentes ventanales, la bibliotecaria muestra los tesoros de Max Aub: un ejemplar de La novela de Pepita Jiménez dedicado por Manuel Azaña, presidente de la República: “Con el afecto de un amigo”. También aparece el primer tomo de las obras completas de Azorín. En La novela de una novela, hay una dedicatoria del escritor Francisco Almela i Vives: “Para Max Aub, de su viejo y buen amigo”. En la primera página de Agor sin fin, Chabás escribe en una letra minúscula y aplicada: “Para Max Aub, con el fraternal cariño de Juan”.
La directora de la Biblioteca Histórica de La Nau, María Jesús García Mateu, está leyendo estos días La gallina ciega. “Un libro muy duro”, dice en su despacho de la última planta del centro cultural. Explica una línea de investigación que mantiene su equipo para la identificación de los antiguos poseedores: “Trazar la vida de un libro por todas las manos y visicitudes por las que ha pasado hasta llegar a nuestra biblioteca”. Con ayuda de investigadores, buscan “huellas” de los antiguos poseedores: ex libris, firmas o dedicatorias.
Una tarea que empezó el ilustre poseedor en este mismo recinto en 1969. Al escritor le piden elaborar la lista de sus volúmenes robados. “¿Cómo hacerla? ¿Cuántos volúmenes había? ¿Cuáles eran?”, se pregunta Aub. “Podían ser seis o siete mil. (...) ¿Cuántos libros míos habrá aquí en estas estanterías de metal donde se alinean bien ordenados? Lo sorprendente es que lo que de lo mío queda —relativamente muy poco— está junto, ordenado”. “¿Quién fue el hada?”, se pregunta sorprendido. Difícil saberlo.
Lo que sí se sabe es quién fue el ogro: el bando franquista, que entró victorioso un 29 de marzo de 1939 en Valencia e inauguró la posguerra a base de fusilamientos, cárceles hacinadas con miles de presos políticos y hogueras públicas de libros. El expediente sobre Max Aub del Tribunal de Responsabilidades Políticas, organismo oficial del saqueo a los vencidos, se encuentra custodiado hoy en día en el Arxiu del Regne de València. Fue localizado por el investigador Pascual Llopis, quien avisó al historiador Javier Navarro, profesor de la Universitat de València y autor del estudio del proceso publicado en la revista El correo de Euclides, el anuario científico de la Fundación Max Aub.
El tribunal encargado del expolio de los bienes de los republicanos inició el expediente número 956 el 14 de septiembre de 1939, pocos meses después de la ocupación de Valencia, cuando Max Aub ya estaba de camino a un largo exilio. Los instructores localizan el último domicilio del escritor, un amplio apartamento del piso principal izquierda en la calle del Almirante Cadarso número 13, donde había vivido con un alquiler de 228 pesetas al mes. Aub, que se había movido entre Barcelona y París durante los años de la Guerra Civil encomendándose a las más variadas causas culturales en defensa de la República, mantenía en el domicilio valenciano su magnífica biblioteca así como su colección de cuadros (de Ramón Gaya, José María Ucelay o Josep Obiols) y dibujos.
Con toda probabilidad el piso fue ocupado como sede del Juzgado Instructor número 1 de Responsabilidades Políticas de Valencia. El expediente de Aub incluye los informes de la delegación provincial de información e investigación de Falange y de la jefatura de investigación y vigilancia de la Dirección General de Seguridad. Los primigenios órganos represivos del régimen recuerdan que Max Aub fue “íntimo amigo de Azaña” y que dirigió el periódico Verdad junto con el artista Josep Renau. Aub publicó “versos de tipo futurista”, reza uno de los informes.
El documento enumera los bienes localizados en la casa, propiedad de la “señorita Irene Noguera”. Los saqueadores oficiales del franquismo aluden a los cuadros colgados en el pasillo y a “la librería pequeña y otras grandes con numerosos libros”. “En el local en el que actualmente está instalado ese Juzgado existe la biblioteca propiedad del informado, donde pudieran verse todas sus publicaciones”, indica un informe policial sobre Aub. La investigadora Mélanie Ibáñez, autora de una tesis doctoral sobre la aplicación de la ley de responsabilidades políticas a las mujeres republicanas en Valencia, rememora el descubrimiento del expediente de Max Aub: “Cuando le pidieron a Javier Navarro el trabajo, me acuerdo que empezamos a cruzar los datos, le dimos muchas vueltas porque había un vacío que no hemos podido llenar hasta la fecha, es una zona gris”, explica. Los tribunales encargados del expolio, sostiene Ibáñez, eran “verdaderos sabuesos buscando bienes”.
