Don't feed the troll. Es un consejo entre internautas que debería elevarse también a la categoría de consigna política. No alimentar al trol y evitar así que triunfe su intento de emponzoñar y crear tensiones para sabotear cualquier conversación viable o debate constructivo. Con su agresividad, la práctica del troleo es consustancial a ese nuevo fascismo basado en la manipulación sin escrúpulos de las redes sociales. Los demagogos siempre se han servido de la mentira, el odio y la tergiversación, y solían usar altavoces sectarios y partidistas de los medios de comunicación, pero nunca habían tenido a su alcance una caja de instrumentos tan disruptiva como la que les proporciona la tecnología digital.
En los inicios de la globalización se teorizó mucho sobre la “sociedad de la información” y sus potencialidades; en algún momento pasamos a preocuparnos por el efecto perturbador de la desinformación, y casi sin darnos cuenta empezamos a sentir vértigo ante la irrupción de sus monstruosas consecuencias en la vida política real. Ahora mismo, y desde hace pocos años, las sociedades democráticas afrontan el reto de parar otra vez los pies al racismo, la xenofobia, la intolerancia y el fanatismo. No es un problema menor, porque su beligerancia disolvente ataca el tejido mismo de la esfera pública sobre la que deben construirse los consensos y establecerse las discrepancias, por apasionadas que resulten, en el mundo civilizado.
La dinámica del trol amenaza con secuestrar la libertad de expresión, con suplantar a los intelectuales y con laminar la convivencia colectiva para sustituirlos por conspiraciones permanentes, predicadores airados y sectas irreductibles. Sintomáticamente, ya son muchas las voces del periodismo que advierten sobre la toxicidad de las redes (a)sociales y sobre las deformidades que generan en los medios de comunicación y sus métodos en plena transformación. Y empiezan a no ser pocos los abandonos de los ámbitos de conversación global por parte de personajes de la vida pública hartos de tener que bregar con el insulto permanente y la agresión verbal amparada en el anonimato.
Cuidado, no se trata de caer en la ingenuidad de creer que el conflicto es malo por definición. Al contrario. El conflicto forma parte intrínseca de la condición democrática. Pero se trata de evitar precisamente que sea imposible de gestionar y acabe sustituido por ciertas unanimidades de masas basadas en los prejuicios, el miedo y la animadversión. Los peores episodios de la historia humana han estado marcados por los horrores a los que conducen ese tipo de pulsiones.
Todo esto confiere una especial importancia a ciertos acontecimientos políticos esperanzadores de los últimos tiempos. Fue crucial que Donald Trump perdiera ante Joe Biden la presidencia de los Estados Unidos en 2020, que el sistema soportara el posterior asalto al Capitolio y que en las elecciones de medio mandato la ciudadanía haya frenado la red wave del extremismo negacionista, supremacista y fascistoide que se ha vuelto hegemónico en la derecha norteamericana. También lo ha sido la derrota de Jair Bolsonaro a manos de Luiz Inácio Lula da Silva en las presidenciales de Brasil, que ha soliviantado de una forma obscena a la chusma golpista del gigante sudamericano. Ambos, Trump y Bolsonaro, tras alcanzar el poder intentaron no soltarlo, ante la expectación de sus potenciales imitadores europeos. No basta con tomar conciencia de que no hay que alimentar al trol. Es necesario derrotarlo, aunque para ello resulte imprescindible movilizar amplias coaliciones de fuerzas democráticas.
En el momento que nos ha tocado vivir las sociedades libres tienen que dar esa batalla. Con más énfasis porque el otro modelo cabalga entre la autocracia y el totalitarismo de nuevo cuño que representan acontecimientos como la invasión de Ucrania por las tropas de Vladímir Putin (con toda la brutalidad de la guerra y la represión interior aplicada a la propia sociedad rusa) o el reciente congreso del partido comunista de China, en el que Xi Jinping reforzó su liderazgo sobre una coreografía inverosímil de hombres uniformemente trajeados que aplaudían con disciplina que el gigante asiático refuerce, sobre la base de su capitalismo de Estado, el control social de un régimen monolítico. Sin duda, esta encrucijada histórica tiene reminiscencias de épocas trágicas y, al mismo tiempo, plantea retos radicalmente nuevos que tienen que ver una vez más con la doble cara de la modernidad. Por eso nos jugamos tanto frente al autoritarismo.