Nos educan en el silencio. En callar la sangre cuando llega. Excepto la primera vez. Eso que se conoce con el nombre tan poético de menarquía. Entonces se celebra, se difunde entre las mujeres de la familia, se prodiga como un acontecimiento de ecos ancestrales y se anuncia de forma inequívoca con un “Ya eres mujer”. Pero ese alborozo, ese ruido de festejos es efímero. Solo dura un día. El primero. A partir de entonces, hasta la menopausia, es decir, durante décadas, la sociedad nos inserta colectivamente en el arte de menstruar con discreción. Ya nunca más es bienvenida esa sangre residual que durante siglos se ha considerado médicamente como un desecho. Porque hay que callar la sangre, limpiarla del lecho, ocultar su existencia y, por encima de todo, hay que fingir que no provoca dolor. Al menos en público. Porque ese es el espacio natural del hombre y, a pesar de que su virilidad está ahormada para la épica de la batalla, parece no estarlo para contemplar la sangre del útero. El patriarcado ha conseguido grandes hazañas y destaca, de entre todas ellas, la de convertir en vergonzante la capacidad de concebir la vida. Qué hacedor de mundos habría imaginado que los seres que procrean pudieran ser reducidos a la subalternidad de un sistema de dominación cualquiera. Y aún hoy, que se nos considera iguales hasta por escrito, nuestro dolor continúa siendo motivo de sospecha. Del mismo modo que la investigación médica sigue experimentando en el cuerpo del hombre por norma, se cuestiona el padecimiento que, a tantas, nos atraviesa el cuerpo cada veintipocas lunas, en torno a cinco días, todos los meses durante todos los años de la mayoría de nuestras vidas. ¿Y quiénes somos nosotras para ejercer el derecho al dolor? Eso también es patrimonio exclusivo de los hombres. Así lo hemos comprobado estos días en los foros de las redes sociales, donde numerosos señores han negado la posibilidad de que, al menos por tres días, podamos recurrir a una incapacidad temporal por dismenorrea o, lo que es lo mismo, regla dolorosa. Y alguna persona podrá justificar estos exabruptos en la desinformación que ha provocado nuestro largo tiempo de silencio acerca de “nuestras cosas”, pero no, dejémonos de hipocresía, porque no es que crean que el dolor es falso, porque el que más o el que menos lo ha vivido en la intimidad del hogar, lo ha visto en el cuerpo retorcido de una hermana, de una pareja o una madre. El problema no es ese. Su incomodidad en este debate deriva de un hecho mucho más prosaico y es que, simple y llanamente, no les hemos preguntado. No les hemos pedido validación. Porque el inconveniente para ellos de que ejerzamos nuestro derecho al dolor menstrual es que ocupamos el espacio con nuestras voces. Abandonamos la vergüenza y salimos de la intimidad del baño a la tribuna a hablar de lo que solo a quienes podemos gestar nos concierne. Es que, además, ha sido un equipo político de mujeres el que ha decidido legislar el derecho a menstruar con dignidad sin buscar la autorización XY. Y ya se sabe que existe una diferencia cualitativa entre protestar un poco e invadir lo que, por derecho de herencia, (cree que le) pertenece a un colectivo. Así que habrá que dejar de callar la llegada de la sangre. Habrá que inundar de rojo el imaginario social, convertir la regla en un asunto público, para ir desmontando el androcentrismo que sitúa lo masculino en la norma y lo nuestro en la excepción.
Cuando, en el coche, escuché la noticia de este nuevo proyecto legislativo, recordé las cientos de veces que me he desvanecido del dolor, que me he retorcido en el suelo asustada, que he ido a urgencias para suplicar calmante en vena, que he corrido a casa a cambiarme el pantalón porque los coágulos de sangre traspasaban la tela. Y lloré. Lloré porque por fin nuestro dolor existe y será ley.