Crisis ecológica y democracia (un apunte)

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Que la alteración climática es una evidencia científica y empírica solo los ignorantes desprecian y los interesados niegan. El primer efecto es el calentamiento de la atmósfera y de la hidrosfera. El verano ya dura desde mayo a noviembre y esto, simple y directamente, tiene efectos económicos y sociales inmediatos. También es una evidencia que la posibilidad de frenar y revertir el trastorno climático se convierte en un trabajo titánico en una relación difícil de determinar, pero que no se produce en una proporción de uno a uno. Es más seguro que por cada minuto de retraso en abordarlo, las posibilidades de conseguir su reversión se retrasan en una relación de uno a diez, de uno a cien o quizás de uno a mil. La razón estriba en que el uso de energía para revertirla requiere de diez, cien o mil veces más que para producirlo. Cosas de la termodinámica.

Josep Ramoneda decía en una entrevista en este mismo diario, que “El fin de la fantasía del neoliberalismo económico produce un crecimiento espectacular de las vías autoritarias” y entre una y otra está la crisis ecológica. Tratar de entrever la relación entre ese fin, la crisis ecológica y la creciente ola autoritaria es una tarea urgente que tiene en el desasosiego, la incertidumbre y el miedo sus primeros signos.

El horizonte al que nos dirigimos seguramente estará a medio camino entre un colapso apocalíptico si las medidas proclamadas no se realizan o no surten el efecto esperado, y un cambio lento si las acciones mitigadoras tienen efectos positivos a tiempo. Esta segunda opción nos permitiría adaptar estructuras productivas y sociales pero el colapso, entendido como cambio radical de lo que hoy conocemos parece inevitable, aunque asuste la palabra. La cuestión es que, a largo plazo, definamos como definamos el plazo e incluso contando con que las medidas propuestas se pusieran en marcha hoy a escala planetaria, sus efectos serán de carácter civilizatorio. Es decir, afectarán al modo de producir y a las relaciones de producción en resumen y por no extenderme. A medio plazo el trastorno será de tal magnitud que sus consecuencias serán primero de sorpresa, después de desajustes cotidianos o incomodidades como las actuales y, finalmente, emergencias de diferente grado de intensidad. Algunos afirman con datos que ya estamos en este punto.

Sea cual sea el momento en que estemos, una consecuencia que tiene el agravamiento de la crisis ecológica, soslayada porque en apariencia no tiene una relación directa, es el efecto sobre nuestras instituciones y sobre nuestras democracias. Esta relación se establece a través de diferentes ejes, pero principalmente a través de los efectos económicos del trastorno ecológico cuya mitigación conlleva grandes costos y esfuerzos lo cuales tienen graves y complicadas implicaciones distributivas que, a su vez, repercute sobre la disponibilidad de recursos y esto sobre las condiciones de vida. El reto al que se enfrentan las democracias con respecto al cambio climático tiene muchas caras y complejas relaciones al implicar a multitud de actores e infinidad de acciones. Además, exige políticas de gobernanza altamente eficientes en los ámbitos regional y global. A estas dificultades se suma el hecho de que las democracias liberales están limitadas en su acción colectiva por factores tales como el cortoplacismo, toma de decisiones autorreferencial - en cuya dinámica los efectos colaterales sobre los receptores de las decisiones no son la primordial preocupación -, la concentración de grupos de interés o el multilateralismo débil. Aún con todo, y como hipótesis de partida (o como deseo) podemos establecer que las democracias son mejor instrumento que los autoritarios para atender los trastornos ecológicos.

La incógnita de esta hipótesis es si esta será percibida mayoritariamente así por la población, cuando las consecuencias vitales empiecen a producir desigualdades notables. En ese caso, la respuesta de aquellos que queden desplazados de soluciones inmediatas al empeoramiento de sus condiciones de vida es impredecible. En ese momento es fácil pensar que parte de la población en búsqueda de seguridad, esperanza o simplemente porque se opongan – legítimamente – a “esperar su turno”, vean factible y deseable la imposición de medidas fuertemente distributivos, aunque sea mediante la concentración de poder, la supresión de derechos, la eliminación de disensiones y algún que otro derecho fundamental. Si los sueños de la razón producen monstruos, la respuesta de la desesperación puede producir dictaduras.

Incluso en un escenario democrático no es difícil imaginar que, ante esa misma pérdida de condiciones de vida consecuencia de la crisis climática, parte de la población acepte la pérdida de derechos sometiéndose a terceros en condiciones de servilismo con la promesa de que “no pasa nada, es mejor eso que morirse”. O lo que es más probable, que ante la determinación de los líderes políticos de adherirse a medidas impopulares para actuar conta el calentamiento global, se manifiesten opciones fuertemente organizadas decididas a debilitar las actuales preferencias democráticas de la ciudadanía, apoyándose en la negación de la crisis ecológica o que no es necesario el esfuerzo. Son tres niveles de respuesta con diferente grado de autoritarismo pero que responden al lema “sálvese quien pueda”.

Ante estos posibles escenarios no queda otra, aunque no sea fácil, que activar todos los mecanismos para reforzar la eficiencia de la vía democrática en la solución de la crisis ecológica. El fuerte rechazo a restricciones de cualquier tipo en nuestra sociedad que se perciben como ataques a la libertad (o a ciertas formas de libertad vinculadas con el mercado) y no como compromisos sociales con la humanidad. Es un elemento a tener en cuenta nada despreciable que actúa a la contra y refuerza las opciones representativas de los grupos opuestos a esas medidas. Sin embargo, esto no quiere decir que las democracias sean incapaces de combatir la crisis climática, sino que ciertos componentes de las democracias son insuficientes ante la magnitud del reto, por lo que la pregunta – en estos momentos abierta - es si los sistemas democráticos pueden evolucionar para afrontar mejor el problema y cómo puede lograrse esta evolución. Es un debate que se sitúa casi en el ámbito de intentar lo imposible… aunque sea necesario.