Estado de crispación permanente

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“Lo que hace tan difícil de soportar a la sociedad de masas no es el número de personas, o al menos no de manera fundamental, sino el hecho de que entre ellas el mundo ha perdido su poder para agruparlas, relacionarlas y separarlas”, escribió Hannah Arendt en La condición humana. Cuando se refería al “mundo” lo hacía a la esfera social, a la existencia de espacios de significación compartidos.

Jürgen Habermas, que se basó en buena medida en la crítica de los argumentos de Arendt para articular su concepción de la opinión pública, estructuró una “teoría de la acción comunicativa” que venía a plantear la necesidad en las democracias modernas de una esfera pública donde fuera posible la deliberación para construir consensos y encauzar discrepancias.

Una forma burda de boicotear esa deliberación útil y constructiva es la crispación. Llenar de mentiras, descalificaciones, insultos y gritos el debate político es una forma de bloquear la discusión pública necesaria en una democracia. El bloqueo institucional suele ser una consecuencia de esa forma de actuar.

El estado de crispación permanente de la vida política en España no es casual, ni surge de problemas o conflictos irresolubles. Es consecuencia, sobre todo, de unas actitudes partidistas motivadas por el objetivo de derribar el Gobierno a toda costa.

Ahora son los eventuales indultos a los dirigentes políticos condenados por el intento unilateral de independencia en Catalunya, pero antes fueron todo tipo de excusas ancladas en las acusaciones de ilegitimidad, que no cesaron ni en lo más duro de la pandemia, contra una coalición de izquierdas, la primera desde la transición a la democracia, que gobierna en minoría.

Antes se bastaba el PP y ahora concurren los ultras de Vox y lo que queda de Ciudadanos, pero no es una estrategia nueva de las derechas políticas y mediáticas españolas, como revelan los episodios contra la negociación con ETA que llevó al final del terrorismo en el País Vasco o el boicot al Estatut d'Autonomia de Catalunya, que dio impulso y argumentos al independentismo. El ruido, que amplifican las redes sociales con toneladas de exabruptos y expresiones de odio, no se genera para protestar por un hecho concreto, sino para erosionar la situación. Es una maniobra disolvente que en ocasiones encuentra cómplices incluso entre miembros relevantes de una de las formaciones en el Gobierno, el PSOE, que parecen incapaces de ver que lo peor es contribuir a socavar la confianza en el Ejecutivo cuando más la necesita. Grandes estadistas en esa línea son los García Page y Fernández Vara, por no hablar de un Felipe González convertido en extravagante cascarrabias.

Y el caso es que el Gobierno ha de empezar a tomar decisiones en asuntos como el problema de Catalunya, que se tiene que reconducir. “No hay otra vía”, ha dicho con razón el presidente valenciano, Ximo Puig, que coincide en su postura con la presidenta balear, Francina Armengol. Salvo el grito de “¡a por ellos!” y la consiguiente involución democrática, no existe alternativa política que no pase por el diálogo (desde luego no la tienen las derechas), aunque resulte incierta y no prometa milagros porque en buena medida los independentistas, que acaban de renovar su mayoría electoral, están también embarcados en la estrategia de la crispación. De ahí que el presidente de la Generalitat Valenciana reclamara “un gesto” a los de Pere Aragonès al apoyar a Sánchez en la iniciativa. Un quid pro quo que parece asimétrico, porque de la otra parte hay poco más que esperar que una gestión de sus aspiraciones respetuosa con el marco legal, pero con el que se contribuye a desarmar el victimismo y rebajar la inflamación de la opinión pública catalana.

El problema territorial, como ha resaltado también Puig, no se reduce a Catalunya. Y no es el único tema de Estado que pide acción. Por eso no es razonable dejarse abocar a la parálisis. Sin ir más lejos, una vez superada, con permiso de Andalucía, la sucesión de procesos electorales, debe abordarse el nuevo modelo de financiación autonómica, caducado hace un lustro. En la Comunidad Valenciana, la peor parada del actual sistema, hay un consenso prácticamente unánime sobre la urgencia de esa reforma, que indudablemente será otro escenario proclive a manipulación demagógica. Pero no queda otra, hay que romper bloqueos. Ninguna convivencia democrática sobrevive a un impasse marcado por el fanatismo sin graves perjuicios. Por más que griten y manipulen, civilizadamente, hay que avanzar.