Cantamañanas

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Los periodistas ya no somos imprescindibles, incluso puede que seamos un estorbo. Las noticias son hoy día adornos anclados entre dos potentes bulos; mucha información veraz se ha visto arrastrada hasta el cenagal de los portales digitales basura. El oficio está hecho un asco. En cambio, los creadores de contenidos sí que molan. Sus sandeces y obviedades hacen picar a mucha gente que caen como moscas en sus redes. Las influencers espigadas y raquíticas, con morritos prietos, enfundadas en una prenda de marca, sí marcan el paso de la banalidad absoluta. Hay jovencitos forrados de euros por decir majaderías y barbaridades en las redes. Uno de ellos, tristemente famoso, pide ahora cínicamente que se regule su actividad: Naim Darrechi piensa que su butaca de jugar a la play es un medio de comunicación social. El tiktoker mallorquín, con 26 millones de seguidores, se ha mofado de todas sus seguidoras al decir que engaña a sus amantes para no usar preservativo en sus relaciones sexuales. ¡Poing!

La profesión de periodista está agonizando. Las fuentes informativas sobre la Covid ya no son los epidemiólogos, sino unos tertulianos, reclutados por algún poderoso con mucha mano en alguna televisión; las fuentes de un incendio ya no son los bomberos, sino una vecina insomne armada con un móvil; las fuentes de la política son los argumentarios simples expedidos por unos asesores crecidos que adulan a sus jefes como el espejo de la madrastra de Blancanieves (otros que también crean contenidos); las fuentes ya no son los futbolistas, sino sus traficantes orondos y bien retribuidos que los exhiben por toda Europa; las fuentes ya no son los enviados especiales, sino las imágenes distribuidas por una agencia de noticias tóxica sufragada por un estadista autoritario. Donde no llega esa tribu, llega un hacker ruso subvencionado para tratar de adulterar un resultado electoral.

José Luis Moreno, el rey del entretenimiento, el creador de contenidos mediocres de ficción, ha caído en desgracia. Ese “neurocirujano” engañó a todos y sobornó a cuantos se dejaron: envileció al sector audiovisual y derramó porquería sobre las parrillas de muchas televisiones, algunas de ella públicas. Ese productor, con su bata de seda desfilando por los salones de su casa blindada, simboliza el éxito de la picaresca más hortera. La piscina VIP de su mansión ofrecía un pasaporte a la fama, un reconocimiento social por el que más de uno estaba dispuesto a vender su alma de saldo en el rastro. El ventrílocuo chafardero no tenía bastante con sus pasteleos con los jefes de programación de las cadenas o altos cargos autonómicos: quería más y más.     

El trabajo de periodista se ha vuelto muy desagradecido. A la gente le gusta que le cuenten milongas, le chiven cotilleos y le engatusen. La presidente Ayuso acaba de tomar al asalto Telemadrid: ¡imagínense sus nuevos contenidos! Hoy día, un redactor escribe una noticia y sobre ella se montan, como plantas parasitarias, anuncios de videntes, la venta de potingues de belleza o el soponcio de un famoso al que su mujer le ha puesto los cuernos. Antes la gente mayor mataba su tiempo con partidas de parchís, visitas a la vecina o tejiendo un jersey de lana a la nieta. Ahora, no; ahora se lleva vivir hipnotizado por Telecinco, pendientes de las confesiones de Rocío Carrasco y de paso atentos a la Eurocopa. Mediaset este mes romperá los audímetros. Solo le faltarán nuevos timos de la factoría Moreno con nuevas series, frívolas y huecas, para el prime time. Parte del dinero que ganen los señores de Telecinco y Cuatro los tributarán en Holanda, país que ha elegido recientemente la empresa matriz italiana, presidida por Berlusconi, para instalar su sede fiscal y obtener ventajas tributarias. Todo queda en casa, en casa de otro. 

Los cantamañanas dirán que generan contenidos; usted ya verá.