“Todo el expediente se convierte en una búsqueda de bienes porque es una maquinaria pensada para incautar y para el expolio legal”, apostilla la historiadora. El minucioso expediente, que no se archivaría hasta más de dos décadas después, repasa pormenorizadamente los bienes de la familia Aub: las sillas, las cortinas, los platos, las tazas, los vasos y hasta los ceniceros. En el comedor sus dos amigos artistas Genaro Lahuerta y Pedro Sánchez pintaron un mural inspirado en Geografías, obra del escritor.
La historia, con su inevitable forma de rizo, nunca defrauda ni reconforta. En La gallina ciega, Aub también narra su reencuentro inesperadado con parte de su colección de arte en casa de su viejo amigo Fernando Dicenta. He aquí el diálogo que mantuvieron el 6 de septiembre de 1969:
—Sí, yo compré un Obiols que tenías en el recibidor. ¿Te acuerdas? Lo compré en casa de un chamarilero.
Ni siquiera se le ocurre, como a Genaro [Lahuerta] que recobró un cuadro suyo, de los míos, preguntarme:
—¿Lo quieres?
Nada. Tranquilamente sigue hablando de otra cosa como si fuera lo natural.
El infierno de Max Aub
Entre 1.200 y 1.500 volúmenes conformaban la biblioteca valenciana desperdigada del escritor. El historiador Salvador Albiñana se empeñó en recopilar y estudiar las cajas que permanecían en un rincón de la biblioteca de La Nau, “llenas de libros y de ratones”. El “infierno”, situado en un depósito en la esquina de la calle de Comedias con la calle de La Nau, agrupaba los “libros pecaminosos y prohibidos que no conviene que consulten los lectores”.
“Los reuní”, cuenta Albiñana, “le dije al rector que eso había que exhibirlo, restaurarlo, darlo a conocer y contar la pequeña historia de esos libros que nunca le fueron devueltos”. De ahí surgió el volumen Libros en el infierno. La Biblioteca de la Universidad de València, 1939, editado por la institución académica y que incluye un pormenorizado estudio sobre la biblioteca del genial escritor de la mano de Joan Oleza, uno de los principales especialistas maxaubianos además de director de la edición de sus obras completas.
“Convencí a las autoridades académicas de que había que protegerlo, hoy los libros están bien, restaurados, bien inventariados, protegidas las cubiertas para que no se puedan dañar y a disposición de cualquier lector”, comenta Albiñana, profesor jubilado de la UV.
El infierno de Max Aub también fue, en cierta manera, su reencuentro con esa Valencia a la que volvió, con pasaporte mexicano, en 1969. “Cuando viene, a pesar de todos los prejuicios, la realidad le desborda; si en 1939 los derrotó Franco, 30 años después su derrota más dolorosa es que el dictador los ha borrado del mapa”, dice el especialista maxaubiano Manuel Aznar Soler, catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona y autor del estudio introductorio y de las notas de la edición de La gallina ciega en Renacimiento. Aub representa la figura del intelectual republicano “que se exilia y lo pierde todo”. Cuando vuelve por primera vez se topa con una España “despolitizada que vive el desarrollismo, el 600 y el turismo”, apostilla.
En La gallina ciega, Max Aub juguetea con personajes literarios que aparecen en su obra anterior, los sitúa de pasada en lugares por los que camina en Valencia. “Al igual que en los Campos, los límites entre ficción y realidad se vuelven difusos, de modo que, así como el conjunto narrativo de El laberinto mágico remite ineludiblemente a la realidad extraliteraria, La gallina ciega no está exenta de ciertas licencias literarias, que se toma Aub en el paso a las páginas del libro de sus anotaciones y grabaciones registradas durante el viaje”, explica por correo electrónico el investigador argentino Federico Gerhardt, autor de un estudio sobre los lugares y personajes que revisita el escritor exiliado.
La crónica novelada de su regreso a Valencia es dolorosa. El pobre Max Aub, ya envejecido y con su extraño acento, visita un auténtico desierto que contrasta con el esplendor cultural anterior al golpe de Estado contra la República. “Me impacta su descripción de esa sociedad con pocas ilusiones o ganas de cambiar la situación en comparación con su generación”, afirma la directora de la Biblioteca Histórica de La Nau, María Jesús García Mateu. “La derrota de 1969 es la más dolorosa porque los ha borrado del mapa”, incide Manuel Aznar.
