Los mensajes de odio nos invaden. Empezaron a expandirse a través de las redes sociales sin que nadie se tomara en serio lo que sucedía, asaltaron nuestros whatsapp, saltaron a las barras del bar y los eventos familiares y ahora han conquistado edificios enteros desde donde nos bombardean a través de descomunales lonas. Como centro de operaciones, Madrid está a punto de asumir la capitalidad de mundial la cartelería basura, gracias al libertinaje ayusístico que está transfigurando la capital de España en un enorme vomitero, que está desokupando a la cordura.
“Hemos sido engañados. No teníamos ni idea”, afirma a los medios de comunicación la presidenta del edificio de la calle Atocha que ha perdido el anonimato a cambio de 8.000 euros. Qué barato sale insultar, amenazar, lanzar mensajes de odio, incitar a la violencia desde un enorme cartel que podrá permanecer colgado tres semanas.
A la par, todo se parece tanto a ese “mito conforme al plan”, a través del cual los fascistas alemanes crearon una nueva realidad y asesinaron la verdad. Ernst Cassirer describe cómo a través del mito reconfiguraron el mundo sirviéndose de las mentiras racistas, supremacistas, nacionalistas que allanaron el camino para que los nazis intoxicaran a la sociedad alemana y llevaran a cabo el Holocausto.
Ahora los sucios, los apestados que no se lavan, son las personas progresistas. ¡El sanchismo! Terroristas y cómplices de musulmanes que, en un giro de guion, ya no quieren quitarnos el trabajo sino invadirnos e imponer sus costumbres. Personas a las que si se las traga el Mediterráneo nos ponemos a buscar a milmillonarios aburridos de la vida que se inmolan en submarinos experimentales tras pagar cantidades obscenas de dinero. Ellos se hunden y nosotros no nos damos cuenta de que estamos más cerca de las familias que zarpan en barcos de miseria que de esos excéntricos ricos. Alienación se llama.
Pero nadie recuerda nada. Ni conceptos tan básicos, ni procesos que evidentemente se están repitiendo. La memoria líquida nos lleva a tropezar con la misma piedra. Todo se diluye. Entonces, cuando se intenta hablar sobre estas cuestiones, la gente se ofende. ¡Ya estás con tus cosas! ¡Eso no interesa a nadie! ¡Siempre la misma historia! La historia. Esa gran víctima del postmodernismo. Se impone la forma sobre el contenido. No hay hechos, sino opiniones. Relatos subjetivos, vivencias personales. Nada es cierto ni falso mientras la verdad sucumbe ante el avance de la propaganda.
Como vivimos en un mundo desmemoriado, escéptico y relativo si continuo esta disertación echando mano de Goebbels y su definición de propaganda como el arte de escuchar el alma del pueblo y hablarle en su mismo lenguaje, sustituyendo la verdad por una realidad imaginaria, igual alguien es capaz de pensar al leerme que esa es mi opinión. Así, sin más. Mientras tanto, mientras discutimos sobre la forma y no entramos al fondo, ese mismo alguien, siguiendo al ideólogo nazi, está empleándose a fondo por difundir el racismo, la xenofobia, la misoginia, el machismo, la aporofobia, la homofobia ¡Malditas fobias!
Sin embargo, yo no soy de flotar sobre la superficie. No puedo mirar hacia otro lado. Necesito ir al fondo. Bucear y preguntar si de nuevo, ¿los valores de la democracia son incapaces de interpelar al alma de la sociedad? ¿Vuelve a avanzar el extremismo, el autoritarismo, el fascismo? A veces presiento que quien avanza es el pesimismo de Gramsci como una sombra que oscurece todo y me dejo llevar por la angustia de imaginar que, en algún lugar escondido, con un Orden del día secreto, veinticuatro siluetas vuelven a sentarse para pergeñar el plan y financiar el mito.
Como Vuillard, los veo subir escaleras, abrir puertas y asaltar la democracia. Es todo tan explícito e inquietante que a veces siento el halitoso aliento del miedo demasiado cerca. Sin embargo, no me arrugo. Cuando se acerca, una conciencia latente, una memoria durmiente, despierta y me empuja a seguir adelante. Es la Historia.