Las izquierdas corren el riesgo de caer en la contradicción de apostar por excluir del Código penal ciertas conductas en aras a la libertad de expresión al mismo tiempo que jalean el castigo judicial de aquellos comportamientos que no le gustan.
La ‘‘libertad’’ forma parte del ADN de las fuerzas progresistas de este país, a pesar de haberse convertido recientemente en pancarta populista de políticos conservadores.
Empezamos nuevo año con comportamientos y actos que no son tan nuevos. La línea que separa la manifestación y actuación política legítima y el comportamiento delictivo en forma de delito de odio, amenazas o provocación violenta resulta, algunas veces, más fina de lo que debería ser en un sistema democrático.
El apaleamiento a un muñeco que representaba al presidente del Gobierno que ocurrió la última tarde del año 2023 en la calle Ferraz de Madrid, en el marco de una etapa de manifestaciones de grupos de extrema derecha tras la formación del actual gobierno estatal, ha reabierto el eterno debate alrededor del derecho fundamental a la libertad de expresión y a los denominados delitos de odio. Y algunas propuestas de grupos políticos encaminadas a despenalizar delitos como el de injurias al Gobierno o a la Corona, ofensa a los sentimientos religiosos o apología del terrorismo, como ha anunciado Sumar, o de ilegalizar partidos políticos que lleven a cabo referéndums no autorizados, como ha anunciado el PP, ayudan a avivar la cuestión.
A pesar de constituir éste un tema que está marcando la agenda política de estas primeras semanas del año, lo cierto es que no se trata de algo novedoso. Podemos encontrar ejemplos de todo tipo si echamos la vista atrás: quema de banderas (de uno y otro signo político), muñecos en representación de cargos políticos y en actitudes violentas, obras de teatro de titiriteros, letras de canciones o de poemas con mensajes violentos que han supuesto la condena de artistas, etc Sin ir más lejos, unos activistas antimilitaristas acaban de ser procesados por varios delitos de injurias a las Fuerzas Armadas o delitos contra las instituciones del Estado por una acción en la que pintaron un tanque con pintura en el marco de la feria de Expojove en València.
Sin entrar a valorar el hecho de que en función del trasfondo ideológico de cada caso cause la indignación de un lado del tablero político en este país, creo que es hora de que abordemos con seriedad el debate acerca de la libertad de expresión y sus límites razonables en una democracia.
Obviamente este no es un mero debate jurídico, sino que constituye uno de carácter político de primer nivel. Porque la relevancia y el valor de la libertad de expresión como uno de los componentes básicos de un Estado interpela al modelo político que se quiera defender. Un sistema pluralista vs. un sistema protector de valores. O, lo que es lo mismo, un sistema más garantista de los derechos fundamentales y, en concreto, de la libertad individual, frente a un sistema más paternalista/represivo y conservador.
Este es uno de los retos que las izquierdas deberían abordar para poder transmitir un relato ideológico claro. Ya que corren el riesgo de caer en la contradicción de apostar por la despenalización de ciertas conductas integrantes de delitos de injurias y de apología en aras a la libertad de expresión, al mismo tiempo que jalea el castigo judicial de aquellos comportamientos que no le gustan provenientes, en su mayoría, de grupos de la extrema derecha.
Para evitarlo, las fuerzas progresistas deberían apostar por aquello que las ha caracterizado desde siempre: la defensa de la libertad y de los derechos fundamentales de todas las personas. Más aún en tiempos en que el concepto ‘‘libertad’’ se ha convertido en pancarta populista de ciertos políticos y políticas del arco conservador.
Cabe resaltar, en primer lugar, que la libertad no solo está consagrada como un derecho fundamental de la ciudadanía, sino que nuestra Constitución la corona como valor superior del ordenamiento jurídico en su artículo primero, al mismo nivel que justicia, la igualdad y el pluralismo político. Además, no solo constituye un valor en sí mismo, sino que constituye uno de los fundamentos de una sociedad democrática, que no lo es de forma plena si no se reconoce su validez no únicamente para las «informaciones» o «ideas» que son favorablemente recibidas o consideradas como inofensivas o indiferentes, sino también para aquellas que ‘‘chocan, inquietan u ofenden’’, como así reconoce el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en su abundante jurisprudencia. Apostar por el castigo judicial de ciertas conductas o manifestaciones que no superan un umbral mínimo de peligro objetivo a bienes jurídicos concretos es, simplemente, contrario a este derecho a la libertad de expresión.
Y esto no es óbice para que estas mismas conductas o manifestaciones no sean absolutamente reprobables en el campo político. Ya que no apostar necesariamente por la respuesta penal ante toda manifestación que nos desagrada no implica aceptar en el terreno político muestras de desprecio u odio que embarran el debate público y que pueden ser inaceptables. La condena política a actitudes deleznables es un imperativo democrático. Además, también existen otros mecanismos de sanción, tanto civil como administrativa, que ayudan a reforzar la respuesta del Estado ante esos ‘‘enemigos íntimos de la democracia’’ de los que habla Todorov. Y las fuerzas progresistas no deberían confundir el combate social y político al odio con la represión penal.
Pero es que, además, la utilización del Código penal para intentar reprimir o ‘ajusticiar’ estas conductas que nos indignan puede ser, incluso, un error de estrategia política. El procesamiento y eventual ajusticiamiento de manifestaciones públicas que se ubican en ese ámbito gris entre la libertad de expresión y los delitos de odio puede provocar la conversión en ‘‘mártires’’ de aquellos que se ven injustamente reprimidos y que no dudarán en victimizarse y crear un relato político que, no solo refuerce sus ideas, sino que, como un boomerang; se nos devolverá en forma de contradicción en otros casos.
En definitiva, el discurso de las fuerzas progresistas de nuestro país alrededor de la libertad de expresión y los actos de odio reclama, ahora más que nunca, una apuesta clara, coherente y sin ambages por la vía de ensanchar derechos y luchar por una sociedad democrática plena y diversa. Del mismo modo que defendemos que algunas figuras penales que suponen un adelantamiento poco aceptable de la barrera punitiva como es el caso de las injurias a la Corona o a otras instituciones o la apología deben superarse en aras al respeto pleno a la libertad de expresión, debemos mantener la misma defensa férrea de este derecho fundamental en aquellas manifestaciones de la extrema derecha que repudian a cualquier demócrata. No caer en la vía rápida de la represión penal y respetar ésta como último recurso es una necesidad para no caer en contradicciones en el discurso y recuperar la ‘‘libertad’’ como concepto progresista de primer nivel. Combatir la política de extrema derecha, intolerante, excluyente y muy estrecha, con la política amplia de los derechos y libertades. Esa es nuestra bandera y debe seguir siéndolo. Mal que les pese.