La huella 'maxaubiana'
Afortunadamente, la obra maxaubiana ha tenido un espaldarazo con una abundante producción académica. “En el hispanismo internacional es uno de los autores del exilio sobre el que más se ha escrito y más se ha leído, ya está integrado en el canon”, sostiene el autor de la edición de La gallina ciega. Algo que en 1969 no era ni mucho menos evidente: “Estoy en Valencia, en una librería de Valencia; nadie sabe quién soy. (...) Me miran como si fuera un bicho raro, un animal extraño, un salvaje, un ser inacostumbrado”, escribe Aub
Además, la huella maxaubiana se deja ver en la obra de escritores como el fallecido Rafael Chirbes, uno de los grandes herederos del autor del Laberinto mágico. Ana Luengo, profesora de la San Francisco State University, ha estudiado la influencia de Aub en la obra de Chirbes: “Ambos eran extremadamente críticos con su contexto”, apunta. “Los dos, precisamente por su honestidad moral, creo que no han sido leídos con tanto agrado como otros que han sido mas sensibleros o sentimentales, Aub y Chirbes no crean ningún tipo de héroe, no hay romantización”, agrega Luengo.
El politólogo Francesc Miralles considera que Max Aub “está poco reivindicado”. “No hay una tradición, más allá del pobre Chirbes, heredera de ese perfil en que ellos mismos se incardinaban en Clarín o Galdós. A nadie le interesa sacar eso de la sepultura”, apostilla Miralles. “Max Aub es un autor que sirve a un país que ya no existe, corresponde a una serie de tradiciones culturales e intelectuales que hoy en día no son útiles, no hay una continuidad en el proyecto republicano, de estandarizarse con Europa, con una tradición expansiva culturalmente”, abunda el politólogo.
La lectura de Miralles, más allá de que Aub fue testigo directo del erial cultural en que se había convertido la España tardofranquista, alude a “cómo del 39 al 69 el relato ya no es el de la cruzada, es el del desarrollismo. A él lo que le choca no es esa incultura sino el desinterés”. “El germen de la España de Díaz Ayuso está ahí, está en que todo el mundo le pregunta qué bien está España, qué moderna está España, qué bien se vive, el solecito”, abunda el politólogo. “Personalmente creo que hay todavía mucho por explorar en su literatura”, añade Federico Gerhardt. “Siempre será insuficiente su divulgación y su conocimiento”, tercia Manuel Aznar.
Max Aub evoca una ciudad, epicentro de su educación sentimental, que ha sido barrida del mapa. Con su esposa, Peua Barjau, y sus hijas, Elena y Carmen, visita El Saler, el barrio del Cabanyal y la playa de la Malva-rosa: “Cada bocacalle, un recuerdo, cada tienda, un conocido que, como es natural, no me reconoce ni yo a ellos, incógnito forzoso”. El 14 de septiembre de 1969, el escritor anota: “Ni estamos —mi generación— en el mapa. (...) Acepto lo que veo, lo que toco, pero ¿es justo?, ¿está bien para el mejor futuro de España?, ¿cómo van a crecer estos niños? Todavía más ignorantes de la verdad que sus padres. Porque estos no quieren saber, sabiendo, en cambio, estos nanos no sabrán nunca. Es una ventaja, dirán. Es posible. No lo creo”.
El tesoro robado es el propio Max Aub.
El escritor Max Aub (París, 1903 - México, 1972), republicano, socialista y exiliado, se plantó el 1 de septiembre de 1969 en el espléndido edificio de La Nau de la Universitat de València. “Entramos en la Universidad. El patio. Los arcos. La estatua de Luís Vives. (...) Subimos por la ancha escalera y entramos en la biblioteca. Todo igual. No es que parece que fuera ayer: es ayer”. El exiliado, al que ya nadie conoce en el erial franquista en pleno desarrollismo, le pide a la entonces directora de la biblioteca de La Nau, Pilar López, ver sus libros, saqueados en 1939, con la entrada en Valencia de las tropas del bando sublevado.
Es un momento único: el reencuentro de un escritor con su biblioteca perdida (robada): “Más de treinta años sin veros, lomos”, anota Aub. “Toco, palpo. Veo. Abro. Una dedicatoria de Chabás, otra de Salinas, otra de Guillén. Una de Federico”. El exiliado aprovecha su visita a la ciudad donde vivió de los 11 a los 35 años para reencontrarse con viejos amigos, supervivientes del terror franquista. Un encuentro con el poeta Juan Gil-Albert (“Se queja sordamente de los veinte años que lleva aquí sin que nadie le haga caso”), visita librerías (“A nadie le interesan aquí los libros”), la tumba de sus padres.